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EL NARRADOR Y EL ESPACIO EN “LOS INOCENTES”

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Escribe Luis Fernando Cueto Chavarría

En 1961, a los treinta años, Oswaldo Reynoso (Arequipa, Perú), publica, en Lima, su primer libro de relatos: Los inocentes. Esta obra lleva, como prólogo, una breve monografía de José María Arguedas denominada Un nuevo narrador para un nuevo mundo (1). En ella, el gran novelista andahuaylino señalaba que el Perú, el mundo, había cambiado, y requería de nuevos escritores que pudieran expresar, con nuevas formas de narrar, sus transformaciones; asimismo, resaltaba que Reynoso había sabido conjugar la jerga popular con la alta poesía.

    La gran migración de la década del 50’ del siglo pasado, debido a la industrialización de las ciudades costeras, le cambió el rostro al Perú. Otra era la sociedad y otras eran las historias. Sin embargo, la literatura, la narrativa, no estaba a la altura de los cambios. Ciro Alegría, el primer escritor peruano profesional, es decir, el primero que vivió de lo que escribía, ambientaba sus novelas en espacios rurales, y aún arrastraba la pesada herencia del realismo decimonónico español; describía hasta las piedras y permitía al narrador entrometerse en la historia cuando quisiera e incluso hablarle directamente al lector. Frases como “caro lector o “nuestro héroe, son evidencias de que el autor no se atrevía a darle independencia al narrador, a concebirlo como un elemento más de la ficción.

   “Sentíamos angustia ante la demora de la aparición de un hombre que interpretara en las artes este momento de transformación”, decía Arguedas en el texto antes indicado. Y ese intérprete llegó con Reynoso. Los inocentes fue el giro de tuerca, la manifestación en las artes de la transformación de la sociedad peruana. Aparecieron los nuevos pobladores de Lima: delincuentes juveniles, adolescentes sucios, pobres y cachondos y homosexuales desenfadados. Todos ellos hablando el lenguaje de la calle y moviéndose en los espacios más sórdidos de la ciudad. El sexo, la delincuencia, la prostitución, la homosexualidad, la miseria, la soledad, se expusieron de manera descarnada, sin el antifaz de la hipocresía. El nuevo país fue develado en su estado puro. Esto escandalizó a los sectores conservadores, a los puritanos; más de uno pidió que se excomulgue a Reynoso, que se le cancele su título de profesor y se prohíba su obra. Y esa grita indignada desvió las miradas e impidió que se analizara, en su debido tiempo, los aspectos narratológicos del libro.

   Los primero párrafos de Los inocentes son realmente innovadores. No había nada semejante hasta entonces en la narrativa peruana: 

   “Metió las manos en los bolsillos y fue más hombre que nunca.

   El semáforo es caramelo de menta: exquisitamenta. Ahora, rojo: bola de billar suspendida en el aire.

   El sol, violento y salvaje, se derrama, sobre el asfalto, en lluvia dorada de polvo.

   Así me gusta: bajo el sol, triste, y con las manos en los bolsillos. (Solo los viciosos tienen esa costumbre). ¡Al diablo con la vieja! Con las manos en los bolsillos. Porque quiero. Porque me da la gana” (2).

   La luz verde del semáforo es un caramelo de menta. La roja, una bola de billar. El sol de la tarde, la luz del crepúsculo, una lluvia de oro. Más que la descripción, el narrador privilegia la impresión. La realidad aprehendida instantáneamente, al vuelo, por los sentidos. Ya no tiene tiempo, está de paso, y por eso, más que pintar un gran cuadro, pretende, con pinceladas rápidas y lo más pictóricas posibles, expresar aquello que logra captar. La realidad no tal como “es”, sino tal como él la “siente”.

   Pero ¿cómo alcanzó Reynoso esta brevedad narrativa, trucar descripción por impresión? El primer esfuerzo por liberarse del pesadísimo legado descriptivo del realismo, lo hizo, en el Perú, Martín Adán. En La Casa de Cartón (3), el narrador es breve, sumamente conciso, y apela a los colores, los olores y los sabores; más que a la descripción, a las impresiones sensoriales. Y Reynoso reconoció en muchas oportunidades esta influencia. Y reconoció, asimismo, que a través de Martín Adán llegó a Juan Ramón Jiménez.

