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Cuento: «El cazador de dinosaurios» de Gabriel Rimachi Sialer
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11 años agoon
A Doña Natividad Sialer, con valor.
La primera vez que Rimatti fue a comprar un libro –oficialmente, en librerías de algún circuito y no en aquel gran corralón de libros viejos del Centro al que acudía religiosamente una vez al mes —lo buscó con cuidado entre los estantes, leyendo la contratapa de cada uno. Sabía de antemano cuál quería, pero de todas formas aquello era parte del rito librero: ver las portadas, apreciar los colores, sentir el olor de la tinta en el papel impreso, el aroma del papel, la solidez del lomo, observar la armonía que muestran las imágenes de las portadas con el juego de la tipografía, imaginar la historia a partir de las tapas, sentir el peso de un libro nuevo, virgen, entre sus manos, esperando a ser devorado. En la sección de infantiles se detuvo a revisar Donde viven los monstruos, una edición hermosamente ilustrada que siempre había leído en Internet, a baja resolución y mal traducida.
El muchacho encargado de la sección se acercó a ofrecerle diez títulos más pero notó cierta actitud en su mirada que le hizo retirarse en silencio, como si hubiera visto, en aquellos ojos, una intención homicida. En uno de los estantes (detestaba la palabra anaqueles) de Literatura Contemporánea encontró la edición que buscaba, no fue nada difícil, la verdad, y luego de sumar y restar lo compró: por fin un original nuevo, virgen. Su biblioteca estaba llena de libros viejos que las polillas habían devorado antes que él; o libros pirata que incluso las polillas despreciaban; muchas impresiones a las que con suerte no les faltaba un par de páginas, seguro aquellas donde por fin el mayordomo confesaba el crimen, o fotocopias que se leían a duras penas pero que eran lo que el bolsillo le había permitido durante sus años de estudiante sanmarquino. No se quedaría burro por culpa del gobierno, ni hablar. Acarició el papel, lo olió. Buscó el precio y el espasmo coronario lo hizo llevarse la mano al pecho, ahí donde colocaba la escarapela cada veintiocho de julio: la quinta parte de su sueldo de redactor. Qué importa, pensó mientras suspiraba, caminaría treinta y siete cuadras diarias hasta la próxima quincena con tal de tenerlo.
Llegando a casa se encerró en su habitación y pidió que no lo molestaran, sacó su copia pirata y leyó en paralelo. Era otra cosa, cada renglón era distinto, como más lúcido. La textura del papel bajo sus dedos simulaba una autopista de claridad. Las oraciones eran más perfectas, las letras de molde estaban completas, no ligeramente mordisqueadas por la fotocopiadora, los números de las páginas eran sólidos en cada esquina inferior y la historia se abría ante él como el mar que Moisés separó para que pasaran aquellos fulanos que nunca recordaba y que iban, como él, rumbo a la tierra prometida ¿o era otra historia? No importaba, igual huía de una edición mala rumbo a una edición mejor: el libro prometido. Y si alguna frase le gustaba, cogía su lapicero rojo y subrayaba sin piedad la edición barata.
