Conocer al pintor peruano Enrique Galdós Rivas para muchos artistas plásticos de la escuela de Bellas Artes de Lima es un privilegio, para mi fue algo más. Desde la noche que lo conocí accidentalmente luego de haber culminado la segunda muestra de “Arte con Derechos” en el museo de la Nación en el 2006. Galdós Rivas estaba feliz, había sido una linda inauguración y terminada la ceremonia el maestro hizo algo que nunca antes había hecho. Invitar a su amigo José Pareja, Alfonso Passaro, Carmen Rodríguez, Diana Mendoza y un desconocido -el autor de esta crónica- a una noche inolvidable de bromas y anécdotas a departir en la intimidad de su taller, en su espacio privado y vital, destinado solo para sus momentos de creación y aquella noche también de celebración. Un lugar lleno de cuadros figurativos y abstractos con colores en diferentes tonalidades, oleos, pinceles y principalmente rostros de mujer que lo acompañan desde algún lugar de Lima.
Desde esa noche fui participando con más intensidad en ese mundo de pintores y escultores, un mundo de artistas, a veces de bohemia y otras de largas conversaciones sobre las carencias económicas que a veces enfrentan quienes se desenvuelven en este mundo al que nunca antes se me paso por la mente encontrarme vinculado, y al que le debo la gratitud y amistad de algunos maestros de Bellas Artes.
Esa noche fue la primera vez que lo escuche cantar un tango, un vals y un bolero que me impresionó. Pensé “este tío además de pintar, canta, no tiene una gran voz pero no canta mal”. Pero hace unos días lo sentí diferente, muy alegre y lleno de energía, también algo nostálgico por momentos y no por primera vez hablábamos de mujeres, sin embargo esa noche, a ese mundo de algunos pintores de Lima que conocen a Galdós Rivas, se integraba Lima Gris. Y El pintor joven de la Lima antigua, de bohemia de bolero y vals entre los cincuentas y sesentas, que por momentos sentí entrelazar con la onda hippie de fines de los sesentas y los setentas al ver uno de sus cuadros casi al final de la entrevista que le hicimos con Edwin Cavello, se desinhibió mostrandose como se muestra con los amigos.
Muchos conocen su dominio sobre el color pero nosotros queríamos presentar a un hombre como es él, amigo de ‘Artistas de Plazas’ que aún existen y boites que aún sobreviven en los libros celebres de Vargas Llosa o crónicas olvidadas de la antigua ‘Prensa’, ‘La Crónica’ o el aun vigente ‘El Comercio’. De generaciones que cumplen 50 años de haber egresado de Bellas Artes (Galdós Rivas, Alberto Quintanilla, Gavidia, Milner Cajahuaringa, la desaparecida Tilsa Tsuchiya, entre otros). Artistas que a veces al pintar cantan una canción con la cual se identifican y los hace llevar un ritmo frenético en su cosmos interno hasta culminar su obra. Aquélla noche mientras conversábamos con el maestro sobre su otra tierra: Cajamarca. El felizmente impredecible Galdós Rivas nos regalo en un momento que no lo esperábamos, una canción que sigue acompañando en blanco y negro la coqueta sonrisa de un hombre con sombrero, también de ala ancha, un tipo que se la había jugado por un noble potrillo, mientras la risa de las mujeres en el Hipódromo de Palermo en Buenos Aires seguían esperando por él.
Y mientras cantaba Galdós por un momento no sentía su voz sino la melodía de ese tango que inmortalizo Gardel mientras la risa de una de las mujeres de sus cuadros coqueteaban conmigo en algún lugar de su taller. Mientras en otro ambiente me parecía ver a Al Pacino acariciando con suavidad los brazos de Gabrielle Anwar acompañados por Chris Odonell que disfrutaba como ambos formabanan figuras sobre el fino parquet de una pista de baile de Nueva York, acompañados de un bandoneón, un celo, el mágico violín que llevaba al encuentro de manos el mejor piano que un hombre puede pedir para sentir el perfume de una mujer, sin importar el color de sus ojos, ni la desnudez de sus brazos rodear su cuello mientras ambos se dejaban llevar por el ritmo elegante de esa hermosa melodía.
Claro que a Al Pacino esa actuación –de invidente que baila tango, maneja un auto y da un discurso en defensa de Odonell frente a una fechoría que Phillip Seymmour Hoffman, y compañía habían realizado- le valió un Oscar. El único, que ha ganado hasta ahora como actor y debe admirar en la intimidad de su hogar cada cierto tiempo. Al maestro Galdós el pisco que compartió con nosotros lo llevó más que a nosotros a sostener una escultura femenina como si Arnold Schwarzenegger y Jamie Lee Curtis sostuvieran un encuentro amoroso luego de bailar ese tango al final de una película luego de resistir el tallo de una rosa entre los dientes, sin que la bella Tia Carrere se opusiera ni le rozara ya con sus finas manos la barbilla al Mellizo de Danny Devito.
Galdós Rivas nos presentó su otro mundo, la importancia de Cajamarca para él, sus recuerdos de niñez, recuerdos de una mujer argentina que conoció en el delta del Tigre y otra italiana. También el recuerdo del primer auto que tuvo. Uno que construyo con sus propias manos, uno de sus primeros juguetes. Hace poco más de 50 años término en Bellas Artes su formación académica, pero el blanco del yeso de una pared de la antigua Lima fue su primer pincel y color, y la fría vereda de la ciudad a la espalda de la Iglesia de San Francisco fue su primer formato. Ahí empezó su oficio tal vez, como jugando, y yo escribí este articulo escuchando la música de ese tango que inmortalizo Gardel y pensando las veces que converse con él después de ese 2006, llegue tarde a casa tal vez por un pisquito más y poder verlo cantar “Por una Cabeza” con la emoción con que lo vimos esa última noche Edwin y Yo… A algunos no les gusta pero como me dijo un buen hombre “vamos hombre a los artistas –los verdaderos- se les perdona todo” y usted lo es… salud maestro por otros 50 años más, a sus 76 usted esta más parado que otros, con bandoneón, piano, celo y el mágico violín que solo usted puede sentir cada vez que pinta sobre un lienzo vacio, tal vez, el baile abstracto de una pareja que se encuentre atrás de una ventana.
César Costa Aish.