Escribe: Gabriel Rimachi Sialer
Un joven con depresión intenta suicidarse lanzándose de un puente peatonal en Villa El Salvador, pero queda (quizá arrepentido) colgado de la baranda, aferradas sus manos a los fríos fierros amarillos del puente, cuando unos transeúntes intentan ayudarlo. El muchacho llora mientras un grupo de personas le pide que no se mate, que la vida en este país que devora a sus mejores hijos aún vale la pena. Curiosamente, ha salido el sol en una ciudad que siempre está gris.
Uno de los orientadores
de buses que está abajo levanta la vista y ve cuando el muchacho se descuelga
por la baranda. Entonces no lo piensa, porque estos actos heroicos no se piensan, y agitando los brazos cruza la autopista
y entre el reclamo de conductores y el sonido de los cláxones, logra detener el
tráfico. A lo lejos un chofer de la línea morada que va por el carril derecho,
ve al muchacho colgando del puente y acelera para cruzarse a la vía izquierda,
ponerse de costado y detenerse. El cobrador sube al techo para coger los pies
del suicida y alguien más -quizá un pasajero- sube también al techo del bus para
ayudar. Y lo rescatan.
El chico parece desmayarse cuando ya lo tienen seguro, cuando ya sus
manos han soltado los fierros del puente y su cuerpo ha caído. Extiende
entonces los brazos y sus piernas caen a un costado, su cabeza también, pero es
recibido con mucho cuidado. Es la imagen de un Cristo al que bajan de la cruz (de
su cruz personal). Y entonces se desmaya. No debe tener ni treinta años pero sí
una inmensa soledad y una infinita desesperación.
En todo el ambiente ya no hay más sonido que el de los motores
esperando, y la certeza de que aún hay gente que se preocupa por los demás y que
corre a prestar ayuda así tenga que ponerse en medio de una autopista y detener
por unos minutos a todos los demás, y eso tiene que aplaudirse.