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DUELO EN LAS LETRAS PERUANAS: HA FALLECIDO JORGE NINAPAYTA

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Jorge Ninapayta de La Rosa (Nazca, 1957 – Lima, 2014).

La mañana de hoy domingo nos ha sorprendido con la triste noticia del fallecimiento de Jorge Ninapayta de la Rosa, uno de los mejores cuentistas que ha tenido el país en las últimas dos décadas, y de quien tuve primeras noticias gracias a Jorge Luis Chamorro, el año 2000, y luego por la publicación de uno de sus cuentos más memorables en la ya imprescindible web Los Noveles, acaso el registro electrónico más importante a nivel cuentístico de toda una generación.

Radicado en Nueva York desde hacía más de diez años, Ninapayta (quien nació en 1957 en Nazca), realizó estudios de Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es además autor de Muñequita linda, un extraordinario conjunto de cuentos que obtuvieron, entre otros, el Primer Premio del Cuento de las Mil Palabras de la revista Caretas, el Premio Internacional Juan Rulfo, de París, en 1998, el Premio Julio Ramón Ribeyro 1998; el Premio Juegos Florales 1992 de la Pontificia Universidad Católica del Perú; y el Premio Jorge Luis Borges de 1987. Este libro, considerado por Ricardo González Vigil como el mejor libro de cuentos publicado en el año 2000, fue prontamente traducido al italiano. En 2003, Seymour Menton lo incluyó en la prestigiosa selección El cuento hispanoamericano (México, FCE), al lado de las autores como Borges, Rulfo, García Márquez, Cortázar, Onetti, etc. Es también autor de la nouvelle La bella y la fiesta, y del ensayo inédito Lima en el ensayo literario peruano, que esperamos vea pronto la luz.

Ninapayta siempre mantuvo un perfil bajo a pesar de la fama de sus cuentos, tal vez haya sido la distancia o ese espíritu de escritor enfocado en el oficio lo que no lo hizo “tan conocido” entre los más jóvenes, que poco conocen de su obra, o tal vez se deba a la falta de una necesaria reedición de sus cuentos, editados por primera vez por Jaime Campodónico (que ha publicado a los autores más importantes del país, pero que poco a poco ha ido desligándose de la edición literaria, lo que ha convertido a su catálogo en un clásico de colección).

Una noticia que entristece, por supuesto, pero que también es una forma de voltear la mirada a la literatura de este gran escritor, y revalorar su enorme talento con la lectura y relecturas de sus inolvidables cuentos. Descanse en paz, Jorge.

El velorio del escritor se realizará, a partir de las 3:00 p. m. hoy domingo 8 de junio, en la Sala 5 del CAFAE del Ministerio de Agricultura: Av. Húsares de Junín 1269, Jesús María. Altura de la 13 de la Av. Salaverry, al costado del Círculo Militar del Perú.

