Sí, la democracia se tiene que defender y para eso hay que conocerla. ¿Alguien tiene una definición cabal sobre su significado? O es una de esas palabras que todos pronuncian, pero que ninguno puede definir correctamente.
Hay quien cree que la forja de los estados nación sucedió por ensalmo. Y que entonces cualquiera puede tirarlo abajo como si de una caja de fósforos se tratara. Como si la sociedad contemporánea estuviera alojada en la casa de uno de los tres chanchitos. Como si las instituciones fueran plastilina y uno pudiera moldearlas a su antojo. A todos esos que ven en blanco y negro, malos y buenos, altos y bajos; habría que mandarlos de tour por los albores de la Revolución Francesa. O por los albores de nuestra República: un breve recorrido por la anarquía de los caudillos les vendría bien.
Es cierto que la voluntad popular y la democracia legitiman a los políticos. Ese es nuestro sistema. Y es cierto que el descontento popular, con variantes, hace la comparsa desde inicios de la República; pero no es menos verdad que, más allá del inconformismo, existe la responsabilidad. ¿Quién vota al político, contemporáneamente? El ciudadano.
El político es calco y hechura del ciudadano. El político es la aspiración del ciudadano. Mas ¿Cómo elige un ciudadano que no conoce a su candidato? ¿Cómo elige alguien que no entiende el funcionamiento de la democracia? Ese es el origen de las desavenencias.
Lo central no es, entonces, la formalidad de la democracia; lo central es el conocimiento de la misma. Es una verdad de Perogrullo; pero es una verdad: si un ciudadano no conoce sus instituciones y desconoce el funcionamiento de la democracia no puede elegir con cabalidad. De ahí viene entonces el político populista – el político común en nuestro país – el que mece, el que huevea. Y de ahí la indignación ciudadana también; pero antes de ese ejercicio de indignación habría que preguntar. ¿Se sabía por quién se votaba? No se les puede quitar responsabilidad a los ciudadanos. Eso también es mecer.
A muchos les causa indignación que los políticos aviesos vendan también la idea de la democracia, o que se ufanen de conocerla y cumplirla. Ese es el teatro que vivimos, con distinto decorado, desde mucho tiempo atrás. Como el discurso es polarizante, el ciudadano cree que existen frentes contrapuestos: buenos y malos. Error. La democracia funciona de otro modo. Se tiene que condenar y criticar a los políticos que usan la democracia y sus instituciones como una esfera íntima de beneficios. Sin embargo de ahí no se puede pasar al populismo del caballazo, a patear el tablero, a que nada vale y todo da igual.
Aquellos que, decepcionados de las instituciones, quieren hacer creer que todo es lo mismo están equivocados. Que se desgaste el engranaje de las instituciones no implica que se tumben. Las instituciones van más allá de los políticos, no los representan. Las instituciones vienen de antaño y son el sustento de la nación. Que no han estado a la altura de sus promesas, es verdad. Que han incorporado – a cuentagotas – a la ciudadanía, es cierto; pero permiten el intercambio de ideas. En una sociedad con instituciones precarias nadie tiene voz ni voto. Sólo los locos que se creen napoleones dirigen. Y las quejas y los carajos no pasan la censura.