En ocasiones siento una necesidad escandalosa de mezclarme con las bestias. Entonces subo a un ómnibus. A cualquiera. Allí observo y pienso.
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En el paradero inicial. Suena la sirena que anuncia la salida del siguiente ómnibus, e inmediatamente lo abordamos. Actuamos movidos por un impulso. El sonido de la sirena: el estímulo. El abordaje: el reflejo condicionado. Igual que los animales. En esta vida pocos son los que entienden.
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Las colas en este país se hacen para esperar. Sólo para esperar, nunca para subir, bajar, entrar o salir. En cuanto se abren las puertas de cualquier lugar, las bestias emergen naturales y la cola ordenada que esperaba se convierte en tropel que aplasta.
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Último asiento, pegado a la ventanilla, fila de la izquierda. Siempre.
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Caras y narices aplastadas contra la ventana.
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Mi mejor y más fecundo estímulo para escribir es el ruido que producen los motores de los ómnibus hacinados de gente.
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Su perfume apesta; no deja respirar. No es que sea malo sino que es mucho. Se maquilla antes de llegar al trabajo. La observo. Ella siente la observación. Se incomoda. Mira a cualquier parte. Hace gestos. Se sopla el cerquillo. Qué linda.
Tempestuosamente, le pregunto:
—¿Qué prefieres? ¿La chicha de maíz o de sobre?
Ella voltea, me mira, y reacciona espontáneamente:
—¿?
Su cara, su cuerpo, su vida entera es un signo de interrogación. Intenta hablar.
—No me contestes —le digo. Y pestañeo: —De sobre.
Después agrego, cuando ella, vuelta hacia adelante nuevamente, está guardando sus cosméticos en la cartera:
—Te malograron el beauty parlor.
Ella hace un gesto de fastidio y ya ni siquiera me mira. Pero escucha. Sabe que tengo razón.
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Los pasajeros están todos entrelazados unos con otros. Algunos han perdido la cara. Y otros aún la conservan, pero desfigurada. Gerardo Chávez debió pintar los monstruos de sus óleos después de haber viajado en ómnibus.
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De pronto tuve ganas de tirarme un pedo. Pero la flaca que venía a mi costado me cohibía. Ajusté las nalgas varias veces, y varias veces sentí un coctel revoloteándome las tripas. Finalmente solté un gas denso, soporífero. Ella no pudo aguantarlo y arrojó un vómito fascinante. La marejada rodó por el pasillo. El fierro se levantó debajo de mi pantalón y cayó sobre mi pierna. Tuve ganas de besarla.
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El chofer hizo una maniobra sagaz. Tan cerrada la curva no era, pero al dar la vuelta se resbaló del asiento y quedó tendido en el suelo con el timón en la mano. Casi nos mata. Muy sagaz la maniobra.
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Otros engendran y yo me perjudico.
No; no tengo por qué perjudicarme.
Yo sólo me levanto cuando me bajo.
No puedo imitar a quienes detesto.
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—¡Yo soy mujer, señor! Una mujer no puede ceder el asiento a otra mujer. Menos a un hombre. Por más viejo que sea. ¿Dónde se ha visto? ¿Para qué están los hombres, entonces?
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Volteo distraído y sorprendo a una señora mirándome en actitud implorante.
—Usted todavía está buena para la cama, y está pensando en que le cedan el asiento. No joda, señora. Por favor.
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Los movimientos feministas, dentro de un ómnibus, se van a la mierda. Allí las mujeres no quieren saber nada con los derechos sociales ni con la igualdad de sexos. Sólo les interesa conseguir un lugar donde poner el culo.
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Aquí supe que el maravilloso Schopenhauer existía. Mejor dicho, aquí supe que en el mundo existió alguna vez un hombre que se apellidaba Schopenhauer y que además había dejado escritas algunas frases célebres; muy buenas, por cierto. Fue el punto de partida. La cultura también viaja en ómnibus.
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—Son mujeres absolutamente jóvenes y fuertes; no necesitan un asiento.
—¡Pero mira sus zapatos, tan altos!
—Son estúpidos. Y ellas más, por ponérselos.
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En una esquina subió la Orquesta Sinfónica Nacional. Sus miembros, impecablemente uniformados, pidieron disculpas por la interrupción, se presentaron, se acomodaron e instalaron sus instrumentos. Tocaron muy bien, para qué. Después de hacerlo, el director agradeció la atención recibida y recorrió el ómnibus extendiendo un sombrero.
