Amigo lector, el texto que ahora te atreves a revisar es de aquellos que nadie quiere publicar ni firmar, pero que muchos lo piensan o conversan en bares, amparados por el alcohol y la cómoda cháchara limeña de hablar a media voz. Una opinión es así, a veces desagradable y visceral, pero respetable y clara, sobre todo.
Señores, el Premio Copé está muerto.
Ha muerto desde su concepción, desde su misión legitimadora de una mala o nula política cultural (sobre todo literaria) por parte del Estado y, por extensión, del sector privado. Y, claro, no faltará quien diga que es el mejor premio, el más prestigioso de todos. Sin embargo, no lo es.
¿Alguien se ha preguntado cuál es la política cultural peruana? ¿Alguien se ha puesto a comparar las becas, las pasantías, las facilidades que tienen otros países? Es cierto, no somos Europa, pero solo para ver un poco más de cerca, atendamos lo que hace Ecuador. Ellos sí tienen mecanismos difusores que promueven la cultura, no una engañifa de premiar el resultado de un proceso donde no estuvieron directamente involucrados. Y ni qué decir de la pésima edición del libro y de la sobremesa de fin de año que llena de ilusiones a los premiados y a sus comparsas: una entera prosperidad falaz.
Está muerto porque, a pesar de que se ha internacionalizado, no se consolida. Se trata, en gran medida, de un premio poco difundido en el extranjero, poco contemplado por escritores de prestigio de otros países. Entonces, ¿para qué se internacionaliza? ¿Solo para agregarse un adjetivo más?
Está muerto porque generalmente se orientó a dar una visión casi monotemática del rescate de lo indígena y sobre la reiterativa fijación sobre el tema de la Guerra Interna. Situación que ninguna manera es incorrecta, pero que habría que aclarar. Es decir, si se desea volverlo un concurso con temática específica, se debería indicar en las bases. La gente lo sobreentiende, es cierto, y por ello escribe una novela o un cuento con esas características.
Está muerto por muchos de sus jurados que, aunque honorables seguramente, terminan siendo repetitivos. Tienen un sesgo marcado hacia algunas temáticas, subgéneros y demás. Personas que dentro del espectro nacional ya son casi monolitos que dictaminan qué es bueno y qué no lo es, casi con un formato preestablecido. Entonces el concurso no se configura de tema libre, pues uno se ajusta a lo determinado en silencio.
Otro detalle de este tipo de concursos es que los jurados no han visto, o no han querido ver, algunos gruesos errores como los que se ventilaron por las redes sociales o por Internet, en general. Haciendo memoria podemos recopilar algunas situaciones destacables. Primero, el caso de un participante que presentó un cuento que ya había sido publicado y, por ello, solo atinó a cambiarle de título. Segundo, el caso de un novelista de corte andino que presenta una novela inflada con más de diez páginas que pertenecen a un libro de cuentos ya premiado por otra institución peruana. Tercero, el caso de un finalista que, por arte de magia, aparece entre los últimos trabajos para la discusión final y que resulta no figurar en la lista de participantes. Y, finalmente, el caso del último ganador que declara haber sido el último en entregar su trabajo por un tema, según él, de cábala, cuando la misma institución ha manifestado que los últimos registros son los de provincias y del extranjero. Contradictorio, ¿no?
Por todo lo anteriormente mencionado, el Copé ha muerto, y mal. Quizá sería conveniente encargar a una institución cultural el otorgamiento de un Premio Nacional de Literatura. De no corregir todos estos evidentes errores, no solo diremos que el Copé ha muerto, sino que la literatura, nuestra literatura contemporánea, en general, ha pasado a mejor vida.