   Juan Ramón Jiménez inventó la técnica del calidoscopio. En el libro Antolojía, hay una sección de prosa, en ella hay una parte denominada Josefito Figuraciones, y aparece el texto titulado Su Madre. Ahí se puede apreciar la clave de su técnica:

   “La pasaba con sus ojos al calidoscopio, y allí dentro, dando vueltas despacito al tubo azul y oro, deteniéndolo donde más le gustaba, vivía una historia (…)…Al girar el mágico tubo, las figuras se abrían súbitas y se componían otra vez en flores colgantes, pensiles ricos, preciosa estampa presente, pero aún sin relación (…)…El calidoscopio, flauta de sus ojos, le seguía contando y cantando su cuento…” (4)

   El calidoscopio o caleidoscopio es un aparato de observación en forma de tubo, con tres espejos interiores que, unidos en forma de prisma, multiplican las imágenes. El tubo gira, y, a cada giro, los planos son otros y las imágenes cambian. Es decir, planos e imágenes cambian conforme camina el observador y conforme gira el tubo. Eso obliga a una captación rápida, instantánea, de imágenes que casi no guardan relación. Aun así, aunque de manera fragmentada, el tubo, las imágenes, van contando una historia. Pero el narrador está contra el tiempo, ya no puede detenerse horas o quizá días o semanas para observar una catedral, una plaza, una calle. Si antes Clarín, en La Regenta, necesitaba más de cuatrocientas páginas para describir un pueblo pequeño y olvidado, el narrador de ahora debe captar, en unas cuantas pinceladas, quizá en segundos, lo que encuentra a su paso.

   Y luego viene la mente que habla, la conciencia que fluye. El narrador ha desaparecido y ha dado paso al personaje, a Cara de Ángel. Y este reflexiona, se interpela, tiene un turbulento mundo interior. Está en constante lucha con su súper yo, con su entidad controladora. Y su conciencia es un campo de batalla. ¿Por qué quieres estar con las manos en los bolsillos? Porque así acostumbran estar los viciosos. ¿Quieres ser un vicioso? Sí. Pero, frente a ese deseo, surge la figura de la madre, la representación de los valores morales. Pero él se decide por el vicio. ¡Al diablo con la vieja! El monólogo interior se transforma en un diálogo, en la confrontación consigo mismo. El súper yo es el espejo que interpela, que encara. Es el interior. El yo y el súper yo, el yo y el , hablan, discuten, pelean en la mente de Cara de Ángel.

    Para ello, Reynoso se ha valido de otro procedimiento: el monólogo interior. Técnica esta aprendida de James Joyce; específicamente, de la lectura de El Ulises, del fluir de la conciencia de Molly Bloom. Y ha conseguido que esta otra funcione de manera conjunta, imbricada, con la del calidoscopio. Y el resultado es realmente sorprendente. Se produce un juego de ida y vuelta, de doble sentido. La realidad que ingresa, y la subjetividad que sale. Un movimiento de afuera para adentro (la captación instantánea del mundo exterior) y de adentro para afuera (la manifestación de la conciencia).

   Y ambas técnicas resultaron las más adecuada para su estilo. Estilo en el sentido que lo considera Nabokov, es decir, no como una herramienta o procedimiento, sino como la manifestación de un componente intrínseco característico de la personalidad del autor. Componente que, a su vez, está hecho de muchos otros elementos, como los manierismos, las obsesiones, las imágenes, etc., y que se refleja, más que en la estructura de la obra, en la escritura, en el cuerpo narrativo. Y el estilo de Reynoso es intensamente lírico, poético, sensorial. Y está marcado por una obsesión: la búsqueda de la belleza juvenil. Pero la belleza que persigue Reynoso no es la clásica y convencional que el pintor Gustav von Aschenbach halla en Tadzio, sino la que habita en los rostros y cuerpos de los jóvenes zambos y mestizos, cholos, de los barrios miserables, en la pura y salvaje sensualidad de los efebos peruanos.

