Literatura

CUENTO: «La chica de Buticelli» de Alexander Campos Soto

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LA CHICA DE BUTICELLI

Escribe Alexander Campos Soto

“Tal vez sea bueno que el sexo haya pasado ser algo natural para el común de los mortales. Para mí nunca lo fue, no lo es. Ver a una mujer desnuda en una cama ha sido siempre la más inquietante y turbadora de las experiencias.”

Mario Vargas Llosa, El pez en el agua

 

En aquellos años yo vivía en Lima, era joven, y, las personas que me conocían, me consideraban apuesto e inteligente, con un futuro prometedor —cosa que jamás llegué a creer—. Y ahora, con los embates del tiempo, confieso que fue todo lo contrario. De apuesto no me queda ya un recuerdo fijo. Sí, cómo verán, me clasifico como un perdedor, un escritor fracasado, con miles de proyectos que se quedaron en el tintero.

Lima, durante el invierno, es una ciudad inapropiada para las almas puras y para la melancolía. Y lo único que hacía era leer largas novelas que me compraba con la ayuda de un pariente, que vivía al otro lado del mundo. Tenía las cosas claras: sería escritor y, sobre todo, viviría en París, escribiendo las historias que me harían famoso. No como ahora que me he convertido en una carroña y ya unas canas blancas brotan de mi cabeza.

Después de terminar alguna lectura, me refugiaba en algún café-internet, leía blogs literarios, portales noticiosos (sobre todo, la sección cultural). Y los sábados por la mañana partía  hacia el otro extremo de la ciudad, a la casa de un notable escritor para que revisara mis manuscritos. Todo marchaba perfecto, al menos eso creía yo.

Cuando, no recuerdo cómo, me topé con una extraña página web (muy distinta las que solía frecuentar).  Se ofrecía muchachas de distintas nacionalidades y edades. Desde luego, todas hermosas, blancas como copos de nieve, morenas como el color del pan tostado. Esas imágenes sensuales me entusiasmaron y pensé que la chica de mis sueños —en esos tiempos tenia sueños, ahora no— estaba ahí, refugiada en el mundo del ciberespacio sexual, esperando que al hombre correcto, aquel que la salvara (en este caso vendría hacer yo) para siempre.

Y en efecto la encontré, pues en la página estaban todos sus datos, su número de teléfono y, por supuesto, sus medidas, que eran sin exagerar, las medidas idóneas, perfectas.

Un viernes por la tarde decidí llamarla, recuerdo que estaba nervioso, y un leve sudor nacía de mi frente. Ella tenía un dejo raro al hablar, y a la vez noté que ese dejo le producía una cierta elegancia difícil de definir. Pactamos la cita a las siete de la noche, en el hotel Pacífico de Miraflores.

Siempre acostumbro llegar a las citas a la hora prevista. Y aquella vez no fue la excepción. El hotel se mostraba acogedor. No tardé mucho en registrarme, la recepcionista  me pareció tan cordial que llegué a pensar que se había enamorado de mí. Un camarero de rasgos andinos, me condujo hasta la habitación. A pesar de estar fría, era grande y espaciosa, había sobre la cama una pila de toallas, jabones de baño junto a un rollo de papel higiénico. Una mesita en forma de óvalo, acompañada de dos sillas.

Despaché al camarero, sin darle una propina (ya que en ese tiempo yo también vivía de propinas y mi encuentro con esa criatura de fábula se pudo gestar gracias al ahorro de varios meses). Fui al baño, me alisé el cabello. Y reposé sobre una silla de madera esperando a que llegara la muchacha del aviso sexual.

No pasó mucho tiempo y, en el pasillo, el sonido que producían sus zapatos (tacos altos) con el piso me percató de su presencia.

Toco la puerta y, al abrirla, una leve ráfaga de aire acarició mi cara.

—¡Oh, no puede ser! —exclamó sorprendida, mientras pasó a la habitación.

—¿No puede ser qué? —pregunté de inmediato.

—En esta habitación tuve mi primer encuentro hace muchos años. Nunca he coincidido en la misma habitación. Creo que es señal de buena suerte, ¿no?

—Tú no eres la chica del aviso —le reclamé, algo furioso—. ¡No eres! Estás un poco gorda y no me gustas.

—Bueno, papito, no tengo todo el tiempo. Decide tú, yo no me hago paltas…

Me quedé en silencio contemplando con un inocultable asco sus formas.

—¿Vamos a acostarnos o no?

Asentí con la cabeza. Ella cerró la puerta y se empezó a desnudar maquinalmente y se acostó en la cama.

—Ven —me llamó—. No te voy a defraudar.

Le hice caso y, al poner la cabeza sobre la almohada, cerré los ojos. Ella me quitaba la ropa con paciencia y yo trataba de pensar en otra cosa. Me hizo sexo oral y luego me dijo:

—Ya puedes subir, estoy lista.

Fue la peor relación sexual de mi vida. Apenas terminamos me metí a la ducha y estuve como media hora allí. Salí cuando el agua se enfrió demasiado y ya me resultaba intolerable.

Ella ya se había ido. Descubrí que dejó una notita con su nombre: Soy Nadia, la chica de Buticelli. Mi correo nadialove@hotmail.com y mi celular 954853546.

Rompí la tarjeta y me puse a llorar. El mundo era muy injusto: hasta las putas se burlaban de mí.

Antes de irme, recogí del suelo los pedazos de la tarjeta. Al llegar a casa, armé el pequeño rompecabezas y le mandé un correo electrónico en donde le informaba que había sido el mejor polvo de mi vida. “Te extraño”, le dije al final y me sentí un mentiroso profesional. Creo que aún puedo ser escritor, a pesar de todo.

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