Opinión

El Picaflor del Perú profundo

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Por Raúl Villavicencio

Era un hombre menudo, de voz potente y mirada perdida en un horizonte que no se dejaba alcanzar. Lo llamaban Picaflor de los Andes, pero su nombre verdadero —Víctor Alberto Gil Mallma— apenas importaba. En los pueblos altos del Perú, donde el frío muerde y el silencio pesa, bastaba con escuchar los primeros acordes de su canto para que todos supieran: había llegado el hombre que hacía llorar a los cerros.

Nació en Junín, allá por 1928, cuando el país aún era una suma de fragmentos: la sierra por un lado, la costa por otro, y la selva allá lejos, como si no existiera. En medio de esa geografía fragmentada, él eligió cantar para todos. No por vocación, diría algún cronista ingenuo, sino porque le era imposible callar. Desde muy joven conoció que la indiferencia capitalina y la pobreza podían lastimar más que una fría noche, y supo que su voz era su única herramienta de batalla, empleándola con una ferocidad conmovedora.

Los huaynos que interpretó no eran simples canciones: eran pequeños relatos de amor deshecho, de migraciones forzadas, de hombres que bajaban del altiplano para perderse en las ciudades. En temas como Corazón mañoso o Amor, amor, el Picaflor no sólo cantaba, sino que contaba: sus letras eran crónicas campesinas, retratos de una patria herida que apenas sabía hablar por sí misma.

Cuando murió en 1975, Lima se volvió un río de pañuelos blancos y lágrimas. Cien mil personas, dicen sus más cercanos seguidores, acompañaron su cuerpo hasta el cementerio El Ángel. Pero los números no alcanzan para explicar lo que representaba: era la voz de un Perú que se negaba a ser olvidado, que exigía un lugar en el relato nacional.

A diferencia de los ídolos fabricados por la industria, Picaflor no necesitó artificios. Cantaba con el pecho abierto y el alma en los labios, como si en cada nota se le fuera la vida. Y tal vez por eso, tantos años después, su voz aún persiste. No como eco, sino como presencia. En cada fiesta patronal, en cada altavoz desgastado por el sol y la lluvia, el Picaflor canta todavía. Y al cantar, nos recuerda que el Perú profundo existe, y que sabe hablar. Con música, con dolor, con una ternura feroz.

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