Opinión

El destructor de mundos

Lee la columna de Raúl Villavicencios

Published

on

Por Raúl Villavicencio

Según relatos de científicos cercanos al destacado físico estadounidense Robert Oppenheimer, éste, al presenciar el enorme hongo de fuego asomarse como un frenético demonio que sale desde las profundidas más oscuras del inframundo, pronunció una frase recogida del poema épico hindú Bhagavad Gita: “Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos”.

Oppie, como le decían sur colegas, eran consciente que esa prueba atómica configuraba un antes y un después para la humanidad, pues semejante poder destructivo era capaz de arrasar con toda la vida en cuestión de segundos, horas, o tal vez años, tal como sucedió con las víctimas de Hiroshima y Nagasaki.

Ese artefacto de aniquilación masiva representaba tanto la capacidad inventiva del ser humano como los impulsos más retorcidos y perversos de dominación total. Era, en pocas palabras, el punto final para cualquier discusión entre las naciones.

La brillantez del físico de orígenes judíos podía ver a través de esa enorme detonación, como si esa explosión apocalíptica ocurriera dentro de su propia mente. Sabía a la perfección lo que iba a llegar en los años posteriores; no solo el final de una guerra, sino que ahora los demás países iban a pugnar por hacerse con tan devastadora tecnología, el inicio de una “guerra fría” y los tratados que iban a realizar los humanos solamente para no acabar autodestruyéndose.

Como toda mente sobresaliente, Oppie podía ver más allá de lo evidente. Intuía, a base de sus estudios científicos, los resultados de ese germen mortífero, lo que podía causarle a la gente el contacto excesivo con los elementos químicos utilizados para la elaboración de la bomba atómica. Podía avizorar el deterioro del organismo, los lamentos y los silencios, la piel cayendo como hojas secas, los estruendosos gritos de los desdichados, el clamor de los huesos calcinados, o la última respiración de algunos.

El destino lo había colocado como un emisario de la muerte. Era él, y su inmenso grupo de científicos, o la desquiciada intención totalitaria de Hitler que habría hecho uso desmedido de esa arma de uranio enriquecido. Otra sería la historia, pero le tocó a él colocarse esa insignia imaginaria que lo identifique para siempre como el responsable de dar cuerda a un reloj que va caminando lentamente hacia su hora final.

(Columna publicada en Diario UNO)

Comentarios
Click to comment

Trending

Exit mobile version