Algo de lo que siempre viene acompañado la genialidad es de la hermosa locura, aquello que apasiona nuestros sentidos y nos sumerge en visiones oníricas, tomarnos ese respiro que nos aleja de los límites terrenales. Víctor Humareda fue un genio de la pintura, de piel romántica, de ojos llenos de locura y de sonrisa ebria de colores. Un artista que vivió entre el caos de la urbe, en medio de la informalidad, donde la costa, sierra y la selva se juntan con sus personajes y costumbres, donde el plato fuerte es de siete colores, y la tía veneno te espera con una sonrisa. Humareda experimentó el placer de comer en carreta, de conversar con su taza de té o manzanilla acompañado de maestros alcohólicos y, de putear como animal salvaje, un artista que vivió en su taller y hogar ubicado en el hotel Lima rodeado del surrealismo de la famosa ‘PARADA’.
De ese niño que nació en Lampa, Puno (1920) sólo quedó el recuerdo, en 1946 terminó sus estudios en Bellas Artes. Fue su pasión por la pintura y su experiencia en sus viajes lo que terminaron convirtiéndolo en uno de los personajes afrancesados de Lima, primero Argentina luego España y de allí rumbo a Francia, país que lo seducía pero que viviendo en sus entrañas sintió el sabor amargo de la desilusión.
Víctor Humareda era un dandy, un artista intelectual que le encantaba pensar y conversar desde su sillón de Sócrates, la miseria material que lo rodeaba le permitía percibir el mundo y sentirlo profundamente, con una filosofía socrática.
Sus arlequines es recurrente en su pintura, un amante de Lima, que retrata sus lugares, calles, rincones, que su memoria guardo fielmente. Enrique Polanco lo visitaba seguido, seducido por su trazo y sus colores, un amigo que llenó sus soledades. Mirando el trabajo de Humareda uno se pregunta ¿Cómo quema ese pincel? Sus cuadros nos sumergen a contemplar y pensar, a sentir el color que se derrite en las pupilas.
Humareda tenía una amante, se llamó Marilyn Monroe, una habitación número 283, una medalla de Lima que se la dio el ex alcalde Alfonso Barrantes, un romanticismo que le hinchaba las venas, unas pequeñas cuentas que pagar y también una enfermedad llamada cáncer, que le quitó la voz y al final le arrebató el soplo de vida.
Falleció en 1986 en la sala de emergencia del Hospital Neoplásicas a las 3:00 a.m., curiosamente hora en que la tierra está más fría.