Escribe: Gabriel Rimachi Sialer
Un joven de 16 años decide en segundos tomar un último aire y corre un par de metros para lanzarse a la oscuridad. Empuja en su camino a un par de personas, otras se hacen a un lado, es un tramo corto el que separa la vida de la ausencia. Entonces el joven, con una desesperación que jamás comprenderemos, ingresa en la oscuridad, pero no logra hacerlo del todo ¿Importa que tenga 26, 22, 16 años?
La gente grita, espantada, por lo que acaba de suceder; pero hay quienes gritan porque les malograron el desayuno, el sol que empezaba a despuntar a esas horas de la mañana (y que se apagaba lentamente entre los rieles del tren).
Hay entonces algo que corre más rápido que una noticia tragica: las fotos explícitas y los videos del whatsapp. El regodeo en la muerte ajena, en la tristeza ajena, en la desesperación ajena, en ese tiempo cortísimo para quienes ven la tragedia, pero eterno para quien se despide del mundo porque las cosas -hasta en eso- no le salieron bien. La desesperación. Los ojos cerrados y luego abiertos y de pronto cerrados otra vez.
Mientras la gente se queja en redes sociales porque alguien se suicidó y eso les malogró el día porque el tren demorará unas horas en volver a seguir su curso, el suicida alcanza a ver que lo filman con un celular, y en un último acto de dignidad (o desesperación) intenta cubrirse unos segundos el rostro, quizá por pena, quizá con culpa, sin poder entender por qué hacen eso. Alguna madre, en algún lugar, llorará el adiós desesperado de un hijo desesperado. En otro lugar les descontarán unos soles a alguien que no conoce lo que es la desesperación.