A dos cuadras de mi casa vivía Rosa. Rosita. Tenía marido, dos hijos, y las carnes ya un poco descolgadas. Pero todavía estaba buena. Cada vez que nos cruzábamos por la calle, ella me desvestía con una mirada y con otra me invitaba a su cama. Yo también tenía ganas de tirarla; para qué mentir. Sin embargo, nunca nos dijimos nada. Una mañana pasé por su casa y vi abierta la puerta de la cocina. Por el intersticio la vi también a ella en cuatro patas tratando de componer algo en la tubería del lavatorio. Le vi el culo, muy buen culo, y seguí de largo. Antes de doblar la esquina escuché su voz:
—¿Puedes ayudarme? —me preguntó, casi cantando. Era una voz empalagosa, falsa, cojuda.
Me volví hacia ella y la vi parada en la entrada de su casa, mostrándome sus manos sucias con un gesto de torpeza en la cara. La quedé mirando. No había duda; estaba buena. Una mujer hermosa, o que lo ha sido, cuando está sucia lo es aún más.
—Se me ha malogrado el caño —explicó.
«¿Y?», pensé.
—No sé nada de gasfitería —respondí.
—No importa —insistió ella— Haz lo que puedas. Ayúdame, por favor.
“Lo que puedas” para mí, en estos casos, quiere decir: “nada”. Abrí, pues, los brazos y moví la cabeza. Acepté. Entramos a la cocina. Los platos sucios del desayuno estaban arrumados en el lavatorio, y el olor a desayuno junto con los platos. Rosita se agachó para mostrarme el desperfecto de la tubería. Disimuladamente escudriñé a través de la abertura de su blusa tratando de vislumbrar sus senos. Divagué un instante nadando mentalmente en medio de ellos. Rosita tenía unas tetas enormes, hipertróficas; una fiesta infantil. Pero no vi nada. No pude. Aprecié entonces, una vez más, su culo. Magnífico culo. Los culos de las mujeres no se miran; se aprecian. Cualquiera mira. Me provocó besarla en el arete. ¡Cuántas veces me había provocado hacerlo, al verlo zangolotearse así, caprichoso el arete, detrás de ella!
—Mira —me dijo— Aquí está el hueco.
—Sí, ya lo vi —respondí, pero refiriéndome a su hermoso almacén.
Rosita estaba agarrando el tubo de la cañería como seguramente le agarraba el pájaro a su marido. Lo sobaba. ¡Qué manos! Las uñas perfectas, pintadas a rayitas. Y sus brazos gruesos, deliciosos. Me turbó, sobre todo, la enigmática marca de su vacuna; creo que fue eso lo que más extravió mi mente. Le pregunté por su esposo.
—No está —me contestó— Ha salido.
—¿Y tus hijos?
—Han salido con mi esposo.
—Entonces habrá que llamar a un gasfitero.
—¿No podrías tapar el hueco con algo para evitar que siga goteando?
Mi mente se puso en blanco. Me agaché y revisé la avería; mentira: fingí revisarla, porque de gasfitería, como de muchas otras cuestiones domésticas, no entiendo ni el nombre. El óxido había formado un hueco en el tubo del lavatorio y por ahí se filtraba el agua. Con un buen nudo se solucionaba el problema. El problema era hacer el nudo.
—Préstame una pita —le dije.
Rosita me alcanzó una soguilla. Y comenzó la lucha. Por gusto insistí, me trompeé y le requinté mentalmente la madre. La soguilla indolente lo aceptó todo. Me sentí más inútil que en otras ocasiones. Frente a un extraño -y Rosita no dejaba de serlo-, mi ineptitud me causa siempre más embarazo. Es un horror.
Entonces sentí una mano en el hombro. Las uñas perfectas, pintadas a rayitas. Era una mano blanca, deliciosa. Con un pájaro asido. Mi pájaro. Rosita. Era Rosita calata. Pero con zapatos. Unos zapatos negros, altos, elegantes, de mujer rica. Rosita no era rica. Levanté la vista.
—Procede —susurró ella, sobándome el hombro.
