El mundo de la poesía es complicadísimo y muy diverso. Cada autor tiene su propia forma de identificarla (muchas veces incidiendo en un total desastre o una mentira insalvable). Incluso cada lector aporta lo suyo (para mayor inri de la poesía, claro).
Hay gente que la considera una actividad como cualquier otra en la que el poeta no es distinto a un obrero o un artesano. Otros la consideran una suerte de providencia que escoge, por supuesto, a unos pocos, una suerte de elegidos supremos para el ejercicio de una disciplina magnífica. Otros la consideran una maldición o una condena de la que no pueden huir (César Calvo le escribió, «llévate tus sandalias, devuélveme mis manos»…). Para otros es un instrumento o una forma de conocimiento en la que cabe la expresión de todos los conocimientos del mundo. Incluso, un arma de resistencia política, etc.
Es muy complicada realmente la poesía, se dice, por ejemplo, «vive poéticamente» o «siempre en poesía» (Roger Santiváñez dixit), pero ¿qué es la poesía sino un tremendo asunto sin resolver, un misterio, un fenómeno, una experiencia, una mera formalidad?
Los más grandes poetas y los mejores lectores de poesía solamente están más cerca del fenómeno poético, pero muy pocos pueden determinarlo con claridad así sean los formalistas rusos o sea quién sea, nada que ver.
Entre aquellos que denuestan a la poesía, resaltan los que la consideran la más puta de todas (obviamente la poesía es siempre una mujer: santa, reina, vividora, madre, abyecta, angelical, sutil, turbulenta, -y todas las demás contradicciones- etc…) y en el más bárbaro razonamiento, por ratos, la tratan mal (lo que me hace recordar a aquellas gentes antiguas que trataban al mar como a una mujer y la llamaban «la mar» porque sabían que como una mujer puede otorgar sus favores y al instante incidir en caprichos terribles).
Entre aquellos que denuestan a la poesía y, a veces, ven en ella a la más grande de las condenas, aparece Juan Cristóbal en primer término (véase el excelente poema El Muerto Mea, que, acaso, junto a Graffitis (a Bob Marley) y la casi totalidad de Los Rostros Ebrios de la Noche, sean las mejores páginas del autor en cuestión).
Sin embargo, pese a todas las abyecciones y canalladas que le dice a la poesía, le ruega de la misma forma que un amante desconsolado en el bolero más trágico y, así, nunca la ha podido dejar y, así, una y otra vez ha anunciado su retiro del ruedo poético y una y otra vez ha regresado con uno o varios libros bajo el brazo, prendas de amor y desamor al mismo tiempo, por la más excelsa y cruel de las amantes, la Poesía.
Con más de 50 años de ejercicio poético continuo y con varios retiros provisionales (falsamente definitivos desde hace veinte años), Juan Cristóbal anuncia su apartamiento definitivo del coliseo poético y nos entrega un nuevo (y presuntamente último) libro: Desmemorias del Tiempo).
Valga una reflexión previa sobre este poeta y su obra antes de comentar brevemente su última publicación…
En primer lugar, soy muy romántico para algunas cosas (para otras soy escéptico y barroco) y trato de comprender todas las contradicciones y matices que exhibe la realidad, pero tiendo a creer en algunas cosas. Por ejemplo, creo que todos los grandes poetas son infernales (y los genuinamente inmensos son tan infernales como paradisíacos -en la onda de Dante-) y que están tan imbuidos en la contradicción como la poesía misma -coincidentia oppositorum-. Mas ser infernal no es solo ser grandioso y oscuro y, al mismo tiempo, deslumbrante y majestuoso como un Lord Byron o, a su manera, Baudelaire o Rimbaud, sino que, también, es posible ser modesto y afable y guardar los fuegos avernales en secreto. Quizás estos últimos sean los peores.