No almorzó, tampoco cenó, mucho menos desayunó. Aquel pesado volumen era todo lo que necesitaba para alimentarse. Cuando llegó al final de las quinientas sesenta y dos páginas, se puso de pie y, como aconsejaba Flaubert, leyó en voz alta: “Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría ¿no, niño?”. Maestro. Susurró. Este tipo es un maestro… Encendió su computadora 486 y empezó a escribir el último cuento de su segunda publicación. Totalmente influenciado, no dudó en copiar textualmente algunos párrafos, cambiando nombres a las calles, a los personajes y a algunas palabras para que no se notara el plagio. Meses después lo presentó en una reunión que lo satisfizo. Ya para entonces tenía ocho originales. Todos habían sido devorados por enésima vez con la misma emoción que le produjo aquel primer ejemplar. Era como empezar de nuevo, como tener una vida oculta, y eso le gustaba, se sentía mejor. Su biblioteca seguía llenándose de piratas, pero los de su paradigmático autor ocupaban un lugar especial. Recortaba los periódicos donde aparecían sus columnas y celebraba sus comentarios sobre la situación del país y de la literatura en el mundo, pasaba horas en la cabina de Internet viendo videos de sus entrevistas, intentando seguirle los pasos para poder descifrar en qué momento o qué motivación desataba su impulso creativo. Tenía un poster con su rostro sonriente pegado en la pared (mensaje subliminal, pensaba). El método perfecto para escribir así era copiarlo y luego intentar vivir como él. Pero sólo intentarlo, porque para hacerlo de verdad necesitaría sacarse la lotería (que compraba cada domingo en la farmacia de San José, y luego de soltar las monedas sobre la palma de la dependienta, procedía a doblar el boleto cuidadosamente para luego persignarse y meterlo en el bolsillo izquierdo –donde se meten las esperanzas para hacerlas realidad – y enrumbar a casa hasta esperar la fecha del sorteo), el premio Clarín, el Rómulo Gallegos, el Alfaguara o el Planeta, pero éste último lo había ganado Bryce, así que dejó de interesarle la idea. Enviaba cuentos y más cuentos a todos los concursos de los cuales tenía noticia. En algunos obtenía menciones honrosas, en otros ni siquiera lo leían. Una vez envió seis cuentos al concurso que organizaba una cadena de librerías y al no ganar pero ni las gracias, fue a recoger sus sobres: tres de ellos no habían sido abiertos. Salió de la librería pensando en el jurado y la terrible miopía que debían padecer para no darse cuenta que él era, en definitiva, un buen escritor. En fin, pensaba, gajes del oficio. Con sus dos libros de cuentos a cuestas, y la certeza de que las cosas salían como el destino lo tenía previsto, era invitado a encuentros de escritores y conferencias, a leer sus cuentos en centros culturales, a dar charlas sobre alguno de sus escritores favoritos y a beber algunos tragos con otros colegas. Siempre le preguntaban por qué le gustaba tanto ese autor si era un escritor de derecha, si le gustaban las corridas de toros y además era antipatiquísimo y para colmo arequipeño, pero él sonreía, recitaba un par de párrafos magistrales, mencionaba un par de títulos, y todos comenzaban a hablar de fútbol. Viva el Perú.
Ya para entonces la influencia de su autor de cabecera era total. Opinaba como él y tenía la misma visión del mundo y de la creación literaria. Las pocas veces que lo entrevistaron aplicó lo que consideraba un gancho para sus lectores: el misterio y la sabiduría. Esto significaba que, luego de aprenderse de memoria citas en un libro que encontró en el jirón Camaná, las había separado de acuerdo a cada ocasión. Si le preguntaban de literatura pues se sabía doscientas frases, si el tema era la política abogaba por los derechos sociales y la igualdad con frases tan rebuscadas y certeras que dejaba al entrevistador con un temblor en el ojo izquierdo. Y luego regresaba a casa a seguir leyendo y revisando estructuras, dedicando horas enteras luego del trabajo al análisis de párrafos y oraciones, remarcando, interpretando, leyendo entre líneas.
Paseando por librerías le llamó la atención un enorme afiche bastante elegante. Conferencia Magistral, decía. Mario Vargas Llosa y su Literatura. La emoción le puso la piel de gallina y le empezó a temblar el ojo derecho. ¡Mario en Lima! ¡Después de diez años de ausencia y de El pez en el agua! Era su oportunidad. Llamó a un amigo que conducía un programa sobre libros en la televisión –el único programa sobre libros de la televisión, que además duraba una hora y lo transmitían una vez a la semana -y le pidió estar presente en la entrevista. Pero era demasiado tarde: el afiche estaba pegado desde hacía una semana y la locación para la entrevista estaba repleta, como él, mucho habían llamado también. Sólo le quedaba el consuelo de verlo por tele y pedirle a su amigo pelucón que le hiciera firmar un libro a su nombre luego de grabar (y para esto cruzaba los dedos porque seguro los que asistirían al plató se lanzarían sobre él para conseguir la firma como si fuera Luis Miguel o Ricky Martin o, en el mejor de los casos, un Rolling Stone). Una parte de su espíritu quedó satisfecho. Tendría un ejemplar autografiado por el ídolo máximo, el Pelé de la estructura, el Maradona de la Literatura, el Darth Vader de las letras, (“yo soy… tu padre…”) cierto, era EL hombre, EL escritor. Para qué más. Ya podría colocar aquel ejemplar en una urna de vidrio, pues para cristal no alcanzaba, y verlo cada vez que quisiera y mostrarlo a todo el mundo. Y pensó en comprar incluso un deshumedecedor, de esos que había visto en el Museo de Arqueología de Pueblo Libre, para que el tiempo y Lima no arruinaran su ejemplar. Cuando cayó la noche continuaba de pie frente al afiche, con los ojos abiertos, la mirada extraviada y un par de efectivos policiales en las proximidades que lo rondaban dudando de su estado mental, mientras un francotirador se apostaba en el techo de la esquina opuesta y lo colocaba al centro de una cruz telescópica, no fuera a ser que llevara una bomba. Con lo sanmarquinos nunca se sabía.
