“Día del Periodista” le llaman, y yo no sé exactamente a qué se refieren, porque, hoy por hoy, hasta los dateros y los que hacen el horóscopo son “periodistas”, y, también, son “periodistas” los que hacen notas consultando por teléfono sin ensuciarse los zapatos o los que solo voltean noticias o la “nota de prensa” que les han pasado debajo de la puerta, eso sin contar que, a veces, por flojera, las ponen tal cual y listo. Y no menciono aquí a los “periodistas” a quienes les crecen las uñas y viven de la mermelada, la coima o los entripados (publicherries), o los que han endosado su conciencia al mejor postor, porque a esos se les debería llamar delincuentes, traficantes de ideas, abigeos de conciencias.
Alguna vez trabajé en la sección “Laboral” de un periódico pequeño, de “izquierda”, lógicamente, y había que ir a las minas de tajo abierto o a los mismos socavones para conversar con los mineros sobre su situación precaria e inhumana, convertidos casi en esclavos y de los cuales nadie o muy pocos decían algo. También recorríamos los sindicatos, nuestro fotógrafo sabía bien para qué le servían los “chancabuques” y la casaca de cuero de camionero con forro de lana. Ahí aprendí que el periodista de a pie no se la lleva fácil; incluso, una vez, la Policía nos correteó a balazos y, en varias ocasiones, tuvimos que abrirnos paso a puñetes y a patadas para hacer la nota y vencer a los matones que custodiaban la fábrica, la empresa o la mina.
Cumplir con entregar la nota era un acto heroico. Muchas veces y ya con la experiencia, teníamos que llevar víveres, panes, arroz o azúcar, porque los trabajadores estaban en huelga haciendo su “olla común”, y nosotros éramos, pues, los periodistas, los que, siquiera, recibíamos una remuneración y no podíamos ser indolentes ante cientos de hermanos nuestros que la estaban pasando difícil al enfrentar a alguna patronal corrupta que no les quería subir los sueldos de hambre o reconocer sus derechos básicos. Tomarnos una sopa caliente entre proclamas, consignas y canciones; era, pues, un honor que, poco a poco, se ha ido perdiendo.
Y es que hacer periodismo era una odisea (al modo de John Reed y Diez días que estremecieron al mundo, Tom Wolfe y La hoguera de las vanidades, o Truman Capote y su A sangre fría, etc.). Eran tiempos en que pensar diferente te costaba el pellejo o la cárcel –como ahora, dirán muchos–. Y éramos “oposición”. Nuestro carné de periodista lo metíamos en la planta del zapato, y los rollos de la cámara fotográfica los escondíamos en el termo. Éramos mal vistos por la Policía y por los que fungían de “autoridades”. Pero así se forjaron muchos buenos periodistas, y, muchos otros, se convirtieron en mártires (Uchuraccay, por ejemplo), en datos estadísticos o, cuándo no, en la prueba tangible de la impunidad y la barbarie. Por eso, a veces, no entiendo qué significa celebrar el Día del Periodista; es como si honráramos al garrote o a la horca; como si, de repente, la felicidad nos embargara por haber elegido un camino equivocado, sin posibilidad de retorno; o como si aplaudiéramos alegremente nuestro propio suicidio.
Un abrazo, amigos periodistas de a pie, hoy, 2 de octubre, o cualquier día del año.