Juan Cristóbal pese al contenido decididamente infernal de varias de sus páginas mas salvajes es, en persona, un caballero limeño con pinta de pirata barbudo o conquistador extremeño, de finas manos largas y aguda mirada. Se esperaría de él (debido a sus férreas ideas políticas -con las que estoy totalmente en desacuerdo- y su propia poesía, en ocasiones, descarnada e incluso cruel) una voz tronante o, por lo menos, aguardentosa, una voz de «apretón» (sobre todo si se admira a Los Rostros Ebrios de la Noche, su opus magnum). Sin embargo, su voz es dulce y hasta meliflua, signo inequívoco de una buena persona, o de un pecador que quiere portarse bien, o de un estafador nato, y, así, nuevamente, el poeta incide en una reiterada cadena de contradicciones.
En el escenario de la poesía peruana, Juan Cristóbal es un marginal, por su propia cuenta, puesto que nunca ha transitado el esquema de favores y contubernios en boga pese a haber sido galardonado con el Premio Nacional de Poesía en 1971 y pese a haber sido una suerte de sheriff de la corrección política de la izquierda en su momento.
Realmente, es un personaje puesto al borde del guion habitual para triunfar en el medio literario, donde está inscrito precisamente como una anotación al margen, pero ese apunte casi sobrante resalta mucho más que cualquier otra cosa que se exhiba en el centro del frágil guion de cómo hacer una carrera literaria en Perú o en el centro del endeble canon provisional o en construcción; lejos de homenajes en ferias o festivales, se le homenajea en los bajos fondos y en las alturas del más puro sentido de la poesía hecha en Perú.
Su vida ha sido tan trágica como legendaria en no pocos tramos y en su vejez ha sido decididamente un individuo más abierto y comprensivo con sus opuestos e, incluso, un abuelo genial (los nietos le llaman por el nombre de pila y bromean con el hombre como si fueran sus compinches o lo son, también, de alguna manera).
Digo trágica y lo sostengo en la medida que no es una infidencia o un «soplo» puesto que su poesía al ser vivencial casi absolutamente (con la excepción de la Saga del Absurdo y la Desesperanza, Testamento del Silencio, Mutación y Agoniza, La Palabra -todos ellos, una suerte de ensayos versificados-) describe casi toda su vida, de formas ciertamente simbólicas aunque clarísimas.
Veamos sino algunos puntos de su vida que son muy intensos y han nutrido su obra de incontables paradojas. Su padecimiento del asma fue terrible, pero lo hizo conocer Chosica, su Edén particular. Su amor por su madre obrera (véase el apreciable poema «Irene») a la que ensalzó siempre y a la que vio maltratada por un padre brutal, hecho que le destrozó la infancia, en sus propias palabras. Incluso supo que una de sus abuelas fue amante de un cura (todos estos puntos pueden advertirse si uno lee con tranquilidad el libro Poblando Los Silencios, dado que no hay nada más detestable que un soplón o un develador de secretos ajenos, téngase por bien puesta la aclaración, por sí acaso). Después, el periodismo de combate (como siempre debe ser), los años de militancia y el vínculo siempre cercano con la izquierda radical y revolucionaria, devinieron en el exilio (en Chile, donde conoció a Jorge Teillier, su gran amigo y mayor poeta) y en un sonado asalto a un banco que lo tuvo viviendo a salto de mata por más de una década pasando de incógnito por barrios y chacras que protegieron su identidad.
Se casó con la viuda de Máximo Velando (célebre comandante del frente Túpac Amaru del MIR junto a Guillermo Lobatón) a la que conoció en la cárcel y con la que formó un hogar perenne hasta la fecha.
En el plano de la amistad, ya mencioné a Teillier y bastaría nombrar a Juan Ojeda (a quien dedica un poema extraordinario) para cimentar el privilegio que ha tenido este poeta, pero esa lista se complementa con Gregorio Martínez, Césareo «Chacho» Martínez, Antonio Gálvez Ronceros, Augusto Higa, Maynor Freyre, y la gente de la Huaca Huantille en Magdalena a donde llegaba desde su buena casa de San Miguelito a beber durante cinco años ininterrumpidos con el viejo gasfitero Blas (que es mencionado en uno de sus poemas) con quien tuvo una especie de hermanamiento instantáneo. Esa experiencia fue insuperable porque Blas le presentó a todos los hampones del barrio y con ello tuvo un salvoconducto expreso para conocer hasta el hartazgo las costumbres y el uso del lenguaje que a dicho medio correspondía siendo esta otra de las formas directas con las que la poesía peruana asimiló el habla de las calles de Lima cuando ha pasado la medianoche en sus extremos más «picantes».
