Opinión

Descansa en paz, Leo Casas

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Por Edwin Sarmiento

Mi amigo Leo Casas ha muerto. Tengo un dolor muy fuerte. Lo recordaré con cada huayno que escuche con mandolina, guitarra y violín. Así fue cómo disfrutamos la vida en muchos momentos de ese pasado que no retornará. Donde quiera estés, querido Leo, descansa en paz. Ahora comparto unas líneas que publiqué el 29 de mayo de 2015 en esta red. Esto es lo que dije entonces:

Fue un encuentro entre viejos amigos. A Leo Casas lo conocí hace tantos años, en casa de Guillermo Gutiérrez, heredero de una de las pocas familias de Puquio con apellidos de una rancia oligarquía provinciana. Cuando vi, por primera vez, a Leo él tocaba la mandolina con una pasión infinita, junto a otros amigos que tocaban guitarras en distintos acordes, sobre todo en el baulín, para acompañar los cantos de indígenas que llevaba Leo en su repertorio. Me llamó la atención su perfecto quechua, limpio y poético, como acostumbran hablar en el campo, siendo él un blanco misti entre los mistis. No recuerdo si había llegado a Puquio para terminar la secundaria, desde su Cusco rojo, rojo será, o si llegó a iniciar su vida profesional, porque cuando lo conocí él ya era un docto en las ciencias sociales. Pero no fue esto, lo que me unió a él: fue su terca adhesión al pensamiento arguediano, que lo vivía en cada sudor de su vida. Convencido de la grandeza humana del hombre de campo, Leo dedicó su tiempo a estudiar la cultura del sur andino, empezando por entender su lengua quechua, hasta regodearse con la frescura de la música indígena y no mestiza.

En esas circunstancias es que lo escuché cantar huaynos que sólo los entonaban campesinos de muchos pueblos de Lucanas, por ser auténticamente indígenas y no mestizas que presentan algunas variantes. Los huaynos que Leo prefería estaban más hermanados del ancestral harawi, llenos de nostalgia, de dolor, pero también de reproche, de reclamo, de alegría a raudales. Y fue precisamente este aspecto, que Leo quiso demostrar, hace unos días, en la Casa Museo Mariátegui, cuando habló sobre lirismo, humor y naturaleza en el canto quechua. Contra lo que comúnmente la gente piensa de los campesinos, que son seres tristes, conformistas, retraídos, sumisos y todo cuanto se le parezca, él sostiene que es todo lo contrario y que nada mejor que entonar sus canciones para entender que los campesinos son, en el fondo, verdaderos juglares, tan poetas como Eloy Jáuregui, diestros en el manejo de metáforas y otros recursos muy propios de la creación poética. Leo empezó a cantar huaynos indígenas, tan ancestrales, tan puros en sus melodías, tan prístinos en su lenguaje mágico que el auditorio quedó subyugado no sólo por la buena interpretación musical, sino porque fuimos advertidos que los campesinos se aferran a sus querencias y no quieren dejar sus comunidades, aun cuando sus huaynos se refieran al adiós y hasta cuando yo regrese, palomitay. Y Leo cantó en quechua, pensó en quechua y nos dijo que era mejor así, para entender a diez millones de peruanos quechua hablantes que caminamos por el Perú, sin ser descubiertos del todo.

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