Por: Umberto Jara
En Argentina ha ocurrido un hecho insólito. Un periodista recibió, tras su fallecimiento, homenajes reservados para las estrellas de la música o los astros del fútbol. Le han tributado homenajes a su talento, a su trayectoria y a su enorme personalidad. El hecho adquiere relevancia porque el periodismo es una de las profesiones más desprestigiadas en distintos lugares del planeta. Entonces, ¿por qué el argentino Jorge Lanata ha recibido en su patria, y en otros países, un adiós cargado de respeto y admiración?
La respuesta contiene inevitable nostalgia: murió uno de los últimos representantes del periodismo ejercido por profesionales con cultura, con seriedad en sus investigaciones y con un aporte de creatividad para convocar la atención del público.
En 1987, Lanata fundó el diario Página12. Tenía apenas 26 años de edad pero una personalidad suficiente para liderar un plantel integrado por figuras de la cultura argentina y latinoamericana: Osvaldo Soriano, Tomás Eloy Martínez, Eduardo Galeano, Osvaldo Bayer, Juan Sasturain y una larga lista de talentos.
Aquel diario, hoy convertido en una piltrafa por el kirchnerismo, brilló por su originalidad. Lanata no era un militante ni un hombre ideologizado y, por lo mismo, ajeno a la solemnidad y, más bien, cultor del humor. Dejó a un lado las proclamas y el dramatismo que tan inútilmente le encantan a la izquierda y eligió responder al poder con ingenio.
Cuando el presidente Carlos Menem concedió el indulto a los miembros de la Junta Militar de Gobierno, Página12 salió a los quioscos con su primera plana en blanco y, en medio, un pequeño texto en el que Lanata escribió: “Nada puede quedar en blanco. Ni siquiera esta hoja de papel. La historia de un país tampoco puede quedar en blanco. La memoria no puede quedar en blanco por decreto”. Muy cierto: nadie debe pretender, como el progresismo intentó también en Perú, reescribir la historia. La respuesta de Menem fue tildarlos de prensa amarilla y Lanata no respondió con solemnidades, ni editoriales ni agravios. Su diario salió bajo el nombre de Amarillo12 y todas sus páginas en color amarillo. El humor deshace al oponente más que el discurso solemne o de protesta.
Su talento, su cultura y su personalidad lo hicieron brillar en todos los géneros. Hizo prensa escrita y fue el mejor; pasó a la televisión y generó un cambio notable al alejarse del acartonado periodismo televisivo para incorporar un estilo con matices de espectáculo que atrajo al televidente. En la radio su éxito fue un ciclo de doce años en radio Mitre que ha concluido por su muerte. Cuando ingresó al oficio de escritor publicó ocho libros, uno de ellos titulado “Argentinos, quinientos años entre el cielo y el infierno”, un best seller basado en sus lecturas y su mirada sobre la historia de su país.
Si bien el adiós que le han tributado estuvo arropado de justos y emotivos homenajes, su biografía no está hecha toda de aplausos como corresponde a un hombre que decía las cosas como las pensaba. Lo elogiaron y lo odiaron. Tuvo millones de seguidores y millones de odiadores. Cuando se alejó del progresismo porque percibió la grotesca corrupción de Cristina Kirchner, le lanzaron gruesos cuestionamientos. No se inmutó.
Todo aquel que ejerce un oficio con exposición pública sabe que es algo inevitable. Habitamos sociedades irracionales ahora azuzadas por los medios de comunicación y las redes sociales que permiten la presencia de hordas de ignorantes y el ignorante lo único que sabe es juzgar, criticar o insultar. Lanata tuvo la lucidez de saber dónde estaba. Su mirada sobre la televisión es imperdible: “No hay nada peor en la humanidad que la televisión. Es peor que la guerra y las enfermedades. Te peleas a muerte por espacios de poder como si en ellos se te fuera la vida”.
Lanata, como todos, tuvo aciertos y errores y fue, además, un provocador pero los cuestionamientos hacia él no se basaron en razones sino en una característica muy de este tiempo: te elogio si piensas como yo, te insulto si piensas distinto. Si un día pensabas de una manera y luego cambiaste, te llamo traidor y si soy progresista y me criticas, entonces, te llamo facho. Detrás de estas posturas existe un absurdo autoritarismo: tienes que ser como yo quiero que seas y si no lo eres te disparo. El espectáculo de la estupidez mayor. Muy de este tiempo.
Lanata recibió ese vendaval pero nunca cambió. Fiel a sí mismo, no hizo concesiones en su estilo. Su mejor respuesta fue esta: “A mí desde que nací, todo el mundo trata de moldearme. La gente, por ejemplo, quiere que deje de fumar, pero lo que les molesta no es, en realidad, que fume, sino que no les obedezca. Nos admiran porque no nos dejamos tocar el culo en un mundo tan mierda como la televisión, pero en el fondo nos odian porque estamos ahí, refregándoles en la cara que hay tipos que pueden resistir”.
Murió apenas con 64 años. Ingresaba con frecuencia a las clínicas. Un trasplante de riñón, un infarto, diabetes. Hace un año, al superar un mes en cuidados intensivos, lo escuché decir algo conmovedor: “Se me ha perdido un mes en mi vida”. Ese era su espíritu: la vida está hecha para vivirla, no para que perdamos un mes o un día.
Me apena su muerte porque su adiós es también un adiós al que fue el hermoso oficio del periodismo hoy en extinción. Nadie dice en ninguna redacción lo que él afirmaba: “Hay que leer ficción y hay que leer poesía. ¿Por qué? Porque te vuelven mejor persona”.
Me apena también porque le tengo gratitud. Aprendí de él en los años que viví en Buenos Aires. Durante dos meses destiné horas para tomar el subte hasta la estación Perú —curiosa coincidencia—, cruzar a la avenida Belgrano 671 e ingresar al local de Página12. El jefe de archivo, Aron Cytrynblum, me permitía leer los ejemplares del periodo de Lanata y sacar copias de los brillantes artículos e informes que iba eligiendo sean de Lanata o de otros grandes de aquella redacción que hoy es tan solo un recuerdo. Así aprendíamos antes: leyendo a los que sabían.
No sé si estas líneas sirvan en este árido país. Tampoco tengo interés en su utilidad. Tan solo, si cabe, quisiera que se sientan como un abrazo a un hombre alto, gordo y talentoso, que hizo posible que durante tres décadas nos sintamos orgullosos de ejercer un oficio hoy en ruinas.