En paralelo a lo expuesto, quizás, debido a su militancia, tuvo muchos amigos en pueblos jóvenes a tal punto que se podría decir que tuvo más amigos entre estos personajes que entre los literatos. Sin embargo, esta sería otra apariencia puesto que como todo el mundo sabe en el apogeo bohemio e intelectual de los sesentas y setentas cuando El Palermo era la Santa Sede de la escena literaria, Juan Cristóbal tuvo siempre un lugar privilegiado en la mesa principal junto a los más grandes conversadores y polemistas de la época que fueron sus amigos, desde luego, gente altamente polémica como Miguel Gutiérrez (un grande de verdad), Eleodoro Vargas Vicuña, Oswaldo Reynoso, entre tantos otros.
Pese a lo expuesto, luego de Los Rostros Ebrios de la Noche y en el curso entero de lo que va del siglo XXI, nuestro poeta ha incidido una y otra vez en la misma fórmula cansina de hacer poesía y ni sus editores ni sus amigos ni sus admiradores parecen haberle dicho algo al respecto (como suele suceder con un sinfín de autores «reconocidos» que caen con suma irresponsabilidad en el facilismo de sus propias propuestas consolidadas o en el abuso de recursos archiconocidos y desgastados que, sin embargo, les permite pergeñar cientos de páginas de nada en lugar de procurar con cada nueva obra el «estremecimiento nuevo» que dijo Víctor Hugo le había otorgado la lectura de Las Flores del Mal, por solo citar un ejemplo.
En lo particular, no dudo que Juan Cristóbal tenga la obsesión de escribir todo el tiempo como hacen los escritores de raza, pero la poesía no es ni puede ser una simple escritura sino que siempre es y debe ser una carísima exigencia e, intuitivamente, veo que su producción poética de las últimas dos décadas no corresponde a una circunstancia que sí aparece en libros suyos como El Osario de los Inocentes (otro volumen recomendable) y los otros libros y poemas que hemos mencionado en el presente documento.
Al modo del siglo XIX exploraremos algunos detalles del volumen en cuestión pues pese a considerarlo fallido desde el enfoque de la obra entera, es, desde lo particular, un muestrario de no pocos elementos de interés para el lector no familiarizado con la propuesta de Juan Cristóbal.
Desde el epígrafe («Dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre y eso es lo que realmente somos» – Saramago) lanza un cuestionamiento al elemento inefable del interior del ser humano.
Filosofía en verso sumada a raptos medio surrealistas a los que, sin embargo, se les ven demasiado las costuras (lastre perenne de sus últimos libros).
En Memorias de un Vagabundo se exhibe una creación de figuras sabiamente construidas en una expresión que es la marca de fábrica del autor en las que, sin embargo, existe una tendencia a lo ornamental aunque esto se intercala con imágenes realmente fuertes y desconcertantes.
Este procedimiento, lamentablemente, es una manía de los viejos escritores que sabiéndose maestros de su oficio inciden en creer que se puede proceder mecánicamente y eso en poesía no puede ser pues la técnica y el oficio son, desde luego, fundamentales para el ejercicio de la escritura y una prueba de distinción ante los entusiastas, pero siempre debe haber un espacio de trascendencia en el que la técnica solo sea un instrumento o una plataforma desde la que se pueda atisbar u otear el reino de lo absoluto.
