Opinión

El problema del arte

Un artículo de Alexander Campos

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El arte ha existido siempre, desde el hombre primitivo que vivía en las cavernas y se abrigaba con las pieles de los animales que cazaba.  El arte es, por naturaleza, una herramienta expresiva e inherente al ser humano. Primero, está la naturaleza; luego, el hombre y, después, el arte, ese instrumento que utiliza el ser humano justamente para describir la naturaleza o el mundo que lo rodea. Los primeros indicios de civilización corresponden a Mesopotamia. A ella debemos el invento de la escritura cuneiforme, de técnicas agrícolas como el arado y la creación de ciudades. Pero, antes que sus habitantes se agrupen en sociedad, ellos pintaban lo que les rodeaba: los animales, las plantas, los cerros y a ellos mismos. Entonces, antes de la escritura, ya existía el artista.

Yo soy escritor o, al menos, intento serlo.  Sí, un artista de la palabra, de la vida misma. Por eso voy a hacer unas cuantas reflexiones que, desde luego, son meramente personales y no, una guía, un manual de cómo ser un artista. El escritor es aquel que intenta comunicarse con los demás a través de sus ficciones y de la concepción que él tiene del mundo: si le es hermoso, si le es decadente, si le es hostil. En ese sentido, intenta ser lo más honesto posible. Porque una obra bien lograda es aquella que no muestra máscaras ni disfraces y describe la realidad tal como es o como él cree que es. De manera que al buen escritor no le interesa pelearse con medio mundo con tal de mostrar su propia verdad, sus heridas y sus miserias. El artista o el verdadero escritor, ese que hace bailar las palabras y no se esfuerza para que las musas vengan a tocarle el hombro como creían los griegos y trabaja y trabaja duramente, incansablemente, como quien construye un castillo, para lograr que él mismo sea su propia musa.

El escritor nunca traiciona su arte. Por eso, relatará agudamente, y de manera precisa, eso que le come el alma; ese problema que le ronda en la cabeza y no puede deshacerse de ello por más que lo intente. Ya está́ minado. No puede dejarla ir. Esa historia tiene que escribirse. Necesita ser contada aunque nadie del mundo la lea; pero sí habrá́ alguna persona —que ni siquiera haya nacido— para después encontrase con esa obra y se sienta identificada. Por eso, hay que tener cuidado con el artista. No se casa con nadie. No depende de nadie; solo se debe a su propio arte. Y si a un ser querido, después de leerlo, le provoca un infarto o un aneurisma, él sabrá́ reponerse porque el escritor es aquel que lo soporta todo. Sobre el buen escritor, cae el peso del mundo y él puede y sabe cómo aliviar ese peso: haciendo alegorías, escribiendo mitos, parábolas como las novelas de Saramago, retratando sin compasión aquello que esté torcido en el mundo y debe ser conocido por los demás.

Toda buena ficción no nace del mundo racional, del mundo de las ideas, de las ciencias, las matemáticas, de la filosofía y los avances tecnológicos. Sí es cierto que hay escritores que escriben sobre los benditos avances tecnológicos; pero no son artistas. Son narradores, cuenteros, ponen puntos y comas, hacen artificios, construyen mosaicos persuasivos. Pero, les resulta difícil penetrar en el inconsciente del ser humano. Eso solo lo hacen los elegidos o esos que trabajan como obreros para, después, dominar el arte y ser uno de los predestinados por su trabajo, su obstinación, su dedicación. Si el artista se siente traicionado o utilizado, escarbará desde su inconsciente para describir su dolor, para que (después de ser escrito) ese sufrimiento vaya menguando, apagándose como aquella vela solitaria que dejé en la tumba de mi hermano o en el consultorio de Freud.

El que escribe tiene pocos amigos, extraños amigos seleccionados con lupa. Sus amores deben aceptarlo y comprenderlo porque, antes de ellas, primero está su arte, su ficción, esa historia que clama ser escrita, aunque no se publique, aunque se guarde en el cajón bajo llave al estilo de Kafka o las queme como Sábato o guarde sus prosas en pequeños papelitos y servilletas en su abrigo como Onetti para después ponerlos sobre su mesa como si fuera un rompecabezas; y esas servilletas se convierten en tremendas novelas como El astillero, La vida breve o Juntacadáveres.  De esos grandes escritores, cuántas cosas brillantes se habrán perdido, porque el buen escritor nunca se siente cómodo con su obra. Tiene mucho antejuicio sobre su trabajo. Se ve en la obligación de superar a sus maestros o, al menos, escribir a la altura de sus maestros. Sin Flaubert, no hubiese habido Vargas Llosa. Sin Juan Rulfo y su Pedro Páramo, tal vez, no tendríamos Cien años de soledad. Hablando de soledad, el escritor se hace solo. Nadie puede enseñarle a escribir. Tiene que confiar en su instinto, en su espíritu creador, en su fabulación sin esperar hasta dónde le permita llegar. Él tiene la responsabilidad de no buscar límites, de convertirse en un asesino de la palabra, en buscar su propia originalidad.

Hay varios tipos de escritores. Los fuertes como Vargas Llosa, como Carlos Fuentes. Los románticos como Cortázar o Scott Fitzgerald. Los sentimentales como Borges, Sábato y Arguedas. Los decadentes como Bukowski y el resto de los escritores malditos. Todos ellos tienen algo en común: son el reflejo de seres humanos que, de alguna u otra manera, aman la literatura sobre todas las cosas. Y si el mundo se les viene abajo y si hay bombas explotando en el techo de su hotel, él seguirá́ escribiendo como Hemingway parado frente a una máquina, esperando que una bala o un explosivo estallen sobre su cuerpo. Estos diferentes caminos se eligen de acuerdo con la personalidad de cada artista. Y el resultado siempre es su obra literaria. Como haya sido gestada, es lo de menos. Lo importante es el fruto, la manzana que debe ser comida.

Por último, hay artistas kamikazes; hay francotiradores como Bolaño; hay quienes lo logran a temprana edad y otros en los albores de su adultez o de su vejez. Todos ellos son aceptables pues, al final, lo que cuenta es su obra, su realización, porque todo el tiempo han estado escribiendo aunque no lo hayan plasmado en un papel. Lo más importante es su experiencia vital, leer y comprender todas las aristas del alma humana.

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