“Mi hijo se iba a llamar Joshua… así se iba a llamar mi hijito”, dice Julio González conteniendo el llanto y la rabia. Su esposa, sintiendo ya los dolores del parto, fue al hospital de San Juan de Lurigancho para dar a luz, pero, al llegar y hacerse la revisión, le informaron que el bebé que esperó durante todos estos meses, estaba muerto.
La ingresan entonces de emergencia, le hacen una cesárea dejándole en el vientre el recuerdo cicatrizado de lo que nunca podrá ser, y tiene que aceptar, resignada, lo que le ha tocado vivir.
Con todo el dolor a cuestas y la desesperación por acompañar a su mujer en tan terrible situación, Julio González recibe del hospital un pequeño ataúd blanco forrado en plástico, con los restos de su pequeño. Su esposa llora ante la pérdida, le pregunta por los zapatitos, que dónde están. Ambos reciben el pequeño ataúd blanco y se lo llevan para velarlo en aquella casa que no se convertirá en hogar, y deciden sepultarlo con las ropitas que le habían comprado «para que no tuviera frío» y que ya nunca le podrá poner.
Abren entonces el pequeño ataúd blanco, y encuentran dentro un táper. Un táper conteniendo la placenta de la madre. Un táper conteniendo la placenta de la madre envuelta en una bolsa de plástico. Un táper contiendo la placenta de la madre dentro de una bolsa de plástico dentro de un ataúd blanco donde debería estar su pequeño bebé. Nada más. Entonces sobreviene el horror. Sale Julio corriendo al hospital cargando el cajón, gritando que dónde está su hijo, que tal vez es un error y no está muerto. Pero la realidad supera la ficción. En el hospital nadie le da razón del cuerpecito. Nadie sabe nada, nadie recuerda nada, a nadie le importa nada.
Llega la prensa y de pronto el director del hospital se acuerda que sí, que algo había escuchado. La televisión transmite la noticia y los médicos recuperan la memoria. Le echan la culpa a la funeraria. El cuerpecito no aparece. Le ofrecen al hombre desesperado, que habrá una investigación.
¿Qué harías si aquella mujer fuera tu esposa o amiga o un familiar? ¿A quién le reclamas si los doctores no te dan la cara y solo dicen «abriremos una investigación»? ¿Cómo no desquiciarte cada noche y madrugada por no saber dónde está el cadáver de tu hijo y nadie te da razón de a dónde ha ido a parar el cuerpo de un niño recién nacido en el Perú donde celebramos el año de la universalización de la salud?
¿Qué haces, digo yo, en este nuestro país miserable y corrompido hasta esos niveles? ¿Lo habrán llevado para alguna red de tráfico de órganos? ¿Habrá un arreglo entre el hospital y la funeraria? “Yo no pregunto nada -dice el de la funeraria-. Solo voy, reclamo el cuerpo con los datos y me llevo lo que me dan, no quiero perder mi trabajo”, dice ante la prensa.
Julio González solo quiere gritar. Porque ante la muerte de un hijo no hay resignación posible. Porque ante la inexistencia del cuerpo de tu hijo solo cabe la locura. Porque ante la falta de justicia no hay razón que soporte. Pero no le sale el grito.
Julio González es como el Perú: le han robado la ilusión de un futuro ya inexistente. Lo han condenado a cargar con el arrepentimiento de confiar en un sistema de salud que es una desgracia. Julio abraza a su esposa que está inconsolable. Sigue esperando en la puerta del hospital a que le entreguen el cadáver de su bebé.