Cultura

Detectives Salvajes no es una novela, es una literatura (25 años después)

El libro de Roberto Bolaño cumple 25 años y marcó un hito en la literatura latinoamericana.

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Poetas, México DF, Octavio Paz, el diario de un desilusionado estudiante de Derecho, la nieta de Trotsky, las hermanas Font, el año nuevo de 1976 a 1977, veinte años que se pasan volando, y un poema sin palabras de una poeta desconocida en una historia que navega sin timón y en el delirio.

Hablar sobre Detectives Salvajes es inútil, como es inútil compararla estérilmente con Rayuela (Detectives Salvajes tiene argumento). La última novela latinoamericana objeto de tesis que nadie lee, sin embargo, tiene una gemela negra en un contemporáneo de Bolaño que pocos conocen, Juan Manuel de Prada, autor de Las máscaras del héroe. La respuesta de los godos que se adelantó un año a nuestra gran novela. Y añadir mi árida experiencia personal al descubrir a mi maestra que me enseñó a habitar poéticamente el mundo: Viviana Wensjoe. Al final todos estamos escribiendo la misma novela.

Una novela de poetas malditos

Por la misma época en que Bolaño publicaba Literatura nazi en América, un joven estudiante de Derecho se había propuesto ser escritor antes que abogado. Tenía 25 años y un sueño hecho meta. Su primer libro apenas se vendió, pero lo leyeron, el segundo en cambio, una novela, se hizo con un premio de segunda liga, pero premio al fin al cabo. Las máscaras del héroe, es descrita como novela de aventura.

Si los Detectives Salvajes de Bolaño de 1998, es una novela que no se sostiene exclusivamente en el argumento, a diferencia de Rayuela, los Detectives si tienen argumento. Pero con Las máscaras del héroe, pasa que es más lineal en el sentido tradicional. No pretende vanguardia y su argumento, aunque variopinto, es colosal. Si Detectives Salvajes es una historia de poetas latinoamericanos perdidos en Latinoamérica (y en Europa), no dejan estos de ser un coro de poetas de la edad de plata, dónde la única figura de poeta fuerte al que se enfrentan los infras, es a ese poeta hecho monumento nacional mexicano llamado Octavio Paz. Una historia de poetas menores Latinoamericanos, muy buenos algunos, pero al fin al cabo poetas menores. Con Las máscaras del héroe, ocurre lo mismo, pero de formas más crueles. La novela de Juan Manuel de Prada, trata sobre la bohemia madrileña de principios del siglo XX. Los cuales también son poetas menores, toda una horda de bohemios y malditos, la cual a su vez es coral y crónica literaria de toda una época que va desde las postrimerías del desastre del 98, la dictadura de Primo de Rivera y la Guerra Civil.

Sus héroes sin embargo mezclan a poetas y escritores de primera línea como del Valle Inclán, don Pio Baroja, pero alternados con poetas menos conocidos como Gómez de la Serna, y tiene además la desfachatez, venida de un escritor de 25 años de traernos a unos jóvenes Huidobro, pero también a un joven y tímido Borges entre estos poetas. Cómo entender ese atrevimiento, poner a Borges y además joven. Nadie que esté vivo ahora se imagina un Borges joven, y lo más osado es una escena en que los poetas se van a un burdel en Andalucía y cargan en andas a Borges, contra su voluntad, para que debute con una mujer negra. Si eso no es una epopeya íntima del esperpento de los poetas, yo no sé que es.

Entre la sordidez, la marginalidad y la pobreza sus protagonistas se van pudriendo a lo largo de la novela. En un Madrid sucio y hambriento, dónde lo único brillante que se conserva son a sus poetas, se pinta la bohemia como existencia atormentada y divertida, dónde el mayor crimen entre los poetas es el plagio. El poeta Pedro Luis de Gálvez, es un personaje odioso, quien se esconde tras la máscara del patán, con tal de que no se descubra que es un héroe.

El recuento de poetas bohemios en esta novela es enorme, lo cual valió a esta novela que sus lectores resucitaran a los poetas bohemios que ya estaban desde hacía generaciones descatalogados de las librerías. Si algo bien hizo su autor, es devolver a la vida a esos poetas que vivieron, sufrieron y amaron en ese Madrid de hambre al que treinta años después acudiría una horda de poetas latinoamericanos hambrientos de gloria y fama.

