Literatura

Edgardo Rivera Martínez: El notario secreto de Jauja que aspira al encuentro cultural

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EDGARDO RIVERA MARTÍNEZ
El notario secreto de Jauja que aspira al encuentro cultural 

Escribe Orlando Mazeyra Guillén

Aunque de ascendencia arequipeña por la vía paterna, Edgardo Rivera Martínez nació en Jauja en 1933, y, tal como lo testimonia su obra capital País de Jauja —finalista del Premio Rómulo Gallegos en 1995 y considerada la mejor novela peruana publicada durante los años noventa—, él comenzó a fabular desde su adolescencia.

Si tomamos a pie juntillas las anotaciones de su álter ego —Claudio Ayala Manrique, un escritor en ciernes—, empezó a escribir, a los dieciséis años (1946) y durante sus vacaciones escolares, en unas «libretas misteriosas» que se iban amontonando en el cajón de su mesa, que su madre finge no verlas y sus familiares prefieren no preguntarle nada al respecto desde que dijo: «no me gusta hablar de ellas, pero si desean saberlo, anoto allí todo, como en un diario, incluso las historias que se me ocurren». Y gracias a «esa manía de  andar registrándolo todo», germina su vocación de notario, «pero no público sino secreto, para gloria de Jauja».

Y para gloria de Jauja y la literatura contemporánea, Rivera Martínez hizo caso a la atingencia de Antón Chéjov: «pinta bien  a tu aldea y estarás hablando al universo». Así retrató con lirismo el mundo andino con visos universales.

En 1982, con Ángel de Ocongate —ficción que genera una expectación ansiosa y confusa por el desarrollo de la historia que, como todo cuento redondo, finaliza con una rotunda sorpresa, esa que provoca en el lector un nocaut celebrado por el cronopio Julio Cortázar—, gana la primera versión del concurso El cuento de las mil palabras de la revista Caretas (el jurado en aquella oportunidad fue presidido por el premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa). El personaje de la narración plantea subrepticiamente la ciega y descabellada tentativa de los escritores, que es responder a la interrogación fundamental:  «¿quién soy,  entonces?».

Y, ¿quién es entonces Edgardo Rivera Martínez? Es, sin ápice de duda, un digno heredero y continuador de la obra arguediana. Ya en su primer libro, El unicornio, un conjunto de cuentos publicados en 1964, se erige el mestizaje como un elemento fundamental para resolver nuestros conflictos sociales: fusión de la cultura andina con la occidental. La pregunta inicial ahora plantea otra: ¿cuál es mi identidad? En muchas cosas los peruanos somos como el Ángel de Ocongate, amnésicos, y extraviados entre dos culturas —aunque hay más de dos, pero solemos dejar de lado el Perú amazónico—  que no deben rechazarse sino darse un abrazo. Ese personaje es también José María Arguedas, a caballo entre dos culturas, y sintiéndose obligado a dar cuenta de su visión del mundo a través de una estética que Rivera Martínez recoge y sabe enriquecer con soberbia singularidad.

Tarea titánica la del autor de Cuentos del Ande y la neblina de proponer un país —como lo hace el título de su selección de cuentos—, o digo mejor una realidad alterna, a través de las licencias de la ficción, que aspira a lo que el propio Rivera Martínez denomina: «encuentro cultural» entre el Ande (sierra) y la neblina (la costa representada por Lima).

Orlando Mazeyra Guillén y el maestro Edgardo Rivera Martínez

El justo y merecido reconocimiento que este año recibió en la IV Feria Internacional del Libro de Arequipa viene precedido por el ya recibido en la XVII Feria Internacional del Libro de Lima (2012).

Según lo reconoce el propio narrador, lo autobiográfico en su obra permite «no ver mi narrativa sólo como una propuesta intelectual, más a o menos  idealizadora —a lo que, por lo demás, tendría derecho—, sino también, en parte apreciable, una suerte de testimonio imaginativo, referirme a lo que, desde el punto de vista de la biculturalidad, fueron mi infancia y mi adolescencia». Estamos ante un autor que con cada uno de sus libros trata de fijar los cimientos de ese país que, balbuciente, se resiste a crecer y permanece siempre en pañales porque se olvida de plantear soluciones a sus tan mentadas fracturas sociales. Encuentro cultural, ésa esa una de las respuestas. O talvez la única solución posible.

