A ti, Güerita.
En mi altar literario personal el más alto y sagrado lugar está consagrado a San Gabo de Aracataca. Esta mañana de domingo lo he recordado con melancolía porque ayer dijo adiós a su estadía terrenal su mujer de toda la vida —cincuenta y seis años juntos—, Mercedes Barcha Pardo.
Supe de ella la primera vez que tuve en mis manos un ejemplar del libro “Los funerales de la mamá grande”. En la dedicatoria aparecía estampada esta frase: “Al cocodrilo sagrado”. Una frase enigmática es siempre un reto para un curioso lector y me tomé el afán de indagar acerca del misterio. Así supe que Gabriel García Márquez nombraba, en el inicio de sus amores, a esa muchacha de ascendencia árabe a quien el mismo día de conocerla le anunció que, en el futuro, sería su esposa. “Por aquellos días de buena fortuna me encontré por casualidad con Mercedes Barcha, la hija del boticario de Sucre a la que le había propuesto matrimonio desde sus trece años. Y al contrario de las otras veces, me aceptó por fin una invitación para bailar el domingo siguiente en el hotel del Prado”, rememoró en sus memorias el inmenso escritor dando cuenta de que su relación necesitó ser moldeada con la arcilla de la paciencia.
El hijo del telegrafista de Aracataca y la hija del boticario de Sucre se casaron un 21 de marzo de 1958 en la ciudad de Barranquilla; él con 31 años y ella con 26 tras un noviazgo de trece años que supo imponerse a las distancias y a las separaciones. Un gran amigo de Gabo, el periodista Plinio Apuleyo Mendoza cuenta que estando en Venezuela “Un día me dijo que tenía que ir a Colombia. «Me caso y vuelvo». Se fue por ocho días y regresó con una niña flaquita, con unos ojos rasgados, que no hablaba”. Esa muchacha tímida se convertiría en la mujer que hizo posible que García Márquez escriba el libro más importante en la literatura de habla hispana del siglo XX y de hoy: Cien años de soledad.
“Sin Mercedes no habría llegado a escribir el libro —refirió siempre García Márquez—. Ella se hizo cargo de la situación. Yo había comprado meses atrás un automóvil. Lo empeñé y le di a ella la plata calculando que nos alcanzaría para vivir unos seis meses. Pero yo duré año y medio escribiendo el libro. Cuando el dinero se acabó, ella no me dijo nada. Logró, no sé cómo, que el carnicero le fiara la carne, el panadero el pan y que el dueño del apartamento nos esperara nueve meses para pagarle el alquiler. Se ocupó de todo sin que yo lo supiera: inclusive de traerme cada cierto tiempo quinientas hojas de papel. Nunca faltaron aquellas quinientas hojas. Fue ella la que, una vez terminado el libro, puso el manuscrito en el correo para enviárselo a la Editorial Sudamericana”.
Ese envío fue posible de ser realizado empeñando lo último que les quedaba: el calentador que había evitado que el invierno mexicano perturbe el sol de Macondo que se había encendido en el escritorio del futuro Nobel de Literatura. Cuando despacharon el manuscrito —en dos envíos y con el error de que primero marchó la segunda parte y no la primera— Mercedes miró a su marido y le dijo una frase que solo una mujer con los pies bien sobre la tierra y que ama como se ama a los niños que siempre somos los hombres, puede decir: “Ahora lo único que falta es que esta novela sea mala”.
Era mucho más que una buena novela. Era la obra de arte de un genio y les cambió la vida para siempre. Trajo fama, dinero y confort. Esos bienes tan peligrosos para la vigencia de un matrimonio. A pesar de las abundancias materiales y los sortilegios de la vanidad, supieron remontar juntos la ardua travesía matrimonial hasta el día en que Gabo se adelantó en abril de 2014 a los 87 años de edad y ayer, 15 de agosto, ella, con esas coincidencias del universo macondiano, se fue a darle alcance cumpliendo también 87 años.
En la vida en común de García Márquez y Mercedes Barcha siempre admiré la sensatez y el realismo con que entendieron la relación de pareja. Aquel disparate del enamoramiento nunca lo tuvieron en cuenta. Gabo sostenía que ese fuego de artificio era fatal porque, en realidad, el amor se aprende y lo que hace surgir el amor constante es la complicidad que otorga la convivencia. Por eso, decía, dos desconocidos que se atrevían a unirse podían lograr estar juntos a condición de aprender a compartir. A su vez, Mercedes, en una de las dos o tres únicas entrevistas que concedió, sostuvo que “El matrimonio es como una sociedad, pero hay que ser amigos”. Con un añadido de Gabo “pero hay que ponerle trabajo; es un oficio muy jodido. Desde que uno se despierta”. Como más de uno podrá advertir la manera de pensar de Gabriel y Mercedes era muy lejana, y en nada corresponde, a la melindrosa Lima que se empeña en los rituales del fugaz enamoramiento y los disfuerzos de las apariencias.
Fueron, ellos, un muchacho y una muchacha del caribe colombiano, dos que navegaron en sus infancias por las aguas del río Magdalena, que vivieron en sus ciudades de luz y alegría —Aracataca, Magangué, Barranquilla y Cartagena de Indias—, que empezaron a construir su amor sin saber a dónde los llevaría la vida y a punta de sueños y realismo, terminaron viviendo un amor tan parecido a una novela. En el adiós de Mercedes, cuando ambos ya son ceniza de hermosos recuerdos, queda alcanzarle una rosa amarilla, como la que ponía cada día en el escritorio de su Gabriel, y decirle gracias por haber hecho posible que Gabo escriba todo lo que escribió para que nosotros tengamos donde refugiarnos.