Como una clásica novela, esta tiene un final concreto, la muerte del héroe. Lo más impresionante es que después de todas las afrentas sufridas por Pedro Luis Gálvez, es que ya en prisión y esperando ser fusilado, porque para más inri le tocó servir en el bando de los perdedores, Pedro Luis entrega a su carcelero una carta para su familia, y el oficial apenas lo tiene y leyéndolo lo único que hace es delante del poeta Pedro Luis, a minutos de ser fusilado, ponerse a romper en su cara esa carta que no era otra cosa que el último poema de un poeta.  Quien es escritor se puede imaginar lo que significaría ese dolor.

Por esta obra, el autor recibió en 1997 el Premio Ojo Crítico (Radio Nacional de España) en la modalidad de narrativa. Un año después su autor escribiría La Tempestad y ganaría el Premio Planeta con el que pudo finalmente renunciar a tener que ser abogado.

Una experiencia casi religiosa

En aquel tiempo, cuando la conocí, yo tenía 25 años, un trabajo que odiaba y ni un amigo que leyera. Y por supuesto todavía no había oído de Bolaño. No sabía que iba a ser de mí, el futuro parecía un lugar con malas intenciones. Estaba jodido y ella también.

Tenía el cuello largo y arrugado, venía con gafas negras para ocultar las ojeras en torno a esos ojos amargamente claros. En su DNI aparecía que tenía 59 años, pero ya parecía mayor. El cabello amarrado en una cola y los dedos amarillos. Cuando uno no es fumador se impresiona por ese amarillo en los dedos.

Mientras esperaba su turno para ver a la psicóloga de la Demuna, Viviana hacía hora conmigo. Fue la primera persona que conocí que responde a esa cretina pregunta que hemos oído todos en algún momento: “a ti te gusta leer, ¿no?”.

Honestamente no recuerdo ya nada de que hablábamos todas las veces que venía a consulta, que eran muy seguidas. Lo que recuerdo son las gratas impresiones de conversar, entendernos y oírnos. De ella aprendí que un escritor debe fumar, porque Dostoievski fumaba. Aprendí que a Gustavo Adolfo Bécquer lo echaron del trabajo por encontrarlo escribiendo poemas en horario de oficina. Aprendí también que la única persona que no he podido olvidar de esa época ha sido siempre ella. Mi historia es sosa, y las palabras se me caen de las manos para reflejar la felicidad que compartía hablando y fumando con ella, en los comienzos en mi carrera de fumador.

Poco después volví a perder el trabajo. Conseguí otro. Descubrí a Bolaño, y también lo confundí con Chespirito. Un día yendo a trabajar volví a ver a Viviana, por Barranco, en esa calle que da al Piselli, había congestionamiento, y hubo suficiente tiempo para que yo desde el bus y ella desde la vereda cruzáramos una última mirada, ella alzó la mano, me saludó, yo le devolví el saludo. Luego el tránsito fluyó, el bus dio vuelta a la esquina de esa calle que da a Juanito, y no nos volvimos a ver. Debí haber bajado, pero tenía que llegar a tiempo a un trabajo al que también odiaba, y al que acabé renunciando un mes después. Un año o dos después volví a la Demuna, busqué tu nombre en los archivos, anoté tu número, pero cuando te marcaba una voz grabada me decía que ya no existía, copié tu dirección, te busqué y ya no vivías ahí. Anoche mientras pensaba que escribir sobre los 25 años de Detectives Salvajes, me puse a tontear en el Facebook, y escribí tu nombre, encontré un post de tu hija, y te reconocí. Habías muerto y yo me enteré cuatro años después. Viviana, si tan solo hubiera tenido diez años más cuando te conocí me habría liado contigo, porque la última vez que nos vimos supe que estaba enamorado de ti.

Hubo una vez una quinta en Miraflores, en una casa expropiada a narcotraficantes donde funcionaba aquella Demuna, una quinta vestida de flores y enredaderas, donde conocí a una mujer que hizo de su vida un poema, mientras imprimía ese aroma de tabaco a la tarde. Las flores que la vieron ya no están, yo también un día más adelante no estaré, pero puede que estas palabras inútiles puedan quedar en el corazón que arrojo a alguien como una carta al mar. Ahora mis dedos también están amarillos. Todo lo que empieza como ficción acaba siendo realidad.

Viviana quiero que sepas que cada vez que estoy fumando, aunque me este matando, recuerdo el secreto de los perros románticos que me compartiste, que fumar y llorar no se pueden hacer al mismo tiempo.

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