En este libro estos atisbos están presentes en cada poema, pero solo en algunas líneas que luego se resienten por encabalgamientos más o menos forzados. Para muestra un botón dado que en mi criterio solo las partes expuestas en mayúsculas sirven en tanto que el resto es un puro armazón. Veamos: «en este camino donde la niebla se desvanece/ como los mensajes en los arrecifes de la luna/ quiero estar seguro de poder grabar mi nombre en alguna parte/ abrazar a alguien en algún lugar secreto de los cielos/ no sentir que hoy es el fin del mundo/ entre las nieves inesperadas de los vientos/ para despedirme tranquilamente de los sueños/ de la soledad y de la luz de las colinas/ y no sentir que el aire infatigable del otoño/ es el único espacio milagroso de los ríos/ porque para mi el tiempo es demasiado largo/ para esperar un día».
El mérito del libro y del autor es, sin embargo, la persistencia en la escritura y en la vida que nos una suerte de interrogación cruda y dura respecto de la evasión del autoexterminio.
Al terminar el libro uno tiene la inquietud de preguntar, por qué y para qué escribir y para qué vivir si todo es un desastre… Las respuestas de Juan Cristóbal, en todo caso, constan y se cuentan (y cantan) en el libro que comentamos ahora mismo.
Pese a todo, hay una sombra de amor que no puede erradicar la soledad y hace más difícil todo dado que amor y pasión, obviamente, no son sinónimos. Este es un hallazgo, dado que, hasta donde recuerdo en este momento, el poeta ha mostrado muy poco su vena amatoria. Esta vez desde la máscara de un vagabundo nos ofrece el siguiente esbozo altamente disfrutable en las partes signadas por mayúsculas: «6-A/ no sabía que decirte/ cuando te veía caminar/ andrajosamente por las calles/ y las palabras se me atascaban/ en la calidez inexpresable de la noche/ en ese ramo de azucenas que cargaba/ como un pedazo de carbón entre mis manos/ por eso cuando te vi sentada esa tarde/ en los muros inquebrantables de los parques/ dando de comer a las palomas/ no quise ni siquiera mirarte/ en las hojas inconfundibles del otoño/ para que sólo las flores y solamente las flores/ y los niños que resucitaban en el alba/ me conversaran de tu hermosura/ y de la confusión entristecida de tus pasos// 6-B/ pero no me olvides/ escríbeme palabras que pueda comprender/ un mendigo en su silencio/ pues lo que digas o calles/ escuchando la música eterna de los cielos/ será para mi como un espejo inmaculado entre las nubes/ y a pesar que no se bailar ni soñar/ ni plantar flores en los recuerdos leves de los parques/ quiero ser -para ti- ese único secreto/ capaz de vencer a esas oscuras pesadillas/ que se pierden repentinamente / en la memoria inesperada de los tiempos».
La figura recurrente del niño perdido, por otro lado, es un claro indicio que si uno no se vuelve sabio en el proceso, el ejercicio de la poesía es la peor condena («¿me reconocen? soy como aquel niño/ que salía descalzo a mirar la memoria inesperada de los trigos …»).
Luego, como en buena parte de su obra se manifiesta la presencia de elementos paranormales o la corporización de fuerzas espirituales (ángeles, fantasmas, la Muerte…) que explican el contenido y la forma de la poesía. Por ejemplo, la propia Muerte le dice al poeta vagabundo de la primera sección de este libro «La poesía es (…) un árbol derribado/ una iglesia abrazándonos en los últimos rincones del invierno/ mintiéndonos entre esas sombras atrapadas por los patios/ como aquellas hogueras que se apagan/ lentamente entre los consejos desventurados de los años».
Probablemente la vejez, la decrepitud y la falta de fuerza para matarse uno mismo sean los móviles del poemario. Tal es así que hay constantes líneas que abordan estas condiciones a las que se aúna una forma de resignación para nada estoica sino claudicante aunque no exenta de belleza; «nos abandonaremos en la noche/ …y no seremos nadie detrás de los arbustos/(…)/ viviremos para morir como mueren los recuerdos/ ocultando nuestras penas y los silbidos antiguos de las hojas».
Se desdobla en la figura del vagabundo (del nadie) y sus recuerdos están tan poblados de pasajes de ensueño como tenues pesadillas y una reincidente forma de desolación.
