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CUENTO: LA NUEVA COMUNIÓN

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LA PRIMERA COMUNIÓN

Escribe Fernando Morote

Los encontré aglutinados en el atrio. Protestaban indignados con los puños en alto, arremetían contra la puerta, empujaban a los policías, escupían lisuras, le dedicaban injurias al párroco. Parecían revoltosos que se habían quedado sin entradas para ver una película porno.

Me filtré a través de ellos y, después de recibir varios empellones y algunos manotazos, llegué hasta uno de los policías que resguardaba el ingreso. Le mostré mi tarjeta de invitación y me dejó pasar; conmigo entraron quinientos saludos ardientes para mi madre.

Adentro la cosa no estaba mejor. La misa aún no había comenzado y se notaba en el ánimo de los asistentes una desesperación desbordante. Algunos pifiaban con todas sus fuerzas. Por ahí escuché también el sonido de una matraca, de un tambor. En vano traté de avanzar para encontrar un sitio más desahogado donde ubicarme. Había allí más gente que en un clásico U-Alianza.

Las tribunas estaban abarrotadas. Sólo la nave central se mantenía sin invadir. En cuanto a eso, la disciplina era admirable porque era espontánea. Yo estaba acostumbrado a encontrar en las iglesias sólo viejas cucufatas devorando rosarios al amparo de un abono vitalicio. Por eso me sorprendió la concurrencia masiva de esa mañana. Le pregunté al anciano que estaba a mi lado si él conocía el motivo.

—¿No ha leído los periódicos? —me contestó.

—No. ¿Por qué?

—Lo han estado publicitando toda la semana.

—¿Publicitando? ¿Qué cosa?

—La nueva comunión.

¿Nueva comunión? Saqué mi tarjeta y no; ahí no decía nada de nueva comunión ni cosa por el estilo. Era una vulgar invitación, como cualquier otra; me la regaló un primo que no podía venir porque lo habían operado de la nariz. El anciano hundió su codo en mis costillas.

—Fíjese —me dijo— Ya va a empezar —y con su cabeza señaló el altar.

Cuando el sacerdote franqueó el umbral de la sacristía, una ovación lo levantó en vilo. Se desató la euforia. Sonaron la matraca y el tambor. También una bocina de panadero. Los ocupantes de las naves laterales comenzaron a saltar extasiados; los que ocupaban las bancas se pusieron de pie y empezaron aplaudir.

El sacerdote, que era joven y desvaído, y que por su delgadez y sus pelos largos y desordenados parecía más bien un director de orquesta, se vio obligado a agradecer el recibimiento con tres venias bien pronunciadas, ejecutadas solemnemente delante del altar. Después, con un movimiento de las manos, pidió silencio a los concurrentes. Pero nadie le hizo caso. La algarabía, el caos, continuaban desenfrenados y no presentaban síntomas de querer detenerse. El sacerdote comprendió que pedirle silencio a esa turba era como pretender explicarle la teoría de los colores a un ciego. Entonces se ubicó detrás del altar y, sin más trámite, inició el rito.

Desde mi ubicación, apoyado y casi aplastado contra el portón de entrada, sólo pude ver a lo lejos cómo el sacerdote movía los labios y no decía nada. De rato en rato interrumpía la celebración de la misa para pedir nuevamente silencio. Pero era imposible calmar a los perros. Se mandó entonces con un sermón de quince minutos y, “mis pasos dejo, mis pasos doy”, eso era lo que yo escuchaba, ¿mis pasos dejo? ¿mis pasos doy?, no entendía nada, leyó el evangelio según San Mateo. “Sin helar, por favor”. Pero todos se zurraron en la noticia. Y lo siguieron haciendo. Hasta que llegó el momento de la comunión.

La turba de repente se calló. Se implantó, por voluntad propia de los asistentes, un silencio total, impecable. Ya no sonaron la matraca, ni el tambor, ni la bocina de panadero, sino más bien un órgano entonando desde la mezanine el Himno a la Alegría.

El sacerdote, de pie otra vez delante del altar, abrió los brazos imitando a Cristo y convocó a los infieles para que recibieran la comunión. Se operó en ese momento dentro de la iglesia un instantáneo, sincronizado y perfecto cambio de posiciones. Los ocupantes de las bancas y de las naves laterales abandonaron sus sitios y ocuparon la nave central. Lo hicieron en un solo acto; pulcra, silenciosa y ordenadamente. Con qué piedad, con qué contrición lo hicieron. Sólo cuatro gatos, por incredulidad, permanecieron en sus ubicaciones originales: yo era uno de esos gatos.

La turba, inmejorablemente alineada en dirección al altar, hacía esfuerzos enormes para no perder la ecuanimidad repentinamente adquirida. El sacerdote llamó al mozo. Clap, clap. Y sus dos acólitos vinieron prestos; el uno con el cáliz y el otro con un cojín rojo de terciopelo, borlado a los extremos, sobre el cual brillaba una tarjeta plastificada de color verde.

El sacerdote destapó el cáliz y surgió a la vista de todos una superficie plana y blanca. Vidriosa. Brillante. La turba, apretujada en la nave central, observaba impaciente pero contenida. Efectuados los mil conjuros sobre el cáliz y la tarjeta: bendición, consagración, beso, chupada, levantada con las dos manos, etc., le tocó el turno al primero de la fila. Yo soy el pan de vida, el que viene a mí no tendrá más hambre. “Me provoca un anticucho. Depositen sus óbolos nomás, yo cobro los intereses”.

El sacerdote enterró la punta de la tarjeta plastificada en la superficie plana, blanca, vidriosa y brillante, y sacó de ella un cerrito compacto que llevó cuidadosamente a la nariz del infiel, quien con profunda convicción lo aspiró hondo, hasta casi fracturarse el tabique, luego de lo cual se prosternó y, persignándose, emprendió el camino de regreso a su sitio. Allí se arrodilló, oró durante menos de un minuto, era evidente que no podía resistir más tiempo, y con las mismas, rígido y haciendo morisquetas, abandonó la iglesia. Mientras tanto los obreros continuaban avanzando humildemente hacia la ventanilla de pago, donde encontraban siempre dispuesta la mano derecha del sacerdote con la tarjeta plastificada y el cerrito blanco, vidrioso  y brillante en la puntita. Armoniosas aspiraciones. Así sucedió con todos los infieles hasta que la iglesia quedó prácticamente vacía.

Los cuatro gatos incrédulos permanecimos en nuestros lugares esperando el punto final. Pero no lo hubo. El sacerdote ordenó con una seña al organista de la mezanine que dejara de tocar y que se fuera. Administró luego sendos cerritos a sus dos acólitos y se aplicó también él un buen par antes de guardar el cáliz y la tarjeta plastificada en la caja fuerte debajo del crucifijo. Hizo sonar la campanita y se retiró, sin siquiera decir podéis ir en paz.

Deduje que ése era el final y salí. Afuera encontré a los comulgantes desparramados. Algunos estaban sentados en el jardín y otros habían formado grupos, pero todos sin excepción estaban rodeados de botellas y tenían en las manos vasos descartables con cerveza helada.

A pesar de todo

“Viva el Perú”, pensé. “¿El Perú vive?”, pensé.

Mentira.

El Perú está muerto.

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