Dos días después recibió la invitación: Estimado Rimatti, es muy grato para el comité organizador de este magno evento, hacerle extensiva la invitación a la Conferencia Magistral: “Mario Vargas Llosa y su Literatura” que se realizará el 11 de diciembre del presente… Detrás de la invitación, escrito con lapicero azul, decía: Feliz cumpleaños, con afecto, Iván. P.D.: tu libro ya está firmado. ¡Mi cumpleaños!, pensó, es justo el día de mi cumpleaños, qué mejor regalo. Aquella noche no durmió. Y tampoco la siguiente. Al tercer día y queriendo resucitar de entre los muertos tuvo que destapar el frasco de Alprazolan de su madre y tomarse dos pastillas para poder calmar los nervios y poder dormir. Antes de cerrar los ojos alcanzó a ver que su abuela le dejaba sobre el velador un pan con pollo deshilachado con mayonesa y apio picado, y un café. No recordaba el sabor, y eso que le encantaba, pero sintió a su estómago agradecido.
Al cerrar los ojos se vio caricaturizado dentro de un submarino de colores cuyo capitán era Vargas Llosa, y en una de las ventanas cantaban Paul McCartney y John Lennon, y más atrás, como siempre, un apático Harrison. Nunca vio a Ringo, quizá porque en su infancia nunca le prestó atención a la serie animada que pasaban en Panamericana los sábados por la mañana luego de La Gata Loca. Y entonces, cuando el submarino alcanzó el éxtasis de algarabía, todos se tomaron de las manos en una ronda que despedía arco iris como rayos láser hacia el infinito y cantaban a coro We all live in the yellow submarine, yellow submarine, yellow submarine, y así, el submarino se perdía entre bosques de hongos que sonreían y lo invitaban a darles un mordisco, y manos de muchachas hermosas se elevaban para tocarlo y él sucumbía a la pasión y se lanzaba a aquel mar de bellezas que le sonreían –son las diosas de la fortuna, pensó –y desde las ventanas del submarino Mario y Paul y Johnn y George le hacían señas de despedida y aprobación con los pulgares y él sonreía y planeaba abriendo los brazos como un avión sobre los verdes campos y ya estaba a punto de entrar cuando el grito de una vieja invadió el cosmos: ¡Aléjate de la luz!
Al abrir los ojos vio que toda la familia estaba reunida alrededor de su cama, le tomó unos segundos darse cuenta que ya estaba despierto, que esta era la realidad, y entonces, de entre el grupo salió su madre y todos empezaron a cantarle: “…porque es un gran escritoor, porque es un gran escritoooor, porque es un gran escritoóóóór, y siempre compramos sus libros”. Claro que los tienen que comprar, les dijo somnoliento y sonriente, ¿cuándo han visto a una familia que no compre los libros que su hijo escribe? Yo también compré tu libro, dijo la abuela, dos veces, aunque ya sabes que me parece un adefesio, lo mismo piensa la Julia Terrel pero igual le hice comprar dos veces también. ¡Feliz cumpleaños! Gritaron los demás, interrumpiendo a la vieja. Todos lo abrazaron. Incómodo por estar en calzoncillo bajo una delgada frazada antialérgica (la única que le permitió adquirir su sueldo de redactor porque ya era hombrecito pues, ya no estaba para que los papis le compraran cosas), sonrió complaciente. Estaba feliz. Iba a ser, realmente, un día especial. No te demores que te he preparado un desayuno de cumpleaños, le dijo su madre al salir, él sonrió. Sus dos hermanos lo abrazaron y salieron murmurando que más abrigaba un pellejo de carnero que esa colcha fru frú que se había comprado ¿así duermen los poetas? Preguntó el menor. No escuchó la respuesta.
