La violencia, como el acto de agredir los espacios del otro y reducirlo hasta extremos miserables, es un tema coyuntural en la raza humana. Programas como Los juegos del calamar o Breaking Bad, —que plantean la búsqueda de dinero como meta maquiavélica— o en novelas como 2666, o peruanas como La lealtad de los caníbales o Vivir abajo, nos acercan al fenómeno. La violencia se materializa en personajes que nos representan, conmueven y, al mismo tiempo, nos empujan a mirar con más nitidez nuestra realidad.
Y es que habitamos una violencia parasitaria: marcas, sicarios, asesinatos, robos, disparos, violaciones. A chorros, en huaycos, se difunde el ditirambo. No hay una calle, una cuadra del Perú donde no existan ni se sienta su hegemonía. En ese sentido, hay una industria que consume todos sus rostros: jóvenes que se “comparten” vídeos de una decapitación, otros donde se muestra un atropellado en las vías férreas. Acostumbrarnos a estos actos, todos a un clic de distancia, sin reflexionarlos, ¿acaso nos lleva a ser más indolentes? La vida se reduce a un disparo: nos volvemos animales en constante sobrevivencia.
Como mamíferos “evolucionados”, con libre albedrío, podemos canalizarla y cuestionarla, pensarla y mostrarla, pero ya no vivir al margen. Lo que nos muestran estos programas y libros es que el tema es monopólico: respiramos en las parcelas de la ciencia ficción, fantaseamos con meternos a los viajes psicodélicos, pero la realidad, como tal, es violenta. Y alguien dirá: “¿Qué es la realidad?” El Estado difunde la violencia. El derecho de estado es su modo de operar sobre el individuo. La escuela, la familia, la televisión, tu propia mente. Se cuantifica. Un político peruano dijo que “nosotros matamos menos”. Un muerto no vale nada. Dos tampoco. Digamos que setecientos mil sí valen un discurso con selfies, notas en Caretas y ágape incluido.
Pon un vídeo noticioso en Youtube ahora: una bala en las costillas del joven que defendió a su amiga; una niña muerta acurrucada entre muchas colchas; una joven profesora enterrada en el patio de su enamorado, asesino y suicida. Suenan las balas. Tal vez la violencia vino por ti.
(Columna publicada en Diario UNO)