   Pero el estilo también está sujeto a influencias. Y en el estilo directo libre de Reynoso reconocemos la de Flaubert, de Madame Bovary. Y en el uso del habla popular, la de Jean Genet. Porque jerga y poesía no son antitéticos. Al contrario, se conjugan, se refuerzan. Para Sartre, ambas derivan del mismo idioma poético. La jerga representa la tentativa de una sociedad marginada, parasitaria, para compensar, por medio del lirismo y la invención de palabras, un enorme déficit verbal. Así lo entendió también Reynoso. Él señalaba que “la jerga es la expresión más poética del lenguaje”, y que descubrió el vínculo entre poesía y lenguaje popular leyendo el ensayo de Sartre San Genet: comediante y mártir (5).

    Con esos medios, esas técnicas y ese estilo, Reynoso escribió Los inocentes, develó el verdadero rostro del Perú, aquel que se ocultaba debajo del antifaz oficial. Y el Perú reaccionó, más que indignado, horrorizado al ver su imagen reflejada en el espejo de la monstruosidad capitalina. Fue como si un adolescente Narciso se espantara de ver, en la superficie del agua, en vez de su belleza, su brutal transformación. 

Oswaldo Reynoso llega a Lima en 1951, a los veinte años de edad, a estudiar para profesor en el Instituto Pedagógico Nacional de Varones, que funcionaba como internado y tenía su sede en el distrito de Jesús María. En sus días libres, los fines de semana, se quedaba en la casa de una tía, que quedaba en Breña, en el jirón Recuay. Formado alrededor de algunas fábricas, Breña era un barrio populoso, de obreros migrantes, que contaba, entre sus puntos de distracción, con bares y recreos de juegos de tejo y sapo. Más adelante, en 1953, el Instituto se traslada a Chosica, a la zona de La Cantuta, y Reynoso se tiene que mudar a ese lugar. Y cambia también su itinerario; tal como él mismo refiere: “en La Cantuta me encuentro con compañeros que tienen familiares que viven en Lima y vamos a pasar el fin de semana con ellos y comienzo a ir a billares, a cantinas, a diferentes sitios de Lima. O sea, no solamente estoy en un barrio. Yo estoy en La Victoria, en Barrios Altos, en El Rímac, por la diversidad de amigos que tenía… …Yo ya recorría todos los bares de Chosica, y en Lima, El Palermo, y luego tenía amigos en todos los barrios de Lima, en cantinas, en billares, recorría todo…” (6).

   Y esa vocación de caminante, de flaneur, del autor, se hace evidente en Los inocentes. En el primer relato, denominado Cara de Ángel, el personaje hace un recorrido por conocidas calles y plazas del centro de Lima. Y, mientras camina, va observando, captando. El recorrido es este:

   “Entró por Moquegua al jirón de la Unión (…)…Elástico y calmo, avanza por el Jirón de la Unión (…)…Llega a la plaza San Martín. El sol opaco y terrible cae sobre los jardines. Obreros, vagos, soldados y marineros duermen en el pasto: sueño sudoroso, biológico, pesado (…)…Llega al Paseo de la República… (Reynoso, 1992: 19-22-23-25)

   La calle es el espacio principal, predominante, y en ella discurre prácticamente la vida de los adolescentes que conforman la collera. Luego vienen, en menor rango, el bar La Estrella, de propiedad de don Mario; el billar, donde gobierna el antihéroe Choro Plantado; el salón de belleza del homosexual Manos Voladoras; y una comisaría de la policía, donde repasa, mentalmente (porque se rehúsa a declarar), su última fechoría el delincuente juvenil El Príncipe. Pero, como dijimos, el observador está de paso, es un paseante, y no está interesado en retratar esos espacios sino simplemente en darnos la percepción que tiene de ellos. Más que transmitir la realidad, a él le interesa dar una “ilusión” de la realidad. Y para ello, si bien describe algunos aspectos de la realidad, pone mayor énfasis en las sensaciones e imágenes que esta le produce.

    “Atraviesa la calle y se dirige a la parte más tupida y oculta del Parque de la Reserva. (Pantalones negros, azules, celestes: camisas rojas, negras, amarillas se estremecen delirantes entre ramas verdes) (…) …Cara de Ángel se queda echado en el pasto. Los árboles recortan en pedazos el cielo nublado, caluroso, sucio, sucio, sucio” (Reynoso, 1992: 25-29).

