El Perú tolera a sus verdugos y violadores, y no sólo los tolera, sino que, a algunos, además, los encumbra al rango de “padres de la patria”. Alberto Fujimori es el más reciente ejemplo de ello y aunque no es el origen de tan despreciable y triste costumbre, ya que Sánchez Cerro y Odría le antecedieron, sí es el que rebasó todo marco y toda forma de mal en el ejercicio del gobierno de nuestro país, a tal extremo que es considerado uno de los diez gobernantes más corruptos del mundo contemporáneo.
En este sentido, indultar a Fujimori seria legitimar todas las acciones que realizó cuando ejerció el gobierno de este país, acto que ningún demócrata ni persona de bien podría tolerar bajo riesgo de verse infectado por tanta podredumbre y peste. Bien visto, este indulto sólo sería formalizar lo que es una realidad atroz en nuestra sociedad, es decir, la fujimorización absoluta de la misma.
Un ejemplo entre miles, además, de la despreciable mayoría de Fuerza Popular en el actual “Congreso”, es el que nos ha brindado el reciente chuponeo del ex contralor Alarcón en detrimento de la supuesta honorabilidad de los ministros que defendieron, intensamente, casi hasta el extremo de incurrir en coacción, el proyecto Chinchero pese a lo negativo que este es para el país.
El indulto a Fujimori representaría, también, una garantía de impunidad a futuro para todos los otros ex presidentes que pudiesen incurrir en responsabilidad penal en caso se demuestren los malos manejos que realizaron durante sus respectivas gestiones. Aunque claro está, así como van las cosas es improbable que a estos individuos se les hallé culpables de nada pese a las numerosas pruebas que existen en contra suya, taimadamente aplacadas por embrollos técnicos o por la “aparente” desidia de los responsables de administrar justicia en el país.
Por ejemplo, Toledo tiene una orden de captura dictada y hasta ahora vive de lo más tranquilo, sin necesidad ni exigencia alguna de responder ante el país y todo ante la vista y paciencia de las autoridades y la ciudadanía que en su mayoría permanece impasible como de costumbre.
Cabe advertir que si sin el indulto a Fujimori, los otros ex presidentes —Alan García, Alejandro Toledo y Ollanta Humala, a quienes se debe ajusticiar en el término de la máxima brevedad posible— pasean satisfechos e impunes como si no existiesen muchos aspectos oscuros en sus respectivos gobiernos por los que hasta la fecha no se ha realizado ni una sola investigación exhaustiva y concluyente que sea distinta a una mera farsa, su serenidad y gusto si se otorgara el indulto al infame dictador sería ilimitada e inconmensurable, ya que este sería un precedente al que ellos recurrirían en caso lleguen a estar presos en algún momento, como debería ser para bienestar de nuestra dignidad nacional y el robustecimiento de la justicia, valor supremo de la historia humana y a la vez tan ignorado en el curso de nuestra turbulenta historia nacional.
Todo lo descrito se posibilita y agrava debido a la exagerada y malsana indulgencia de la que abusa el pueblo peruano, colectivo sin conciencia de sí y absolutamente sin memoria, ni ganas, ni intenciones de verse reivindicado ante los vejámenes de estos malhechores, pero, como cantaba un predicador célebre en los bajos fondos, H.L., todo tiene su final.
Si la historia juzga a Valentín Paniagua por su debilidad al no reivindicar la vigencia de la Constitución de 1979, como debía haber hecho cualquier ciudadano valiente en la posibilidad de hacerlo, según lo dispuesto en el glorioso artículo 307° —Disposición Final— de dicha Carta verdaderamente magna, lo hallará culpable de mediocridad y de falta de carácter. Para no incurrir en ese mal ejemplo, no debemos consentir que se dé la libertad a un criminal tan nefasto como Alberto Fujimori, su prisión debe ser el escarmiento que cualquier politicastro tema sufrir y afrontar si en el futuro intenta corromper y asesinar al ejercer el poder de modo dictatorial en nuestro país.
Si consintiéramos de manos cruzadas que se otorgue el indulto al terrible dictador que marcó a golpes de fuego y mediocridad la década de los noventa y cuya mala sombra aún afecta al país, la historia nos escupiría el rostro eternamente y eso es una afrenta que un individuo honorable no puede tolerar.
Por ello, este sábado 7 de julio, 85° Aniversario de la Revolución de Trujillo de 1932 y del consiguiente asesinato de miles de patriotas insurrectos en Chan-Chan debido a las órdenes de otro vil dictador, el infausto comandante Sánchez Cerro, marchemos a Palacio, y gritemos “Dictaduras, Nunca Más”, “No al Indulto al Asesino y Corrupto Supremo de la Historia Peruana”.
Post Scriptum. Somos un país enfermo y sin cura aparente, que se aferra a sus dolencias y heridas casi sin darse cuenta del daño que se hace a sí mismo, pero debemos cambiar —podemos cambiar— y preguntarnos por qué no nos duele tanto dolor, por qué no se nos han manchado las manos con tanta sangre de héroes e inocentes derramada en vano, por qué hasta ahora no hemos aprendido a ser un solo puño que golpee el rostro de nuestros verdugos hasta aniquilarlos, un solo pueblo que se defienda como una familia de verdad ante aquellos que intenten violentarla. Debemos, sobre todo, aceptarnos a nosotros mismos y defendernos, luchar de verdad, por nosotros, por nuestras familias, por nuestro país. No existe una posibilidad más digna que esta para nuestra supervivencia.