Política

¿Debe un científico hablar de política?

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Por Daniel Vecco Giove. Investigador Renacyt
(Registro Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación Tecnológica)

Ninguno de los amables lectores de esta nota tendrá la oportunidad de vivir un nuevo centenario de esta sufrida y surreal República. Pronto el Perú cumplirá los 200 años desde el día aquél en que un argentino financiado por chilenos entró a Lima sin disparar un solo tiro para proclamar lo que hoy conmemoramos como la Independencia. Luego fue necesario que un venezolano con un ejército de colombianos viniese porque la aristocracia limeña no estaba convencida, y porque la necesidad de un país era inimaginable para una amalgama de pueblos que se debatían entre la servidumbre o una existencia fantasmal, sin sal, en la naturaleza.

Los peruanos —y digo los peruanos por incluir a todos en independencia de su sexo o actitud frente a la vida—, nos encontramos en el dilema, no sé si ético o emocional, de elegir gobierno para el próximo quinquenio. No se trata de elegir entre el mal menor. Creo que es más complicado que eso, porque nuestra actitud, sea pública o mediáticamente protegida en una misteriosa cédula de voto, será un acto inexorable, irrepetible e irremediable, para bien o mal.

Debo aceptar públicamente que para mi caso, el respetable voto en blanco o viciado no es una opción posible. Soy científico, o en todo caso me jacto de serlo sin aires de infalible o vidente; en ese intento entiendo que el cero no constituye ningún aporte a la ecuación del futuro: una función probabilística que guarda una constante “K”, en contraposición con una variable cuya expresión es incertidumbre, esperanza para unos o pesadilla para otros.

La constante “K” representa la genética de una banda criminal que no ha dejado de saquearnos los bolsillos y de sabotear este país en el cual cada cinco años hemos tenido la ilusión de vernos representados.

La constante “K” conlleva el morral de todos los terrorismos posibles: desde aquél que nació en los cuarteles, pasando por borrar la memoria de Grau o Cáceres, desde ligaduras, vasectomías y lobotomías, hasta ese que provino de las huestes de la subversión y que la susodicha banda apadrinó, bajo la figura de la Ley de Arrepentimiento, que mi buen y respetable vecino Jorge Nakamura tuvo la inteligencia de concebir.

Esta constante diabólica está impresa en la frente de esa bestia que es el narcotráfico; productiva actividad que logra el milagro de grandes hoteles, urbanizaciones y grandes inversiones sin temor a la quiebra en esta selvática y pintoresca región San Martín. Así es amigos, todo se sabe, y si no se dice es porque la espada de la muerte está desenvainada y lista a cortar la cabeza de cualquiera que ose mencionarlo. Pero no decirlo también tiene un costo: el de vidas inocentes que vienen a este mundo sin haberlo pedido y a quienes obligamos a aceptarlo, porque “eso es lo que hay”.

Por esa misma razón, no espero justificación si me equivoco, y acepto el hecho de perder oportunidades o deferencias inútiles. Tampoco espero la condescendencia de quienes no piensan así y que a pesar de ello, respeto.

Apoyaré a ese profesor de escuela que se la juega ante un monstruo de miles de cabezas aullantes desde la gran prensa. Lo apoyaré, porque lejos de contar con más poder que el que los ciudadanos pueden otorgarle con su voto, es la única opción de construir un verdadero país bajo una coalición al margen de izquierdas o derechas.

Será sumamente difícil que el profesor Castillo cumpla en magnitud sus propuestas clave en salud, reactivación económica, educación e innovación en ciencia y tecnología; pero espero que haga honor a su palabra de morir en el intento. Confío con optimismo que de ganar Castillo, la derecha tenga un relevo con cuadros más inteligentes, dignos de sus referentes, y que no proceda con el plan B de opción golpista. También albergo la esperanza de que un gobierno de coalición sea capaz de combatir la restauración de los clientelismos que desde hace rato han tocado sus puertas. De lo contrario, nos veremos en las calles.

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