A Gabriel Rimachi Sialer
In memoriam
Lo terrible es que conozco todas las
respuestas. Lo supe desde el momento en que probé aquel trozo de pan remojado
en vino. Sus manos delgadas se acercaron a mis labios, luego dijo: “Anda y haz
lo que tienes que hacer”.
Al cruzar la calle rumbo a mi destino me
invadieron las náuseas, pero seguí adelante. Era consciente de la magnitud de
mis actos. Las dudas de tantos años se despejaban con cada paso y esa emoción
de saberme certero me otorgó un bienestar universal. Hecha la transacción no
hubo marcha atrás, treinta monedas no le vienen mal a nadie. ¿Qué habrá tenido
ese pan remojado en vino? No lo sabía, pero la lucidez repentina me otorgó una
respuesta inmediata. Sabiduría. No puedo decir que estuviera orgulloso, menos
ahora que siento cómo el nudo de la soga se desliza lentamente con el ir y
venir de mis piernas agitadas por el viento sobre ese vacío que se extiende entre
mi cuerpo y la tierra, mientras el cielo se colorea como nunca antes lo había
visto. Un cielo lleno de dolor, de lamentos. Quisiera saber si en Babilonia el
cielo es tan doloroso como éste, pero ese tipo de conocimiento me está negado.
Intento recordar entre cada ahogo lo feliz
que fui cuando niño. Algo nace entonces en mi corazón como una corriente tibia
que me tranquiliza momentáneamente. Mi respiración se hace cada vez más lenta y
el peso de mi cuerpo se hace más notorio; lo siento porque en mi cuello algo se
detiene y se hincha, se hace pesado. Siento algunos mareos, vuelven las náuseas,
y todo renace: los orillos desesperados se agitan como si hubiera alguna
solución, pero estoy resignado.
Finalmente, ya la soga se ha apoderado de
mí, ya no entra oxígeno, ya la vida se me escapa (o muere en mi interior), y la
nube de sabiduría se diluye en el horizonte, y mis manos luchan por liberarse
de la cuerda, por desatar el nudo, pero con cada movimiento se hace más difícil.
Ya no hay salvación, ya no hay remedio, ya no hay oxígeno. Y mi cuerpo se
bambolea y mis piernas se agitan desesperadas y veo mi lengua hinchada y
ligeramente azul y mis órbitas se inflaman y se inyectan de pequeñísimos ríos
rojos que revientan y nublan el paisaje. Y mis uñas arrancan la piel de mi
cuello y mi carne se mezcla con la suciedad de mis dedos y la sangre empapa
lentamente mi túnica y…..
En esta prisión de vísceras, músculos y
huesos, algo queda atrapado: una voz extraña, un pensamiento inerte, una verdad
confesa, una mentira desdoblada. ¡Tú!, grita mi interior, y la voz retumba como
un eco eterno en los espacios vacíos de mi cuerpo. Cada vez duele más. Alguna
vez una adivina me interceptó en el puerto, pescador de hombres, dijo, morirás
en tu red. Y ahora mientras mis córneas saltan incontrolables y esta
palpitación de las sienes me destruye la cabeza, mi lengua vibra como las
sierpes. Maldita lengua, las veces que tuviste que hacer de ángel y demonio, de
víctima y verdugo. Yo, ahora, siento que mis pulmones estallan uno a uno, y que
la sangre como un río de verdad ahoga esta mentira. ¡Tú!, grita la voz pero ya
no la oigo. La cuerda se aprieta más y más y más y más y más y con cada pataleo
incontrolable mi cuerpo gira y se mece a la vez, y mi peso engendra más peso y
este doloroso cielo termina por herir mis retinas, y mi visión se nubla, se
desenfoca y el rojo sangre de mis córneas inunda el paisaje y en el Gólgota, a
lo lejos, creo ver una cuarta cruz vacía, esperándome.