Ninguna decadencia ocurre de la noche a la mañana. Toda descomposición tiene un proceso. El problema en el Perú es la adicción al corto plazo y el corto plazo, aunque la ciencia no lo sepa, produce una ceguera que impide percibir que se están repitiendo los errores una y otra vez. El actual Congreso es el producto deforme de un proceso que se inició entre 1989 y 1990 cuando, sucesivamente, Ricardo Belmont y Alberto Fujimori se convirtieron en Alcalde y Presidente de la República.
Los académicos bautizaron aquellos dos episodios como el fenómeno Outsider, un fenómeno que modificó radicalmente el contenido de las campañas políticas y la elección de autoridades. No fue un cambio favorable porque terminó destruyendo la escasa institucionalidad que existía y abrió las puertas de par en par a la nociva informalidad. El mensaje perverso fue éste: si un dicharachero conductor de televisión o un desconocido subido a un tractor podían ocupar los más altos cargos, entonces cualquiera podía ser candidato y apostar a la lotería política. En un país de excesiva informalidad, los aventureros se dieron cuenta de que el Congreso ofrecía 130 vacantes para un trabajo fijo con alto sueldo y gollerías. Otros, más ladinos, percibieron que, llegando a ese cargo, podían multiplicar los ingresos a través de la corrupción.
La turba congresal de hoy es fruto de un largo proceso que lleva tres décadas. No se generan de un día para otro parlamentarios que, sometidos a la comparación, logren la proeza de que Becerril o Bartra parezcan mejores que ellos. Son los fantoches producidos por un país informal que olvidó la educación y la cultura y que ha tenido en los últimos treinta años medios de comunicación masivos dedicados a difundir ignorancia bajo el slogan “Eso es lo que le gusta a la gente”. En el ámbito de la televisión política no es una casualidad que Mónica Delta, con 31 años de carrera, o Federico Salazar, con 27 años en pantalla, sean cortesanos de los outsiders o que Mávila Huertas con un cuarto de siglo de maquillaje a cuestas, se preste para poner en escena un guión disfrazado de entrevista a Richard Swing.
Tres décadas de disparates hacen posible que dos pérfidos bobos hayan pretendido dar un golpe de Estado disfrazados de constitucionalistas. Manuel Arturo Merino de Lama, a pesar de ser tres veces electo congresista nunca logró aprender ni siquiera los principios básicos de la mala política y pretendió buscar la complicidad de las Fuerzas Armadas vía ¡mensajes de whatsapp¡ olvidando que hasta en el juego de mesa llamado Conspirador la carta clave es la del secreto. Su socio, el congresista Edgar Arnold Alarcón Tejada, autor de la frase “¡Tanto ruido por cinco milloncitos!”y aficionado a las grabaciones clandestinas, se consiguió un operador que cuando se conozca quién es se entenderá a cabalidad toda la farsa que montaron.
Si los dos mencionados son las figuras del Parlamento —Presidente del Congreso y Presidente de la Comisión de Fiscalización— se puede entender, con espanto, que la barbarie del populismo —iniciada por el presidente Vizcarra— esté diseminada por todos los escaños virtuales. En pleno siglo XXI solamente individuos de supina ignorancia pueden pretender destruir la estabilidad fiscal del país sin entender que sus actos irracionales dañarán, incluso, el pan de sus propios hijos. Vocingleros y altaneros, se exhiben como los que descubren el dinero ajeno y quieren dilapidarlo mientras el Perú encabeza la lista de las economías destruidas.
El Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo son, hoy, las dos caras impresentables de una misma moneda sin valor. A esto hemos llegado porque renunciamos a ser ciudadanos con dignidad al punto de entregar el voto por una falsa promesa o un taper con diez soles. Preocupados en odiarnos nos olvidamos de razonar. Ocupados en descalificar con clichés al que piensa distinto, dejamos el aprendizaje a un lado y elegimos el inútil sendero de las pasiones. Así llegamos a que cada acto electoral se convierta en una plegaria en la que pedimos que la autoridad electa ojalá destruya lo menos posible lo poco que hemos logrado edificar.
Hemos llegado así a esta dura, triste descomposición que se resume en lo siguiente: tenemos en Martín Vizcarra a un Presidente que, de acuerdo a ley, califica para una prisión por varios delitos y tenemos un Congreso que merece la clausura. Sobrevivimos, pues, sin autoridades legítimas. Como el Perú es el reino de todo lo posible (y lo imposible), la piadosa modalidad que nos habíamos inventado, aquella de elegir «el mal menor», no ha podido contener a los bárbaros atilas que se convierten en presidentes o en congresistas.