Y procedí. Le recorrí todo el cuerpo. Primero con los ojos. Después con la lengua, con la nariz. ¡Ah, qué inolvidable recorrido! Las axilas sin afeitar, los vellos en las piernas, deliciosos. El olor de sus axilas sudadas y de sus piernas húmedas. Las tetas hipertróficas. Tan excitado estaba que ya no le besaba las tetas, se las mordía, “au” decía ella, pero le gustaba y pedía más, más. Toma Rosita, agarra.
Escupí su orgasmo antes de proseguir. Luego le pedí que se echara para la segunda vuelta. El calor de los cuerpos era suficiente para calentar el suelo. Me desvestí en un segundo. La ropa mojada, sobre todo el pantalón, el calzoncillo. Antes de echarse, Rosita se quitó los zapatos. Y arruinó la magia; se desmondongó toda, su encanto quedó al instante sin efecto. Se echó completamente calata en el suelo frío. De su cuerpo apetecible sólo quedó una masa acezante tirada en el piso. Rosita no era más una mujer. Era sólo sesenta kilos de buena carne, de carne blanca. Y yo tenía hambre. Siempre le tuve hambre. Así es que me serví. Penetré hasta el fondo de su alma. Casi toqué su hígado. Y ella movía el culo, cómo movía el culo, como una licuadora, como un animal. Dos minutos nada más. El semen saltó blanco, caliente, viscoso. Se chorreó la pasta dental del chisguete.
Las convulsiones se detuvieron; las detuve. La comunicación también es importante. “No todo en la vida puede ser sexo”, pensé. “Para Rosita sí, estoy seguro”.
—Un respiro, Rosita —le dije— Puede llegar tu marido.
Pero después pensé: “Qué mierda”. Hacía tiempo que Rosita le sacaba la vuelta a su marido. Y su marido también le sacaba la vuelta a ella. Pero con otro hombre. “Está bien así. Todos somos felices”. Me incorporé un poco y recorrí nuevamente con los ojos el cuerpo de Rosita. Sin ropa evidenciaba ya un desgaste natural: los años, los polvos ilegales¼Rosita no llegaba todavía a los cuarenta. No, no llegaba. Es extraño. Las mujeres a los treinta y tantos aparentan, todas, una cierta madurez. Pero tal vez sea una madurez física solamente. A esa edad las mujeres instintivas como Rosita sólo piensan en tener sexo con amantes jóvenes, chiquillos, pingas vigorosas, incansables. Como la voracidad de sus pulpas. “Estar con ellas es como estar solo. Fuera de la cama no sirven para otra cosa. Mi interés hacia ellas es puramente coital. Nada más”.
El tubo de luz que se filtraba por la ventanita de la cocina dejaba ver claramente una procesión de microbios suspendida en el aire. Ahí estaba el cerebro de Rosita.
—Rosita.
Me contestó con un jadeo: síntoma inequívoco de que aún seguía con hambre. Otra vez los perros fornicando. Me clavó las uñas en la espalda y me lamió absurdamente el cuello. Ella estaba en el clímax mientras yo me arrastraba de risa oyendo sus gemidos. “Una mujer que sólo piensa en el sexo no puede aspirar a ser la mujer de un gran hombre”.
Sentí otra vez su mano sobre mi hombro. Sólo que ahora era real. Levanté la vista y la quedé mirando. De nuevo me desvestía con una mirada y con otra me invitaba a su cama. Sentí que mis cuerdas vocales se destemplaban, que saltaban de la guitarra. La quedé mirando.
—Hipócrita de mierda —le dije. Y me puse de pie:— Sólo quieres revolcarte un rato conmigo. Sé sincera.
Rosita se quedó de una pieza. Una pieza calata. Sin responder. No sabía qué responder. Qué bien.
—Búscate alguien a quien le guste el galanteo, la mentira. Alguien que te siga la corriente. Conmigo no la pegas; no lo vuelvas a intentar. Si quieres un amante, dilo, pídelo por correo. Eres una mujer adulta. —Imité su voz, casi cantando:— ¿Puedes ayudarme a arreglar el caño? —y continué:— Toma. Cachera.
Y le devolví la soguilla. Nunca pude hacer el nudo.