Después de una semana de ocurrido el incidente en el Scotiabank y después de que ilustres personalidades me escribieran para interceder con susodicho banco —incluida la periodista Patricia del Río—y ante la ausencia de una disculpa pública de los gerentes y empleados de seguridad de esta institución, quiero apuntar lo siguiente, ya que deduzco, por los numerosos comentarios en las redes sociales, que muchas personas entienden que entrar en un banco es algo así como entrar en una embajada o que, pararse frente a una ventanilla para hacer un trato financiero, es algo así como pedir limosna. Y que para mantener el dinero seguro, no importa caer en el maltrato, el vilipendio o la sospecha gratuita.
La agresión contra mi persona iniciada por el vigilante, corroborada por el gerente y consumada por las “Aguilas Negras”, demuestra una vez más que en el Perú “el cliente no tiene la razón”. A pesar de que expliqué que estaba trabajando y que les enseñé lo que estaba haciendo, de nada sirvió comunicarse. (No obstante que, desde un principio, fui amable y cuando me pidieron que me quitara el gorro que traía puesto, lo hice sin mayores problemas, aún a pesar de que adentro habían personas con gorras. (¿Discriminación? O todavía alguien piensa que para robar un banco hay que ponerse un antifaz o un artículo en la cabeza. El vídeo de vigilancia debe tener el registro completo de esto). Y claro, pues, la palabra en nuestro país no sirve de nada. La desconfianza es nuestro reino absoluto.
Y, cierto, no acudí al banco como cliente, sino como acompañante de mi amiga, la artista y periodista Katalina Rosaforte, la que también fue vilmente agredida por el policía de las “Águilas Negras” que intentó reducirla y quitarle la cámara con la que logró filmar unos segundos y no más porque el dispositivo se dañó en el forcejeo. Junto a esta denuncia (abajo) dejo las imágenes menos fuertes, las que se pudo grabar, y que no deberían pasarse por alto, no solo porque mi amiga es mujer y aquí se cumple esta doble opresión contra el género femenino (ciudadana-mujer), sino porque aquí también ponemos en evidencia la doble connotación y total desigualdad de las leyes en nuestro país cuando apenas, hace unos meses, una señora fue condenada a seis años de prisión por darle una bofetada a un policía, sin embargo el policía, sin ninguna razón aparente, puede agredirte, golpearte, romper tu cámara o tu teléfono y aquí no pasa nada.
Finalmente, si cometí alguna “falta” al ponerme a leer en mi celular dentro de un banco, falta extendida incluso a los que sacan una calculadora o traen una revista o un libro de 500 páginas (al final todo: una cartera, las llaves de un auto o una bolsa, puede convertirse o disimular un arma o un celular), creo yo que esta falta debió ser absuelta en la explicación que le di al gerente del banco y más aún, debió ser pasada por alto cuando guardé el teléfono y me puse a leer una revista. Quizás si mi palabra hubiera sido escuchada y respetada, todo esto no habría pasado de una simple anécdota. Sin embargo, el nivel de paranoia que vive nuestro país se une a la ignorancia y al abuso policial, fiel reflejo de la descomposición mental y la enajenación programática en las que los bancos suman y no restan. (Tal vez si pusieran un bloqueador de celulares, como hacen en Argentina, no tendríamos que pasar por estos problemas). Y claro, en todo este panorama de apocalipsis racional, la inseguridad ciudadana en la que todos son sospechosos de robo, crea un escenario propicio para imponer cualquier medida que linda con el fascismo o la vulneración de derechos tan simples como la comunicación, pasando por encima, incluso, de la Constitución Política o de la Carta Magna de las Naciones Unidas. Y esto tiene que cambiar.