García Márquez y yo
Jorge Ninapayta

Extraños fueron los caminos que me llevaron hacia la gloria. Ahora que repaso mi vida puedo apreciarlo con claridad. El día que yo cumplía veintitrés años, en un bar del Callao, una gitana circunspecta y de carnes enjutas me leyó la suerte en las cartas. Luego, con tono solemne, me dijo que yo haría algo muy importante en la vida; “algo grandioso”, fueron sus palabras.
La verdad, no fue una gran sorpresa para mí, porque siempre estuve convencido de ello. Aunque pensaba que no era necesario ejecutar algo desmesurado; un aporte a la Historia, por pequeño que sea, es un logro notable. Y mientras llegaba el momento esperado, me desempeñaba como corrector de textos en una editorial de libros de teología.
Cuatro años después, partí del Callao en un barco carguero que me llevó por varios puertos de Sudamérica. Así inicié un periplo que duró más de diez años. Me ganaba la vida corrigiendo textos. Lugar a donde llegaba, averiguaba sobre las editoriales o los diarios más conocidos y allá iba a ofrecer mis servicios.
La corrección de textos es un oficio mal reconocido. Y no es una tarea fácil, aunque muchos la consideren una ocupación ancilar y de poco fuste. En este trabajo hay que dominar no sólo la ortografía, la gramática, la sinonimia; también el ritmo y la cadencia de las frases. Muchas veces, incluso, hay que adivinar lo que el autor quiso decir. La experiencia brinda destreza al buen corrector; con los años, basta una rápida ojeada a las primeras frases de un texto para medir la calidad de su autor, para saber si estamos ante un profesional de la pluma o ante un pelmazo que ensarta palabras.
El año más importante de mi vida fue 1967, que me halló viviendo en Buenos Aires. Trabajaba corrigiendo libros técnicos, boletines, algunos volúmenes de cuentos, en una editorial de cierta importancia, luego de haberme rebajado a fungir de ayudante de cocina en un restaurante japonés. No pasaba nada especial en mi vida, y ya empezaba a dudar de mí mismo. Hasta que cuatro meses y medio después de haber entrado a esa editorial, llegó a mis manos un texto grueso en un sobre manila. Era una novela, me dijeron, a la cual debía hacerle la corrección. “Apúrate, el editor quiere entrar a imprenta dentro de una semana”.
Es lo usual en todas partes: los editores siempre andan apurados y quieren que uno también se apresure a último momento, cuando ellos han perdido tiempo valioso sacando cuentas sobre costos de producción y esas banalidades.
Hojeé sin ganas las páginas, esperando encontrarme con algún farragoso texto de estilo regionalista y temática sollozante, de los que aún sobrevivían por esos años. Pero sucedió algo inesperado; desde las primeras páginas de esa novela quedé sacudido. Yo había leído antes algo de ese autor, unos cuentos, creo; pero esa novela, que en la primera página anunciaba Cien años de soledad, era, definitivamente, una obra notable y original.
Me entretuve más de la cuenta repasando con delectación cada capítulo, cada párrafo, cada línea. Cada frase llamaba a la siguiente con naturalidad, engarzándose como en una gran joya de finos arabescos, y la historia avanzaba envolviéndome en su universo de maravilla. No le hallaba error de ninguna clase, ni siquiera alguna mácula ortográfica.
Mi labor, esa vez, se redujo sólo a cotejar el original con el texto que iría a imprenta, a identificar las faltas de la digitadora. Sin embargo, parecía que hasta ella, una gorda mendocina que solía resollar mientras aporreaba las teclas, se había contagiado de esta voluntad de perfección y había olvidado sus frecuentes errores. Y mientras realizaba mi labor, pensaba que algo así, precisamente así, me hubiera gustado escribir. Y me acordé de lo que me dijera la gitana.
Yo avanzaba la lectura de la novela sin hallar ninguna falta. Cada hoja revisada la ponía sobre una bandeja, de donde era llevada por un empleado al editor. Hasta que, un poco después de la mitad, hallé algo que me sobresaltó: un vocativo sin su coma. En un diálogo, el coronel Aureliano Buendía era llamado por uno de sus lugartenientes, y el nombre aparecía sin la coma de rigor. Pensé que debía ser descuido de la digitadora, no podía haber otra razón. Pero cuando revisé el original, fue mayúscula mi sorpresa al comprobar que allí tampoco aparecía la necesaria virgulilla. El autor, el maestro, se había equivocado. ¿Era posible? Quizá de tanto revisar y rehacer las frases. A veces sucede.
Que Dios me perdone, pero confieso que me alegré de esa circunstancia, pues para entonces estaba convencido de que esa novela haría historia. Claramente sentí en ese instante que una voz me llamaba desde arriba y, con tono exhortativo, me indicaba que había llegado el momento. Mi momento.
Volví a mirar el vocativo, que parecía como abandonado, inerme, sin su coma. Y, entonces, ya no me quedaba más que cumplir con mi labor, hacer mi aporte. Así es que tomé mi gruesa pluma de tinta líquida, tratando de sortear un temblor que al inicio amenazó con debilitar mi mano, inspiré larga y lentamente, calculé la distancia, la presión necesaria, y esta vez con mano segura y pulso firme puse la coma: un punto grueso con una colita hacia abajo, como mandan los cánones, tanto en la versión de la digitadora como en la del autor. Eso fue todo. Eso fue suficiente.
El resto es historia. La novela prácticamente instauró una nueva manera de narrar, se realizaron varias ediciones de ella y se vendieron millones de ejemplares. Yo permanecí en Buenos Aires sólo hasta la tercera edición. Volví al Callao, donde ingresé como corrector en una dependencia del Ministerio de Educación. Me casé, tuve tres hijos, fui feliz: ya nada importante. Años más tarde me jubilé.
Mi vida después ha consistido en mantenerme atento al derrotero editorial de la obra. En cuanto una nueva edición llegaba a librerías, corría a conseguir un ejemplar, un poco para hacerle honor a la novela, pero sobre todo para verificar la presencia de mi coma, si es que continuaba allí. Y, por supuesto, allí estaba, bien afincada, cumpliendo su función cabal, y hasta me parecía que resaltaba más que los otros signos cercanos.
Ahora que mi modesta pensión de jubilado no me permite comprar las nuevas ediciones –algunas notablemente lujosas–, solamente puedo dedicarme a admirarlas. Entro en esos elegantes recintos de libros del centro, sorteo al vendedor que me mira con gesto despreciativo, ubico la nueva edición, llego hasta la página indicada –que varía según la editorial y las picas– y veo mi coma. Y cuando leo el párrafo pertinente y recuerdo todo el reconocimiento que ha obtenido la obra, que ha contribuido a ganar el Nobel para su autor, yo también siento orgullo y se me hincha el pecho de emoción. En esos instantes percibo claramente cómo el aliento de la gloria me roza la cara y revuelve mis cabellos canos, y me siento orgulloso –muy orgulloso– por esa novela que hace mucho, en un tiempo ya lejano, escribimos García Márquez y yo.

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