En una tradición como la poesía peruana que siempre se renueva y modifica, la voz de Bailón en A través del ser nos retrotrae frescamente a varios autores donde la búsqueda poética es un camino hacia la ontología interior. Pienso, por ejemplo, en Alberto Uretra, W. Delgado e incluso la poesía germinal y diáfana de Heraud, sin olvidar al gran Sologuren como a Eielson. Y es que el nuevo libro de Bailón la poesía termina siendo una sustancia que titila por su agudeza y brevedad:
Cargar la duda en la mano
al escribir,
en los pies
al caminar,
en los ojos…
Recorrer caminos
guiado por luces ambiguas
y tentar al destino mirando con nuestros ojos ciegos sus ojos videntes.[1]
El tono que dejan observar estos versos es de quién se interroga a sí mismo como estro (o leitmotiv) de su propuesta poética. Tal y como sustenta el título del poemario, hay un caminar y recorrer ideas que descubren la máscara solidificada con versos y metáforas. La máscara que, frente al dilema de la muerte, no tiene sino la verdad de una confesión que suena ya de Perogrullo aunque siempre termina dando en el blanco.
Existo en lo que no existe.
La muerte es mi realidad.
La vida se ha detenido en un desierto sin historia.[2]
Entonces apreciamos que la búsqueda de este poemario es el camino del conocimiento, donde el poeta es un río que se abre a diálogos y descubrimientos, que contempla la muerte como una dimensión de la que no puede escapar, aunque sí asumir con tranquilidad y luminosidad; y es que, en el angosto camino del vivir la muerte termina siendo un paisaje ineludible de quién piensa profundamente la existencia[3], y tiene la voluntad de sintetizarla.
Buscaré la luz al inicio y al final de cada muerte[4]
Por ende, este trabajo termina siendo un peregrinar de la propia mente, que se reconoce fugaz y luminosa, y breve en su “tragedia” que, sin embargo, el poeta invita a sumir desde la meditación,
Esta noche aprendí lo que es la paz y el milagro de vivir, y lo bello que es volar por un cielo despejado, y he pensado que quizá puedo ser distinto: una canción, una oración, o un sentimiento abierto al espacio.
La muerte como tema es nuclear en toda la poesía, recordemos a Vallejo o a Martín Adán, sin olvidar las lúcidas anotaciones de Juan Ojeda o los versos dedicados a sus huesos de Verástegui o los dedicados a los huesos de su padre de R. Hinostroza. O, por ejemplo, el poeta árabe Tarafa, de la época preislámica, escribió “Si el hombre lograra algún día burlar la muerte,/ por vida tuya, que eso sería como soltar una amarra/ asida por ambos cabos.” Todo este poetizar sobre la cuestión de la muerte termina con el último poema Esta Noche donde, como sugería Borges, el que muere es todos los hombres, y accede a todas las muertes.
Quiero morir esta noche, que soy Ian Curtis con un ataque de epilepsia en el escenario, que soy Jim Morrison sufriendo en el desierto, que soy Jimi Hendrix con sobredosis, que soy David Bowie matando a Ziggy Stardust, que soy Bob Dylan huyendo de todos.
Como dije al inicio, hay algo de Eielson también, ¿qué cosa? La sencillez y naturalidad para expresar lo terrible y singular de la condición humana con lenguaje sencillo y lúcido; de Sologuren, en sus momentos más gozosos, ese modo de engarzar versos con aplomo y lucidez. En todo caso, la tradición se refleja en estos versos de modo natural y consecuente, sin que su peso socave la frescura de la propuesta.
En tiempos donde lo caótico y nihilista es la verdad del consumo y el capital, abordar esta silenciosa y serena poética es recordar que —como sugería Heidegger y Cernuda — el poeta es el que tiene la tarea de ver la realidad. Y no solo la exterior, sino precisamente la que nace, como un viaje a través del ser, de la realidad interior.
Libro entonces de meditado pulso poético, sereno y breve como el viento que brinca y retoza entre las hojas del eucalipto.
[3] Algunos, como Roberto Arlt dirían: —¿Para qué afanarse en estériles luchas, si al final del camino se encuentra como todo premio un sepulcro profundo y una nada infinita?