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DONALD TRUMP, RICARDO PALMA, ANTONIO RAIMONDI Y EL CORONAVIRUS

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Escribe: Rodolfo Ybarra

La papa, un tubérculo propio del Perú, al que los incas le extrajeron el ácido prúsico (un veneno), salvó de la hambruna al mundo en las épocas de la pestes europeas. “Literalmente el mundo le debe la vida al Perú y a la papa”, repetía nuestro maestro Virgilio Roel. Y ahora, los estudios indican que la hidroxicloroquina podría ayudar a combatir el Coronavirus. Y la hidroxicloroquina se extrae de la quina, el arbolito que sale en nuestro escudo nacional y que, por cientos de años, los nativos peruanos la han usado para combatir el paludismo, la terciana o la malaria.

Esto pone al Perú otra vez como farmacosalvador y herbolario del mundo. Incluso Donald Trump (que se roba todo) ha pedido a sus laboratorios que le produzcan este medicamento a toda máquina y sin poner peros: “No tenemos tiempo para decir: ‘Venga, vamos a tomarnos un par de años para probarlo’, y vamos a probar con tubos de ensayo y laboratorios. Me encantaría hacerlo, pero tenemos a gente muriéndose hoy”. Y más, ha generado que las farmacéuticas que producen quinina industrial, suban sus acciones en un 15%. Y que todos los laboratorios del mundo pongan sus ojos en el Perú.

Mientras tanto, aquí, en nuestra amazonía, este remedio se sigue produciendo de manera artesanal cortando trozos del árbol de la quina y metiéndolo en una botella para que se fermente con aguardiente y miel por varios días. Y que, en Lima, lo podíamos encontrar en los mercados artesanales o en las ferias provinciales que llegan todos los años en diciembre (la hemos visto en “La Feria de los Deseos” del Campo de Marte). Habría que recordar que en el año 1629, una epidemia de Malaria mató a 27 cardenales en Roma y la quinina peruana le puso fin. Y curó al hijo de Luis XIV rey de Francia. Igual en la Segunda Guerra Mundial salvó a miles de soldados norteamericanos que combatían en el Pacífico y que habían contraído la malaria. En esos años, el Perú le había declarado la guerra a Alemania y como parte de su aporte en la lucha con el Eje, donó cientos de árboles de quina que ocasionó la depredación casi total de este árbol milenario y milagroso.

Don Antonio Raimondi menciona que “El género Chincona comprende muchas especies útiles a la Medicina, suministrando las preciosas cortezas que se conocen en el comercio con el nombre de Cascarilla, de la que se extrae el más activo y seguro febrífugo que posee la Terapéutica, esto es, la Quinina”. Agrega que “Para beneficiar la Cascarilla se usa cortar el árbol casi a raíz de la tierra, quitarle su epidermis, dividir su corteza en muchas tiritas, que se despegan por medio de un cuchillo, y en seguida se hacen secar al sol; la corteza de las pequeñas ramas, siendo delgada, se enrosca sobre sí misma, y constituye la Cascarilla en canuto; la de las ramas más grandes y la del tronco, se somete a una presión, de modo que quede en pedazos llanos. En fin, para expedirla a Europa, se envuelve la corteza en cueros frescos, los que, secándose, se contraen y adquiere una gran solidez y constituyen los fardos que se conocen con el nombre de zurrones” (Raimondi 1857: Elementos de la botánica aplicada a la medicina y a la industria en los cuales se trata especialmente de las plantas del Perú. Pgs. 194, 196).

Por cierto, en una de sus tradiciones, don Ricardo Palma narra cómo la bella Condesa de Chinchón, que pintó Goya en uno de sus celebrados cuadros y que fue la esposa del XIV virrey del Perú, don Luis Jerónimo Fernández Bobadilla y Mendoza, se salvó milagrosamente de morir cuando ya había sido desahuciada por los médicos de la época. Y lo hizo bebiendo los polvos del árbol de la quina. La historia de RP, muy avisado y siempre dado a más sentidos que el literal, se tituló: “Los polvos de la Condesa”. Ese milagro médico relacionado a tan afamado personaje, dio el nombre científico a nuestra quina: Cinchona officinalis. La incluimos aquí como un homenaje a este arbolito que pocos conocen y que muchas veces confunden con el árbol del ficus. Y de hecho el árbol que aparece en nuestra bandera propuesto por Bolívar en 1825, en muchos casos, no es la quina, sino el ficus, tal y como afirma el investigador Roque Rodríguez: “Ese ejemplar copioso del distrito de Tinco, en la región Ancash, que sirvió de modelo para el escudo no oficial, no es quina ni ningún género de cinchona, sino un ficus, que fue tomado por lo frondoso y hermoso”.

