Ahora se pide la cabeza de la ministra, como si un enésimo cambio de titular en el sector en lo que va de este gobierno, pudiera significar algo nuevo y mejor, y no más de lo mismo. Y no faltan, como siempre, los que claman por el cierre del Ministerio, olvidando lo que fue en su momento el maltratado Instituto Nacional de Cultura.
En realidad el problema de este Ministerio es estructural, y está más allá de las personas que estuvimos allí. Tiene un problema de origen, en las postrimerías del segundo gobierno de Alan García, creándose más por razones de figuración política del mandatario, que en respuesta a una política cultural organizada, que no existía. Por eso en la práctica fue un cambio de nombre y rango del INC, al que se agregó el viceministerio de interculturalidad, por la iniciativa de legisladores nacionalistas, aunque con el mismo presupuesto de la anterior entidad.
Para el Estado la cultura siguió siendo algo accesorio, dedicado a administrar el patrimonio y vivir del mismo, como lo reveló la propia ministra en referencia a los ingresos de Machu Picchu en su última intervención virtual con el Congreso, y tratar de gestionar actividades y concursos en diferentes sectores artísticos. Cualquier iniciativa chocaba con la invariable resistencia del MEF, uno de cuyos funcionarios mencionó alguna vez “que de cultura nadie se muere”. Pero también con la propia dinámica de un estado fraccionado, donde Promperú por ejemplo podía disponer ingentes cantidades de dinero para promover la marca Perú con artistas escogidos a dedo, saltándose por encima cualquier esfuerzo del Ministerio de Cultura por formalizar la relación del sector. Agréguese a lo anterior la situación de enorme precariedad de las direcciones culturales en las regiones, con la notoria excepción de la cusqueña, y la escasa o nula coordinación (cuando no rivalidad) con las oficinas y departamentos de cultura en los gobiernos regionales y municipales.
El Ministerio de Cultura debió ser el ente rector de la cultura a lo largo de todo el territorio, y no superponer funciones ni acciones, buscando optimizar y potenciar los escasos recursos disponibles, propiciando la participación más abierta de todos. Pero una cierta tendencia economicista, que se acentuó en los últimos años con todo el discurso marketero de la “economía naranja” promovido por el BID, privilegió la acción en las industrias culturales –como si ya estuvieran consolidadas en el país- centrándose en los intereses y necesidades de los productores, obviando a los otros actores y trabajadores del sector. Eso se evidencia en la negativa a abordar, e incluso disminuir, los derechos laborales de los trabajadores audiovisuales en la nueva Ley de Cine, y el abandono de las mejoras de la Ley del artista. No extraña por ende que después no se tenga la data de sectores invisibilizados, y se tenga que recurrir a una empresa para obtenerla, no obstante contar con un Registro Cinematográfico (así como lo había también de los Puntos de Cultura) desde antes de la creación del Ministerio. La cultura antes de ser empresas, logos y obras, son personas de carne y hueso que lo hacen posible, como esta pandemia lo demuestra.
No deja de ser llamativo que a pesar de haber incrementado su presupuesto en estos años, por ejemplo, la Dirección del Audiovisual, la Fonografía y los Nuevos Medios (DAFO) del Ministerio no cuente a la fecha con una base de datos de todas las películas peruanas realizadas con o sin presupuesto público, con sus fichas técnicas y artísticas completas como las que se ponen a disposición, de acceso público, en otros países de la región. Tampoco que se pueda disponer de un archivo de películas nacionales para ponerlas en red, lo que fue evidenciado en la cuarentena. Tal vez eso explique la resistencia de tantos años al tema de la Cinemateca Peruana, porque siempre es más cómodo y seguro seguir administrado lo existente antes que arriesgarse a lo nuevo.
El Ministerio de Cultura requiere un cambio radical. No es solo más presupuesto, que es necesario e imprescindible, sino un giro en sus planes y metodologías, en todas las áreas (para no hablar de lo que sucede en las de Patrimonio o Interculturalidad, cuya ausencia, más allá de lo retórico, sobre la situación de las comunidades indígenas en la selva es alarmante). Por supuesto que nadie esperaba un evento como el Covid19, sin embargo su capacidad de respuesta ha sido tan lenta, cuando no burocrática, que exasperó con justa razón a los desesperados artistas y gestores culturales, que empezaron levantando firmas y pedidos ante el silencio oficial. En estas circunstancias, la única garantía posible es la organización y agremiación, independiente y no sometida al Ministerio ni ninguna autoridad, para luchar y demandar por los derechos y reivindicaciones elementales en las leyes, como cualquier trabajador, más allá de la ayuda inmediata, que urge para los que no tienen ninguna seguridad de ingreso a fin de mes.