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EL GORDO ISAAC SE ENAMORA DE “VENECA” Y LE VUELAN LA CABEZA

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Escribe: Rodolfo Ybarra

El gordo Isaac era palomilla, hábil para los negocios. De joven, en su natal Huancavelica, había sido danzante de tijeras y había cargado costales de papa. También tuvo su temporada en el infierno en una cárcel de Lima cuando una vez robó un chifa porque tenía hambre. Fueron tiempos duros que había superado a costa de trabajo y mucho esfuerzo. No obstante, trataba de moverse en el limbo de la legalidad. Así había logrado poner una cadena de barberías en Estados Unidos. Y lo mejor o lo peor vino cuando se enamoró de una joven venezolana que era menor de edad.

Ahí el gordo Isaac perdió la cabeza. Su instinto para los negocios le empezaron a fallar. Y él sabía, en el fondo, que algo estaba mal y que esa relación no iba a funcionar. Pero su damisela lo fue envolviendo, le decía que era “bello” y lo amaba locamente y que iría con él a cualquier lugar o hasta el mismo infierno. Pero el gordo Isaac estaba curtido en estas artes y no le creía nada o quizás la mitad. Total, nadie le había dicho que era “bello” ni en broma ni en sus mejores sueños. Y cómo prueba de amor (porque el amor hay que probarlo, decía él), le planteó que se hiciera un tatuaje, tal cual, con su cacharro feo y tosco y con las muelas torcidas llenas de oro.

La venezolana lo quería pasear, le dijo que no tenía ninguna marca en la piel y que le tenía miedo a las agujas y bla bla bla. Y casi lo convence. Pero esa prueba era inevitable, cuando no se puede confiar en nada, se confía en lo que tienes o lo que te queda en el pellejo, pensaba el gordo. Así que la “veneca” –ese era su mote en su nido de amor– se hizo el tatuaje en la espalda para que nadie le vea. El gordo Isaac volvió a reclamar y la “veneca” como “prueba de amor irrefutable” se tatuó el nombre del gordo en la ingle. Ya está. El rito de amor y el compromiso estaban hechos.
Para sellar la contraparte, el gordo también se marcó en el brazo izquierdo la cara angelical y el nombre de su damisela con letras orladas y en pan de oro: “K-a-i-r-e”. Imagen que lucía muy orgulloso haciendo punche y señalando con el dedo índice en un selfie. Esta es mi chibola, mi venequita, decía. Así con todos esos tatuajes, tenía en su cuerpo deforme a todas las personas que amaba, incluido a sus hijos que parecían flotar en su panza aguanosa y a otras mujeres que habían quedado bordadas en su piel a clavo y martillo, como parte de un pasado que siempre estaba presente cuando se miraba al espejo.

Lo cierto es que el gordo Isaac había decidido dejar todos los negocios en Estados Unidos y venirse a vivir con su chibola Kaire. Ya habían hablado de esto e incluso le había presentado a sus hijos para que la relación familiar se fortaleciera. Pero a Kaire, que ahora había cumplido 19 años, no le gustaba mucho la idea de tener cerca al gordo Isaac. Una cosa era estar con el hombre del dinero un par de veces al año y tener que soportar su halitosis, su cara grasienta y sus deseos del bajovientre. (“Un asco total”, le había comentado a una de sus amigas en el Facebook). Y otra, muy diferente, era vivir al lado de él toda una vida. Despertarse cara a cara con alguien que solo la había conquistado con fajos de billete y una vida holgada y de lujos. Más aún que ella, dada su juventud y belleza, tenía cientos de admiradores que la seguían y le escribían por el Wassap y le reprochaban que cómo podía estar con un hombre viejo y tan horrible. Pero, conocedor de su realidad, “billetera mata a galán”, solía repetir el gordo Isaac con una sonrisa de oreja a oreja que le dejaba caer un hilo de baba por un costado.

El día 9 de enero último, todos los canales de televisión mostraban como en el ‘McDonald’s’ del centro comercial Risso, en Lince, un sicario disparaba en la nuca a un hombre que estaba rodeado de tres bellas y esculturales mujeres. Nadie dijo nada, todos se escondieron debajo de las mesas, el guachimán no agarró a nadie y las féminas, posiblemente prostitutas, que acompañaban al gordo salieron despavoridas. Una de ellas todavía se dio el tiempo para recoger del suelo un smarphone que se le había caído a un comensal y meterlo en su cartera.

Todo había quedado grabado en la cámara de seguridad del fast food. Ahí estaban regados los sueños del gordo Isaac, sus proyectos de vida y enorme amor por sus hijos y por Kaire que todavía sonreía en uno de sus brazos y que a último momento quizás hubiera querido acariciar o acercar sus belfos. Sus dos últimos mensajes fueron: “Ya estoy en el aeropuerto, mi amor”, enviado a su “veneca”. Y “mañana estoy en Miami”, enviado a su familia.

Solo un policía de la Dirincri cuando movió la cabeza reventada del occiso, notó que sus dientes de oro, al modo de “Pedro Navaja”, resplandecían en medio de un charco de sangre y apuntó: “Isaac Hilario Huamanyalli, de 49 años, empresario, muerto a balazos por la espalda. Posible motivo del crimen: venganza o crimen pasional. Se enamoró de una ‘veneca’ y lo perdió todo”.

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