Finalmente, la quina viene también incluida en nuestra bebida de sabor nacional, el pisco sour, en forma de agua tónica y del amargo de angostura. Todo vale en estos tiempos de Coronavirus. Están servidos y aprovechemos los últimos 500 árboles de quina que quedan en el Perú. Nuestro arbolito y símbolo patrio en extinción.

                                                                                                 
Salud y leamos.

LOS POLVOS DE LA CONDESA / Ricardo Palma (1833-1919)

I

En una tarde de junio de 1631 las campanas todas de las iglesias de Lima plañían fúnebres rogativas, y los monjes de las cuatro órdenes religiosas que a la sazón existían, congregados en pleno coro, entonaban salmos y preces.

Los habitantes de la tres veces coronada ciudad cruzaban por los sitios en que sesenta años después el virrey conde de la Monclova debía construir los portales de Escribanos y Botoneros, deteniéndose frente a la puerta lateral de palacio.

En éste todo se volvía entradas y salidas de personajes más o menos caracterizados.

No se diría sino que acababa de dar fondo en el Callao un galeón con importantísimas nuevas de España, ¡tanta era la agitación palaciega y popular!, o que como en nuestros democráticos días se estaba realizando uno de aquellos golpes de teatro a que sabe dar pronto término la justicia de cuerda y hoguera.

Los sucesos, como el agua, deben beberse en la fuente; y por esto, con venia del capitán de arcabuceros que está de facción en la susodicha puerta, penetraremos, lector, si te place mi compañía, en un recamarín de palacio.

Hallábanse en él el Excmo. Sr. D. Luis Jerónimo Fernández de Cabrera Bobadilla y Mendoza, conde de Chinchón, virrey de estos reinos del Perú por S. M. D. Felipe IV, y su íntimo amigo el marqués de Corpa. Ambos estaban silenciosos y mirando con avidez hacia una puerta de escape, la que al abrirse dio paso a un nuevo personaje.

Era éste un anciano. Vestía calzón de paño negro a media pierna, zapatos de pana con hebillas de piedra, casaca y chaleco de terciopelo, pendiendo de este último una gruesa cadena de plata con hermosísimos sellos. Si añadimos que gastaba guantes de gamuza, habrá el lector conocido el perfecto tipo de un esculapio de aquella época.

El doctor Juan de Vega, nativo de Cataluña y recién llegado al Perú, en calidad de médico de la casa del virrey, era una de las lumbreras de la ciencia que enseña a matar por medio de un récipe.

-¿Y bien, D. Juan? -le interrogó el virrey más con la mirada que con la palabra.

-Señor, no hay esperanza. Sólo un milagro puede salvar a doña Francisca.

Y D. Juan se retiró con aire compungido.

Este corto diálogo basta para que el lector menos avisado conozca de qué se trata.

El virrey había llegado a Lima en enero de 1639, y dos meses más tarde su bellísima y joven esposa doña Francisca Henríquez de Ribera, a la que había desembarcado en Paita para no exponerla a los azares de un probable combate naval con los piratas. Algún tiempo después se sintió la virreina atacada de esa fiebre periódica que se designa con el nombre de terciana y que era conocida por los incas como endémica en el valle del Rimac.

Sabido es que cuando en 1378 Pachacutec envió un ejército de treinta mil cuzqueños a la conquista de Pachacamac, perdió lo más florido de sus tropas a estragos de la terciana. En los primeros siglos de la dominación europea, los españoles que se avecindaban en Lima pagaban también tributo a esta terrible enfermedad, de la que muchos sanaban sin específico conocido y a no pocos arrebataba el mal.

La condesa de Chinchón estaba desahuciada. La ciencia, por boca de su oráculo D. Juan de Vega, había fallado.

-¡Tan joven y tan bella! -decía a su amigo el desconsolado esposo-. ¡Pobre Francisca! ¿Quién te habría dicho que no volverías a ver tu cielo de Castilla ni los cármenes de Granada? ¡Dios mío! ¡Un milagro, Señor, un milagro!…

-Se salvará la condesa, excelentísimo señor -contestó una voz en puerta de la habitación.

El virrey se volvió sorprendido. Era un sacerdote, un hijo de Ignacio de Loyola, el que había pronunciado tan consoladoras palabras.

El conde de Chinchón se inclinó ante el jesuita. Este continuó:

-Quiero ver a la virreina, tenga vuecencia fe y Dios hará, el resto.

El virrey condujo al sacerdote al lecho de la moribunda.

II

Suspendamos nuestra narración para trazar muy a la ligera el cuadro de la época del gobierno de D. Luis Jerónimo Fernández de Cabrera, hijo de Madrid, comendador de Criptana entre los caballeros de Santiago, alcaide del alcázar de Segovia, tesorero de Aragón y cuarto conde de Chinchón, que ejerció el mando desde 14 de enero de 1629 hasta el 18 del mismo mes de 1639.