 

Diario de Santa María (fragmento inicial)

Por Edgardo Rivera Martínez

Jauja,  lunes 11 de  marzo  de  1935.—  Comienzo  aquí  mi diario, tarde la noche y a la luz del quinqué, en mi habitación en la casa de Jauja. Debería decir que lo reanudo, porque allá en Cerro de Pasco, donde hemos residido por buen tiempo, comencé a llevar a escondidas, junto con mi cuadernito de poesías, una libreta donde anotaba las ocurrencias del día. Y lo más notable que registré fue, desde luego, lo que mi madre me anunció hace casi tres semanas, y es que, decidida como estaba desde hacía tiempo a vender la tienda que teníamos, porque le era cada vez más difícil atender allá el negocio que nos dejó  mi padre y porque ya no soportaba el frío, para irnos a vivir a nuestra tierra, había puesto un aviso y se había presentado un comprador. Volveríamos, pues, a nuestra casa, donde abriría un establecimiento comercial semejante. Me dijo también, en cuanto a mis estudios, que no me preocupara, pues en Jauja hay un colegio para señoritas y que podría estudiar allí el quinto año de secundaria, que es el que me falta. Ya no tendría, pues, que regresar a ese de Lima, el de Santa María Eufrasia, donde cursé el cuarto año, que fue bastante aburrido para mí, porque apenas si hice amigas por mi origen serrano, y por las crecientes limitaciones económicas que enfrentábamos. Dejé, pues, Lima, una semana antes de Navidad, pasé buena parte de las vacaciones en esa triste ciudad minera, y pronto recibí la grata noticia de que la íbamos a dejar, por lo cual le di un gran abrazo. No, no había nada que me retuviera en el Cerro, salvo la amistad con Yolanda, tan ocurrente, y que tiene como yo diecisiete años, pero que ha dejado por algún motivo los estudios. También quizá mi tibia e interrumpida relación con Alejandro, ese joven un poco mayor que yo. No, no me gustaba tampoco ese sitio por la pobreza que reina, y donde buena parte de los mineros están condenados a la enfermedad, si no a la muerte.

Entusiasmada, pues, dejé esas escuetas anotaciones y, a la manera de los personajes de algunas de las novelas que he leído, que no son pocas, comienzo en Jauja este diario. Sí, un verdadero diario, y es lo que hago en esta hora de la noche. Señalaré, eso sí, que no voy a anotar las ocurrencias de cada día, como hacía, en forma muy resumida, en las libretas de antes. Aquí daré cuenta de sucesos, pensamientos y deseos cuando lo merezcan, o sienta yo la necesidad de hacerlo, aunque sea un poco más tarde. Por eso resultará a veces, lo presiento, algo así como un semanario.

Debo recordar que la celebración del cumpleaños de mi madre, el 27 de febrero, no fue como debiera y yo hubiera querido, y se limitó a una cena con algunas amistades, que no dejaron de lamentar que nos marcháramos. Yo le dediqué una carta muy cariñosa, expresándole mi gratitud y mis mejores deseos, y le regalé unos aretes que le había comprado en Lima. ¡Cuánto nos emocionamos!

Colaboré en lo que pude en los afanes del traspaso del local y del negocio, que es de telas y prendas, así como en la venta de los muebles y en otras cosas. En esos menesteres fui una mañana con un encargo al bazar del señor Tafur, donde  por feliz casualidad había en una vitrina un cuaderno muy bonito, con un broche y con una cadenita que daba la vuelta a las tapas. Más aún, en la portada se leía, en letras doradas: Diario. Me interesé por supuesto, ya que era mucho mejor que una libreta. Pregunté si era el único ejemplar que había, y el dueño me dijo que tenía dos. Los compré de inmediato con mis ahorros, y los guardé muy bien, en espera del momento de iniciar en uno este diario, y en copiar y escribir en el otro los versos que escribo. Uno será, pues, el espejo de mi vida personal y de la que comparto con los demás, y el otro uno de mi mundo interior. Mantendré los dos en secreto, aunque tal vez en el futuro me anime a dar a conocer mis poemas.

Llegamos a Jauja anteayer, después de días de largos y fatigantes preparativos, a las seis de la tarde, luego de cambiar de tren en La Oroya, en un viaje largo y pesado. Nos esperaba nuestra vieja casa, con su bonita sala y el comedor con un gran ventanal, el estudio de mi abuelo materno, los dormitorios y un gran jardín. Una casa que siempre me ha gustado y he querido mucho, y donde he nacido y pasado la mayor parte de mi infancia y principios de mi adolescencia.

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