Hace veinte años la estatua de Pizarro fue execrada de la plazoleta contigua al Palacio de Gobierno. Seguramente, se creyó que así se robustecería la imagen de un nuevo Perú propiciada por el vil bufón que es (y que siempre fue) Alejandro Toledo, aunque realmente el responsable del retiro fue el oprobioso exalcalde de Lima, Luis Castañeda Lossio.
Dicha infamia fue el mayor error posible y un atentado contra el país no solo por la evidente incapacidad moral y mental del ex presidente chakano respecto de representar cualquier cosa en torno al Perú (lo mismo puede decirse de Castañeda, solo que a este nunca ningún enajenado le llamó «Pachacutec» —como habrá ardido el magnífico cuzqueño en el caso que hubiese sabido que endilgaban su nombre a un pobre diablo—) sino porque no puede forjarse un cambio de identidad a través de la mutilación y de la farsa. En su reemplazo, sin embargo, se impuso una bandera a la que ningún politicastro dejó de injuriar, denigrar y estuprar en todo el curso del presente siglo.
Entonces, es inútil que se mantenga la bandera en esta plazoleta y, peor aún, sería un error mucho más grave volver a poner una sola estatua en ese lugar siendo que el Perú, aunque es uno, es, también, trino en líneas generales, es decir, indio, español y mestizo (sobre todo, esto último).
Por lo tanto, en el otrora pedestal del viejo Francisco Pizarro debería exponerse un conjunto triple con gente de altísimos nombres y dignos de ser honrados por el pueblo para que de una vez se entienda la necesidad de unificar la idea de una identidad nacional que sirva a todos los peruanos ya sin resentimientos de ningún tipo.
Es decir que, en esta plazoleta, antiguamente denominada Perú, deben ser entronizados un indio, un español y un mestizo, todos con aspectos dominantes e imperiales. Podrían ser Cahuide, Almagro El Mozo y Domingo Nieto, tres caracteres soberbios no exentos de un hondo sentido trágico que nada resta a la muy merecida gloria de cada uno; tres personajes que todo peruano debería tener presente siempre para no sentirse avergonzado sino en pleno ejercicio de rebeldía ante la mediocre identidad que le ha sido proporcionada por dos siglos de estulticia criolla y un siglo de ceguera pseudoreinvindicacionista proindia sin fundamentos.
En síntesis, en esta plazoleta y en el imaginario de todo peruano, debería habitar un indio corajudo e inmensamente soberbio, un héroe invencible que prefirió matarse antes de que un enemigo al que consideraba inferior le pusiera una mano encima; un mestizo glorioso que fue el primero en su género en regir al país desde la rebeldía, claramente, y que aunque perdió fue siempre ambicioso y valiente a tal punto que desafió a la misma corona que propició la invasión en el tiempo de su padre (otro héroe trágico) y contó, además, con el aval de los bravos Caballeros de la Capa y, finalmente, un prohombre de la República de quien solo podía esperarse grandes cosas si tan solo hubiera vivido un poco más, gran personaje que, en todo caso, solo puede producir orgullo en todo aquel que piense en él como modelo de acción ética-épica y como emblema de amor por la patria.
Esta sería una excelente forma de ir retomando la grandeza que siempre ha merecido el Perú. No debemos esperar más para poner en orden al país.