Amenazado el Pacífico por los portugueses y por la flotilla del pirata holandés Pie de palo, gran parte de la actividad del conde de Chinchón se consagró a poner al Callao y la escuadra en actitud de defensa. Envió además a Chile mil hombres contra los araucanos y tres expediciones contra algunas tribus de Puno, Tucumán y Paraguay.

Para sostener el caprichoso lujo de Felipe IV y sus cortesanos, tuvo la América que contribuir con daño de su prosperidad. Hubo exceso de impuestos y gabelas, que el comercio de Lima se vio forzado a soportar.

Data de entonces la decadencia de los minerales de Potosí y Huancavelica, a la vez que el descubrimiento de las vetas de Bombón y Caylloma.

Fue bajo el gobierno de este virrey cuando en 1635 aconteció la famosa quiebra del banquero Juan de la Cueva, en cuyo banco -dice Lorente- tenían suma confianza así los particulares como el gobierno. Esa quiebra se conmemoró, hasta hace poco, con la mojiganga llamada Juan de la Cova, coscoroba.

El conde de Chinchón fue tan fanático como cumplía a un cristiano viejo. Lo comprueban muchas de sus disposiciones. Ningún naviero podía recibir pasajeros a bordo, si previamente no exhibían una cédula de constancia de haber confesado y comulgado la víspera. Los soldados estaban también obligados, bajo severas penas, a llenar cada año este precepto, y se prohibió que en los días de Cuaresma se juntasen hombres y mujeres en un mismo templo.

Como lo hemos escrito en nuestros Anales de la Inquisición de Lima, fue esta, la época en que más víctimas sacrificó el implacable tribunal de la fe. Bastaba ser portugués y tener fortuna para verse sepultado en las mazmorras del Santo Oficio. En uno solo de los tres autos de fe a que asistió el conde de Chinchón fueron quemados once judíos portugueses, acaudalados comerciantes de Lima.

Hemos leído en el librejo del duque de Frías que en la primera visita de cárceles a que asistió el conde se le hizo relación de una causa seguida a un caballero de Quito, acusado de haber pretendido sublevarse contra el monarca. De los autos dedujo el virrey que todo era calumnia, y mandó poner en libertad al preso, autorizándole para volver a Quito y dándole seis meses de plazo para que sublevase el territorio; entendiéndose que si no lo conseguía, pagarían los delatores las costas del proceso y los perjuicios sufridos por el caballero.

¡Hábil manera de castigar envidiosos y denunciantes infames!

Alguna quisquilla debió tener su excelencia con las limeñas cuando en dos ocasiones promulgó bando contra las tapadas; las que, forzoso es decirlo, hicieron con ellos papillotas y tirabuzones. Legislar contra las mujeres ha sido y será siempre sermón perdido.

III

Volvamos a la virreina, que dejamos moribunda en el lecho.

Un mes después se daba una gran fiesta en palacio en celebración del restablecimiento de doña Francisca.

La virtud febrífuga de la cascarilla quedaba descubierta.

Atacado de fiebres un indio de Loja llamado Pedro de Leyva, bebió para calmar los ardores de la sed del agua de un remanso, en cuyas orillas crecían algunos árboles de quina. Salvado así, hizo la experiencia de dar de beber a otros enfermos del mismo mal cántaros de agua en los que depositaba raíces de cascarilla. Con su descubrimiento vino a Lima y lo comunicó a un jesuita, el que, realizando la feliz curación de la virreina, hizo a la humanidad mayor servicio que el fraile que inventó la pólvora.

Los jesuitas guardaron por algunos años el secreto, y a ellos acudía todo el que era atacado de tercianas. Por eso, durante mucho tiempo, los polvos de la corteza de quina se conocieron con el nombre de polvos de los jesuitas.

El doctor Scrivener dice que un médico inglés, Mr. Talbot, curó con la quinina al príncipe de Condé, al delfín, a Colbert y otros personajes, vendiendo el secreto al gobierno francés por una suma considerable y una pensión vitalicia.

Linneo, tributando en ello un homenaje a la virreina condesa de Chinchón, señaló a la quina el nombre que hoy le da la ciencia: Chinchona.

Mendiburu dice que al principio encontró el uso de la quina fuerte oposición en Europa, y que en Salamanca se sostuvo que caía en pecado mortal el médico que la recetaba, pues sus virtudes eran debidas a pacto de los peruanos con el diablo.

En cuanto al pueblo de Lima, hasta hace pocos años conocía los polvos de la corteza de este árbol maravilloso con el nombre de polvos de la condesa.

Ricardo Palma

Lima, Octubre 15, 1872

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