    Las camisas de varios colores deliran entre el verdor de la vegetación. Pero las camisas no deliran; es el observador quien tiene la percepción de delirio. Los árboles despedazan el cielo, y los retazos son sucios, muy sucios, mugrientos. Pero el cielo no es sucio; es el observador quien tiene la percepción de suciedad. Descripción breve, escueta, que va a funcionar en la medida que produce sensaciones e imágenes.

   “Plaza San Martín: bocinas, pitos, ultimoras, tranvías bulliciosos. El cielo, pesado y ardiente, sofoca. La sangre arde…” (Reynoso, 1992: 24).

   El espacio no es solo el lugar, sino también todo lo que lo envuelve: olores, sabores, colores, sonidos. El ruido de las máquinas, del tranvía y los automóviles, se confunde con las voces humanas. Ultimoras es la voz del canillita que vende el diario Última Hora. Sensación de caos y sofocación. Hasta el cielo se sofoca. Está que arde. Y ese caos, esa sofocación, hace arder la sangre del observador. La realidad transforma, condiciona al observador. Pero, a la vez, es él quien hace delirar a la realidad.

   Observamos acá, en esas sensaciones e imágenes transmitidas por Reynoso, que se ha producido aquello que se conoce como “el correlato objetivo” de la función poética. Según T.S. Eliot, el autor de esta teoría, la poesía surge, como modo de expresión artística, cuando un grupo de objetos, situaciones, acontecimientos, hechos, es decir, todo aquello que conforma la realidad, determinan una experiencia sensorial y provocan una emoción inmediata. Y eso se da en Reynoso. Porque él es un creador de altísimo lirismo, un poeta. Y transmite “su” realidad. La percepción que tiene de ella. Las emociones e imágenes que, a cada tramo, en cada calle, Lima le transmite.

   En Los inocentes, Reynoso focaliza el espacio a través de sus personajes; son Cara de Ángel, El Príncipe, Carambola, Colorete y El Rosquita quienes ostentan el punto de vista. Sin embargo, el espacio no funciona como decorado ni como telón de fondo, tampoco como personaje, el autor no ha pretendido irse al extremo opuesto. Más bien, espacio y personajes operan en una suerte de simbiosis, ambos se determinan y definen. Los barrios, los callejones son hostiles, sucios, marginales. Y los personajes que allí habitan también lo son. Pero sucede que el autor no nos ha descrito los barrios ni los callejones de esa manera. Y no obstante, tenemos la percepción de que así es. Así tiene que ser. Porque la ciudad ha definido a los personajes. Y es a través de las acciones, el habla y el pensamiento de estos,  viendo sus rostros, sus cuerpos, que definimos a la ciudad.     

BIBLIOGRAFÍA

Adán, Martín

1974 La casa de cartón. Lima. Ediciones Peisa. 5ta. Edición.

Jiménez, Juan Ramón

1982 Antolojía. Barcelona. Ediciones Orbis.

Reynoso, Oswaldo

1992 Los inocentes. Lima. Aladino Editora. 5ta. Edición.

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  • (1) Publicada en el diario El Comercio, Lima, el 1 de octubre de 1961.
  • (2) Los inocentes, Oswaldo Reynoso, Quinta Edición, 1992, Aladino Editora, pag. 19.
  • (3) La casa de cartón, novela publicada por Rafael de la Fuente Benavides, Martín Adán, en Lima, en 1928, en la editorial Amauta.
  • (4) Antolojía, Juan Ramón Jiménez, Ediciones Orbis, 1982, Barcelona, pag. 271.
  • (5) Oswaldo Reynoso declarado inocente, entrevista de Enrique Planas al autor, publicada en la revista El tesoro de la juventud, en Lima, el año 2011.
  • (6) Entrevista a Oswaldo Reynoso, realizada por Luis Fernando Cueto, publicada en la página web fernandocueto10.wordpress.com, 25 de julio del 2014.

(Texto publicado en la revista impresa Lima Gris Nº 16)

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