El búho insomne / J. Rosas Ribeyro

EL DERECHO A LA PEREZA

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César Moro en la playa

Hace muchos años, en Lima, un grupo de amigos interesados por la literatura, las artes plásticas y el cine, publicamos una revista que reivindicó el espíritu de El uso de la palabra, que sacaron César Moro y Emilio Adolfo Westphalen en 1933. De aquella revista surrealista y combativa sólo apareció un número, por lo cual la nuestra la editamos como número 2, gran atrevimiento. Y suscribimos en ella cabalmente aquel bello manifiesto de Moro «contra el arte adormidera, por el arte quitasueño».

Éramos cuatro los mosqueteros de esta insolencia y, entre ellos, Heddy Honigmann, quien después estudiaría cine en Italia, radicaría en Holanda y realizaría algunos excelentes documentales, de los cuales dos los filmó en el Perú: Metal y melancolía y El olvido. Y, precisamente, extraigo ahora del olvido un hecho que ocurrió en ese momento. Con el espíritu rebelde heredado de nuestros predecesores proclamamos el derecho a la pereza, el cual había sido defendido en 1880 nada menos que por el yerno de Karl Marx, el mulato, nacido en Santiago de Cuba, Paul Lafargue. En su famoso panfleto El derecho a la pereza, éste les dice a los obreros del mundo entero que entregar totalmente su vida al trabajo “es la peor calamidad que viene sufriendo la humanidad”.

En la visión de Lafargue, la pereza deja de ser solamente un rechazo individual a someterse al engranaje social, para convertirse en un arma de liberación de todos aquellos que están condenados a trabajar no para enriquecer su inteligencia, su sensibilidad, su creatividad, su gusto por la vida, sino para enriquecer a los patrones e inversionistas de las empresas. “Oh pereza, madre de las artes y de las virtudes nobles, eres el bálsamo de las angustias humanas”, escribió quien fuera marido de Laura Marx.

Contó también en nuestra decisión de revivir en El uso de la palabra N°2 el derecho a la pereza, que ésta (a veces llamada ocio) sea considerada por el cristianismo como uno de los siete pecados capitales y, en cierta forma, el peor de todos, ya que engendra otro que también lleva directamente al infierno: la lujuria.

Poco después de que nuestra humilde revista saliera a la venta apareció en un diario limeño una encendida y demoledora diatriba, de perfecto corte estalinista y puritano, escrita por un poeta que todavía está vivo aunque hace años que ya parece muerto. En nombre del socialismo aquel poeta, que nunca fue proletario pero siempre sectario, nos condenaba al infierno, igual como lo hubiera hecho cualquier autoridad del Vaticano o cura de parroquia. En pocas palabras decía que la pereza era la madre de todos los vicios y que el socialismo (su socialismo tan triste como autoritario) rendía culto al trabajo. Lo que omitía decir aquel poeta es que este “culto” en los países del llamado “socialismo real” había llevado a organizar campos de trabajos forzados y a establecer condiciones laborales inhumanas en nombre, nada menos, que de la revolución proletaria.

Recuerdo esto ahora porque en el diario francés Libération leo una entrevista con el historiador André Rauch, quien acaba de publicar Paresse, histoire d’un pêché capital (Pereza, historia de un pecado capital) con las ediciones Armand Collin, especializada en estudios universitarios. “Mencionar en su curriculum una tesis sobre la pereza no ayuda para obtener un puesto en la universidad”, dice bromeando Rauch, pero cuanta verdad hay en esa broma, pues siguen siendo grandes los prejuicios en lo que atañe a la pereza. El historiador cita al filósofo Raoul Vaneigem, quien fuera miembro de la Internacional Situacionista. En su Elogio de la pereza, de 1996, éste dice: en un mundo en el que nada se obtiene sin el trabajo y la astucia “la pereza parece ser una debilidad, una estupidez, una falta, un error de cálculo”,  cuando, en verdad, puede y debe ser una base para la reflexión, la creación, el desarrollo de la imaginación.

Hoy por hoy, reivindicar el derecho a la pereza presenta un problema suplementario que es el desarrollo de lo que se llama la industria del ocio. Esta “pereza industrial” que se presenta como una oferta de felicidad y dicha para quien pueda pagársela, conjuga, según Rauch, “apatía, pasividad y desencanto”. A menudo en la  publicidad se la ilustra con la imagen de la siesta en una hamaca, al pie de una palmera.  Pero para el historiador esa es una visión bastante falsa ya que se trata más bien de “un sueño que refleja resignación y capitulación”. En cambio, para que la pereza sea enriquecedora y no una adhesión ciega al consumismo “es necesario liberarse también de las prescripciones de la industria del ocio.”

Volviendo a la frase de Moro que retomamos de El uso de la palabra y que citaba al empezar esta nota podría decir yo ahora: “contra una pereza adormidera, por una pereza quitasueño”.

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