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Se desocupó un asiento. Y la mujer que todo el rato había venido parada, pobrecita, parada todo el rato, no quiso sentarse. Miraba alternativamente dos objetos: el asiento y la ventana, el asiento y la ventana, el asiento y la ventana. No se sentaba para no malograr su vestido, pero no con la intención de Vallejo –que a veces no se sentaba para no arrugar la poca ropa que tenía- sino porque a ella le daba asco sentarse.
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Dos hombres bucean detrás de una mujer. El acto se ejecuta delante de mí. El ómnibus está vacío. Miro por la ventana. La mujer me mira insistentemente. Por fin, con sus dedos índice y cordial, me golpea el hombro y habla:
—Me están robando.
Yo miro y constato que, en efecto, le están robando.
Después, vuelvo a mi posición anterior.
—¡Me están robando, señor! —repite ella, más excitada.
Otra vez miro y le digo:
—¿Y?
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Mientras viajo en los ómnibus dejo que mi imaginación vague y divague sin restricciones de ninguna clase. De pronto me asalta una idea, trato de pescarla en primera –como una pelota en volea dentro del área- y cuando bajo corro a apuntarla. La imaginación es la liberación del sufrimiento. En cualquier parte. Sobre todo en un ómnibus.
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La cruz no estaba pintada en ninguna estampita. Vino atravesada a lo largo del ómnibus durante todo el viaje.
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Un muchacho de quince años y una mujer de cincuenta viajan yuxtapuestos. Me levanto y le cedo el asiento al muchacho, porque trae vendado el dedo gordo del pie derecho.
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Cuarenta y cinco minutos de bamboleo.
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Sin querer le rocé el hombro con mi pierna.
Y vino la reacción brusca, inmediata:
—¡Oiga! ¡Deje de estar sobándose!
—Es inevitable, señora. Es una reacción en cadena.
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El hombre –de estatura, tronco, cabeza y cabellera exiguas- regresó al sitio donde estaban sentadas su mujer y la amiga de ésta. Traía los boletos en la mano y mostraba una sonrisa ancha, orgullosa. Había pagado los pasajes. Los tres pasajes. Un caballero. Ahora sólo esperaba los agradecimientos, los halagos respectivos. Siempre los esperó. El quería una medalla al mérito, mientras que su mujer y la amiga de su mujer sólo querían conversar.
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Cayó como un bulto sobre el asiento.
—¿Por qué se amarga? —me dijo, desafiante.
—Porque por lo menos podría usted dar las gracias, vieja de mierda —y avancé.
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¿Pero qué hace? No está un minuto quieto. Se sienta, se para, se vuelve a sentar, se vuelve a parar. Se le caen los papeles. Debe ser portapliegos. Por el cuello surcado parece italiano. El terno cochino. Los zapatos desarmados. Le cede el asiento a todo el mundo. Bueno, a todo el mundo no. A las mujeres solamente. Se sienta a cada rato. Como si les reservara el asiento. El ómnibus está ya casi vacío y él está sentado y atento a que otra mujer suba. Apenas la ve se para, la corretea y, sonriendo macabramente, le palmotea el hombro. “Siéntese, señora”, le dice. “Siéntese, señorita”. A veces ni siquiera le hacen caso. Es demasiado viejo para ser correspondido.
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—Piensa, hermano. El recargo del 50% que sufren los pasajes, pasadas las doce de la noche, se calcula sobre el importe correspondiente a cada categoría: 50% sobre el universitario, 50% sobre el adulto. ¿Cómo pretendes cobrarle, entonces, a un universitario, pasadas las doce de la noche, el recargo del 50%, pero sobre el importe del pasaje adulto? No seas obtuso.
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Pagué mi pasaje con un cheque a la orden del cobrador.
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—¡Para pues, carajo! ¡Cόmo quieres que baje si sigues andando!
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Fernando Morote
Piura, Perú-1962. Autor de las novelas “Los quehaceres de un zángano” (2009) y “Polvos ilegales, agarres malditos” (2011), y del libro de relatos “Brindis, bromas y bramidos” (2013). También del poemario “Poesía Metal-Mecánica” (1994). Ganador del Concurso Sexto Continente de Relato Erótico (Madrid, 2010). Finalista del VII Premio Internacional Vivendia-Villiers de Relato (Madrid, 2012). Sus textos han sido incluidos en las antologías “El sabor de tu piel” (2010), “Microantología del Microrrelato II (2010) y “Eros de Europa y América” (2011) de Ediciones Irreverentes de España. Varios de sus relatos han sido publicados en la edición digital del periódico Irreverentes de Madrid. Ha colaborado con diarios y revistas de su país. Actualmente vive en Nueva York.