Por Hélard Fuentes Pastor
Vive en el lugar más insospechado de la ciudad. A la altura de una calle tan singular por el bullicio de sus intersecciones y la soledad de la noche, entre los fríos carteles de las funerarias y la recrudecida sombra de un hospital.
A pesar de lo que implica vivir allí, constantes cefaleas y jaquecas, más aún en medio de una crisis sanitaria; siempre encuentra la manera de sonreír y sacar vuelta al sonido exasperante, incluso escalofriante de las sirenas que trajinan hasta su último destino, en la puerta del nosocomio «Carlos A. Seguín Escobedo».
Pensándolo bien, aquella habitación –no muy distante de otras que colindan con la muerte–, se ha vuelto su lugar de meditación. Ahí guarda los sentimientos más sibilinos de esta sociedad. Para satisfacción propia y temor de muchos, conoce los secretos de una ciudad profundamente católica y moralista, pero homosexual a sus adentros. Un perfil extraño, tantas veces negado, que se revela en atardeceres sexualizados y parece un insulto a la reciedumbre del león.
Ninguno como él, ha recorrido las eternas calles de Arequipa. Ha conocido el sillar hasta en el tono más gris y rosa. Decimos gris, por las sombras con las que ha lidiado para sobrevivir durante la pandemia, y rosa, por el sin número de hombres pasivos a quienes ha descubierto entre las sábanas; por supuesto, exhibiendo esos pectorales griegos, esculpidos por el mismo Zeus y que son resultado de intensas jornadas en el gimnasio.
Sus confidentes son un par de gatos. Dos machitos color plata que todas las noches –después del trabajo– lo reciben, inquietos y juguetones. Por un momento, olvida el calvario que lo alejó de su familia hace tres años, y observa con la esperanza de quién ha encontrado un nuevo hogar –a miles de kilómetros de su patria– en la Ciudad Blanca.
Su habitación –hemos dicho– está llena de recuerdos. Hay un sin número de fotografías pegadas en el ropero que revelan el tremendo amor por su familia; su madre, sobre todo, con quién se reporta al llegar a casa:
– ¡Todo va bien mamá!, ¡disculpa! No te pude llamar antes.
Aunque tiene un trabajo estable, gana un dinero extra como escort o acompañante remunerado.
– ¿Eres dotado? –le preguntan–. Así inicia el interrogatorio previo a todo encuentro.
Él, no presume. No es jactancioso. Solo se ríe mirando de soslayo.
De pronto, nos cuenta que exige el pago sobre un velador o en el aparador más próximo porque no falta el ‘sapo’ o ‘vivo’ que quiera aprovecharse.
– Ya me pasó una vez y no se volverá a repetir… –advierte–.
A diferencia de sus pares, también dedicados a brindar dicho servicio, cuida mucho su cuerpo e intimidad. No le agradan las situaciones incómodas, demandantes o riesgosas como el beso negro, la lluvia dorada o la felación, a no ser que se trate de alguien de confianza, por ejemplo, un enamorado.
– A lo mucho he llegado a los besos normales, chupos y caricias.
– Con tu actividad, ¿no te da miedo contagiarte de algo? –le insistimos varias veces–.
– ¡Claro! Pero siempre me cuido. ¡Yo no lo hago sin condón! –reafirma–.
Aunque cualquiera puede pensar que ha tenido una infinidad de relaciones sexuales, no es así. Él es muy selectivo con la clientela y no siempre lo llaman para tener sexo, sino por cuestión de morbo.
– ¡Arequipa es recontra maricona! –aludimos–.
– ¡Si supieras…! Lo confirma con una mordacidad que se escapa entre dientes.
Después, nos comenta que nadie se resiste a un escort, sobre todo, cuando llega el fin de semana y la libido despierta intensos deseos en toda persona, incluso en la más nerviosa y tímida.
El teléfono suena muchas veces. Si no son llamadas, son mensajes de texto. En algunas oportunidades se trata de un personaje importante, un político o empresario. En otras, sencillamente, hombres casados que no toleran a sus esposas ni la rutina de sus matrimonios.
Lo cierto es que se viste con prisa y si acaso resulta fatigante o estresante, solo deja de hacerlo.
– A veces pagan bien, otras regatean mucho.
Hay quienes solo quieren darle 40 soles y ha llegado a cobrar hasta 200 por una hora. La tarifa depende del tiempo y de la persona.
Al término de la cita, algunos ni siquiera se despiden y otros son más atentos, se encariñan y le compran obsequios: ropa, lentes, relojes, gorras… No importa. Todo regalo es bienvenido como también es bienvenida la noche.
Propiamente ha perdido su dejo. Apenas se le escucha el acento maracucho de un hombre de treinta y tantos años, encarando los desencuentros de la vida y de su oficio.
Con él y muchos de sus pares, el viejo oficio de nuestra humanidad está más presente que nunca, pero ahora ha dejado en el pasado, un tabú igual de arcaico cuando se creía que únicamente las mujeres podían cobrar.
Entonces, ¿¡sí hay clientes!?
– Los suficientes como para todos los escort que viven aquí o llegan de diferentes lugares.
Algunos –como hemos dicho– más atrevidos que él, muestran el rostro y la verga en páginas web de citas o mensajes privados de Grindr. Otros muy reservados, apenas exhiben la silueta del cuerpo. Nuestro entrevistado es uno de los últimos.
¡Eso sí! Todos los escort dispuestos a voltear al más activo.
– Los activos, con los escort, acaban de pasivos –nos explica–.
– ¡Por el tamaño! –pensamos en voz alta–.
No lo confirma, tampoco lo niega.
– ¡Este de aquí es como el Misti! Afirma socarronamente.
Mientras se ríe, le preguntamos por su opción.
La verdad, no parece gay; pero a diferencia de muchos, él no tiene duda de su orientación sexual.
En algún momento, se ha enamorado y ha descubierto la morbosidad de los arequipeños: golpes, cachetadas, escupitajos y toda clase de fetiches. Un sexo salvaje que explora las esquinas más profundas del placer.
A pesar de ello, no todo juego y menos sí es dentro del oficio, resulta estimulante.
– Lo más asqueroso es hacerlo con alguien mayor.
Así fue su primera vez en este mundo y tuvo que armarse de valor para satisfacerlo, o, en otra ocasión que lo llamaron para un trío y el tercero en cuestión era más ‘tío’ que quién lo contrató.
Algunos son de 40, otros de 60 o 70 años. ¡Qué más da! Al final nunca se sabe en esta ciudad de abrazos inesperados, risas disimuladas o miradas siniestras, que luego se refugian en las tonalidades grises de un frotispicio de sillar.