Luego, se pasa de la figura del vagabundo a la del sobreviviente y empieza la segunda parte del libro. Pero, no son sólo dos partes sino dos libros totalmente opuestos o dos formas muy distintas de dar testimonio de sus últimos días.
En todo caso, en una exhibe su propia desolación individual (a través de la figura del vagabundo) y en la otra (a través de la figura del sobreviviente) expone la devastación del país desde la perspectiva de unos buenos propósitos cívicos totalmente irrealizables pese a ser el mínimo exigible a cualquier estado republicano y democrático
Ni siquiera atisba una utopía irrealizable sino que se hace irrealizable en el grado mínimo de la sensatez y la eficiencia y esa es la más exacta radiografía del Perú en este momento.
En esta sección se nos enrostra que el destino del Perú, probablemente sea «la carta de un náufrago olvidado, donde no hay ninguna estrella o escritura». Una aceptación durísima para alguien que durante toda su vida confió en lograr una transformación radical de la sociedad, la autoconfesión de la mayor derrota de su generación.
Pese a ello, en esta parte se nos muestra muchos aspectos muy positivos del oficio de Juan Cristóbal pues pese a los defectos mencionados en un primer término, hallamos figuras muy bien logradas y transcribiremos algunas de ellas no sin antes exponer que muchas veces nos ha parecido que en la poesía peruana la falta de imaginación es una marca congénita, pero, por suerte de todos los lectores, aún existen los surrealistas y la poesía paradójica de Juan Cristóbal:
«… como si viéramos pelícanos muertos rodar por las sombras invisibles de los vientos,…, ¿hasta cuándo, dios mío, esta ausencia nos llenará de preguntas y peligros?…»
«…hablándonos desde una línea del tiempo que no existe y de la cual no escuchamos nada (..) , sólo vemos al joven psicópata arrojándose al abismo, descifrando mensajes en el aire que no entiende, porque las golondrinas ya se han llevado su alma, a un sitio, donde sólo hay alambres enredados naciendo en la luz peligrosa de las púas.»
«trato de descifrar las palabras que me llegan desde las ventanas indescifrables de la luna…»
«todos los sueños se han apagado en las canciones envejecidas del lodo, como aquellas calaveras que se hunden, inevitablemente, en charcos de sangre, tal a esos electroshocks que tranquilamente nos esperan en los cementerios desfigurados del alba.»
«mi único interés es cansarme de esta vida, y mirar a la lluvia caer sobre los miradas deshechas de la noche”.
«mi sueño es una galería encerrada entre el naufragio inevitable de los fuegos…»
«ser lo que siempre quisimos ser cuando llegaban las lluvias: un silencio atrapado en la orfandad de los muros.»
Pese a estas figuras la manía decorativa las arruina desde el texto total y solo así, aisladamente, se puede disfrutar de todas ellas.
Finalmente, como sostuvimos en un principio, Juan Cristóbal, muy dueño de sus recursos de estilo, ha insistido en repetirse una y otra vez quizás incidiendo en variaciones apenas perceptibles y ha producido otro libro confundible con cualquiera de sus últimos volúmenes.
Sin embargo, pese a que no experimenta más en la forma ni en el lenguaje, actividades en las que ha demostrado maestría en diferentes libros, sí ahonda y no deja de ahondar en el sentimiento y la pasión ciertamente doliente de su madurez y de su ocaso, ante el que no se resigna a abandonar a la amante cruel y divina y dulce a la que siempre ha estado renunciando en el curso de las últimas décadas en las que cada vez que sale un nuevo libro suyo anuncia que se ha «retirado» de la poesía.
Ante todo lo expuesto aventuro una regla de apreciación muy personal:
«Toda la gran poesía nos debe hacer sentir tan valientes como si ante la mayor adversidad tuviéramos siquiera un puñado de versos que entonados como un canto nos han de servir, tan siquiera, para romperle la cara al destino».
En Desmemorias del Tiempo, en cambio, lo único que se ha roto es la propia poética del autor harta de repetirse una y otra vez como una imagen peregrina en la sala de espejos más embrujada del mundo.