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El Bar de La Mancha: un lugar para ver el mundo

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Gaspar Ruiz de Castilla ha publicado no hace mucho en Lima Bar de La Mancha (Trashumantes, 20015), título que evoca aquel lugar de la meseta castellana del que el narrador del Quijote no quiere acordarse, evocación a la que contribuye el nombre del autor de este libro, de consonancia española. Pero las apariencias engañan: no se trata de ningún bar manchego, y el autor es peruanísimo, de los que estoicamente mean en esas letrinas  hediondas de los bares limeños al tiempo que les llega el eco apagado de un bolero llorón.

Este libro nació, cuenta el autor, durante un fortuito alto en una cantina de Surquillo, una de esas con rockola en el salón y con aserrín en el piso. Bar de La Mancha es un conjunto de más de un centenar de aforismos, breves y no tan breves reflexiones que, ya de por sí, lo colocan en una categoría más bien rara en las letras de nuestro país: la literatura argumentativa, que tiene en Julio Ramón Ribeyro sus más conocidos cultores con Dichos de Luder y Prosas apátridas.

Pero Ruiz de Castilla le ha dado a su libro originalidad formal y tono propios. Surge tras una fortuita visita del autor a un bar de Surquillo cuando, al ir las letrinas,  descubre una grafiti que lo deja patitieso por “encontrar en la pared un texto inesperado  en ese lugar de espanto” (p.15): un texto culto en lugar de las consabidas sandeces sexuales, políticas o futbolísticas; era una frase que citaba sin nombrarlo a Aristóteles, pero también aludía a Bartleby de Melville.

La sorpresa de Ruiz de Castilla aumenta cuando ve que la misma mano anónima había anotado “En un bar de La Mancha…” con lo que no solo le da nombre al bar sino que el autor de esos escritos es un amante de la literatura, de la ironía, de la paradoja. Ruiz de Castilla vuelve una y otra vez al bar y cada vez descubre nuevos escritos, los que copiará en una libreta y que luego publicará en forma de libro para rescatar la memoria de ese anónimo parroquiano y de esa sorprendente cantina.

Los textos transcritos por Ruiz de Castilla, y que acaso ese mismo ejercicio de copista los hace de su autoría, están pautados por la ironía y la paradoja: “Perdido, cual náufrago. Ubicado, como condenado. ¿Y tú?”  (p.35), “Los idealistas abominan de la realidad. Esta, en cambio, los adora. (Como el gato al ratón” (p.51), “Mientras más grande es una Verdad, más crece la mentira en que se convertirá con el tiempo” (p.69).

Desde luego, estas frases cortas pero caladoras nos traen a la mente a Pessoa y a un prosateur  francés como Paul Léautaud, aunque a diferencia de ellos, con una dosis de jocundidad que, en espíritu, las acerca más a las del Siglo de Oro. Le debo a Alexander Forsyth el haberme hecho descubrir este fino autor, tan preocupado por la escritura de calidad, tan ajeno al pueril afán de figuración, tan ajeno a esos jóvenes desmelenados que acampan en la literatura peruana de hoy escribiendo sobre sí mismos. Los textos  de Bar de La Mancha  cuestionan, fastidian, causan gracia, no dejan indiferente al lector, provocan releerlos, trascienden, he ahí sus méritos. Vale.

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