Borges se lamentaba en su «Poema de los dones» de tener un universo de letras en su alrededor y no poder alcanzar ninguna. Era el bibliotecario ciego: «Nadie rebaje a lágrima o reproche /esta declaración de la maestría/de Dios, que con magnífica ironía/me dio a la vez los libros y la noche». Debajo de una estructura de estantes y mientras pueda leer y escribir vale ensayar una nota al pie de estos tesoros inescrutados que alcanzo y me alcanzan. Sin duda, son los muertos mis mejores amigos y cada lectura es una invocación a ellos.
Repaso con mi vista la primera estantería y recuerdo con melancolía a Borges. Sondeo en sus sombras, apenas las imagino, tenues, con relumbres sutiles. Leo «El arte romano» en un ejemplar de mi colección de la estética universal. Le sigue «El arte de la india» y varios más. No sé el momento en que desplacé los textos de Derecho hacia el margen para dar pie a la geometría del pensamiento diverso y vivo.
Cada párrafo, cada libro me ha convertido en lo que soy y te ha convertido en lo que eres. Somos la sustancia de lo que nos nutre, elegimos a nuestros maestros. Ellos nos dirigen o nos pierden. Pienso en Epicuro y la ataraxia, la paz interior, que se parece mucho a la iluminación de Gautama; me encanta colmarme de la angustia unamuniana que, de alguna manera, es una sed de trascendencia y, por tanto, de Dios. La sed de lo absoluto robustece los pilares que sostienen la existencia. Agustín de Hipona me da la mejor lección sobre los conceptos del tiempo.
Me importa más y aún en su lejanía, la humildad pedestre de Diógenes el cínico mostrando su irreverencia frente a Alejandro el Grande. La independencia personal es una buena fórmula para no esperar nada de nadie ni turbarse frente a la helada indiferencia del otro.
El amor por las letras es la otra senda al paraíso. Los datos se difuminan, pero el esquema del pensamiento se erige como una estructura que no muere en tu interior. Me fascina Azorín y su palabra magnífica, aunque sencilla a la vez, tanto como la poética prolija de la Generación del 27 español. Pero confieso que aprendí a redactar tras leer a Luis Alberto Sanchez. Más allá de su excesiva y descarriada confianza en la memoria, era un maestro de la concisión de la frase y del adjetivo. Las palabras como los buenos vinos maridan, comulgan entre sí.
Tercer nivel hacia abajo, donde mis ojos llegan en línea recta. Entre la Historia de la Civilización y la Enciclopedia Británica, permanece quieta la literatura. Carezco de un orden o un sistema, es mi caos, razón que me lleva a leer para organizar mi mundo. Si el orden mandara en mis dominios quizás no necesitaría leer. Leer es una vocación organizadora, una manera de darle sustento a esa coherencia intelectual que pretendemos, pero que difícilmente asimos.
No hay biblioteca completa sin libros de poesía. «Setenta balcones hay en esta casa/setenta balcones y ninguna flor/a sus habitantes, señor ¿Qué les pasa?/ ¿Odian el perfume, odian el color?», escribía Baldomero Fernández Moreno. Aplicable bien a las bibliotecas sin poesía como a las ciudades sin jardines como a las vidas sin amor.
En esa línea ¿Cómo no estremecerme frente a los versos de Gil de Biedma o los de Pessoa, derrotados por un adversario que finalmente nos alcanza? ¿Cómo no buscar a Martín Adán y su culto a la palabra por la palabra misma? Leerlo sentando en un asiento mullido mientras el oído se embelesa con “Sueño de Amor de Liszt”, que es un sueño lúcido y siempre en vela. ¿Cómo no soñar con las hadas o los bosques mágicos de los relatos infantiles? Fueron en su albor tétricas historias para corregir a los niños, la modernidad los hizo magia y embeleso.
¿Cómo descender al infierno de lo prosaico frente a la gigante historia de Víctor Hugo, que debió ser la historia real, lejos de las intrigas del pequeño Fouché y de su pequeña política de reacomodos? Porque las novelas amplían la casa de nuestros sueños y prolongan la vida. ¿Y la Odisea crispante de Ulises reducida a un día en Joyce, aunque otra fuera la búsqueda y otro el retorno?
¿Cómo no conectar el bello ocaso barranquino con un poema de Sologuren o contentarse apenas con serpentear sobre la tierra frente a la mística lírica de una elevada y cultivada Sor Juana Inés de la Cruz? ¿Cómo no creer, por sobre todo, en el amor que se hace silvestre en Neruda y adolorido en Nervo? ¿Cómo no conmoverse frente a dos ojos que se miran con lumbre hasta abrazar la tragedia? ¿Shakespeare y el extremo casi de parodia del comportamiento humano? ¿Cómo no celebrar a Proust que rescata la memoria y derrota al tiempo con su precisión y paciencia? ¿Cómo dejar de lado la humildad socrática o el ingenuo ideal platónico o acaso la serenidad del Tao y las inescrutables paradojas del Oriente? ¿Por qué truncar la extraña lucidez de un Quijote que asume que la literatura habita en la vida? ¿Por qué cargar de realismo lo que tiene de ilusión o, al menos de esperanza bruta? El Quijote no muere sino cuando recupera la razón para ser nuevamente Alonso Quijano, y ser Alonso Quijano me importa tan poco como creer, con pasmo, que la Dulcinea es, en realidad, agreste como las montañas accidentadas que remontan el verde valle de nuestros sueños.
De eso se trata leer a Flaubert, Balzac, o más allá, a Faulkner, a Hemingway…De eso trata también oír a Massenet en una biblioteca o capturar el paisaje de Van Gogh en un libro de pintores clásicos detrás de una melodía, o perderse en ese fascinante mundo que el hombre creó para resistir la temporalidad del mundo y de la vida.