Antes de salir de la pequeña habitación, su abuela observó la pared con curiosidad. Pósters de cuadros famosos, afiches de libros de los colegas, un corcho lleno de notas sostenidas con chinches de colores, postales de lugares exóticos, uno que otro poema escrito a lápiz en el techo –con el trazo que da la borrachera —, una calata tetona, la gran fotografía de un hombre sonriente. Ahí detuvo la mirada. Abrió los ojos en cámara lenta y comenzó: ¿De cuándo acá tienes pegada en la pared la foto de un maricón? ¡¿Qué?! ¿Acaso no sabes que por su culpa tuvimos fujishock? Es el mejor escrit… Si al menos fuera Rod Hudson, ese sí era alguien, actor, famoso y guapo, Es que no has leído sus libros ¿Libros, escritor? Mamama, el es Mario… ¡Vagos es lo que son, ociosos improductivos como tú, que sueñan, sueñan, sueñan! Mamama, ¿Mamama? ¡Qué Mamama ni qué ocho cuartos, anda busca trabajo! ¡Siete de la mañana, apestando en la cama! Si tu abuelo estuviera vivo… Dios lo tenga en su santa gloria… si estuviera vivo… ¡Lo volvería a matar! Él sonrió. Poeta quería ser, que mira, que estas flores, que te escribí un poemita, que volverán las oscuras golondrinas, menos mal que se casó conmigo y no con otra, porque yo lo puse en orden, ¡A trabajar, carajo, que de amor no comieron sus seis hijos! Allí está tu madre, que te diga. No sé cómo le permites que tenga esta vida, hija. Su madre sonrió, negando con la cabeza. Poetas, escritores, ¡una mujer es lo que te falta! Una mujer PERO DE ESAS, que te ponga en orden, que te obligue a buscar un trabajo de verdad y no esa tontera de redactor en ese diario de porquería que ni pa envolver pescado, Mamama me voy a cambiar, tengo que tomar desayuno, seguro que se ha vuelto hippie, seguriiiito, y ¡tú! –dijo señalando a su madre —tú deberías preocuparte por dónde anda este muchacho, ojalá y no se vuelva comunista, porque el hijo de Regina era poeta también, y de universidad particular ¡Y se le escapó a los treinta y dos años! Se le escapó y se volvió comunista y lo mataron o lo desaparecieron, no sé… ¡pero si se pierde es culpa tuya! ¡Porque yo he visto en la televisión cómo se pierden los poetas y terminan borrachos y viviendo en la Vía Expresa! Jesús José y María, se persignó, y que no me vengan con cuentos que no les creo nada a sus amigos del periódico ¡quién entra a comerse un alfajor al baño! La vieja tomó un respiro y él bajó la cabeza, estaba cansado de oír la misma perorata cada vez que venía la abuela, siempre era lo mismo, que una mala profesión, que un mal futuro, que por qué no aprendía inglés y se iba a Estados Unidos donde la Rosita, que el país era una mierda por culpa del APRA, que en esa carrera se iba a perder porque encima era un oficio y no una profesión… Sintió ganas de llorar y los ojos se le humedecieron. Esta vida no era lo que había soñado pero era lo que le había tocado vivir. Una tristeza profunda lo invadió, no era bonito empezar tu cumpleaños de esa forma. Cuando levantó la mirada, su abuela observó sus ojos tristes, de decepción, de derrota, rojos, rojos, rojos,… ¡Oye! Le gritó a su madre, ¡mira sus ojos rojos! Revísale los bolsillos, seguro que también fuma esa co—chi—na—da, porque estos adefesios se creen diferentes de nosotros –ahora lo miró— como te vea fumando so mierda cojo un palo y donde estés, ¡te rompo el hocico, carajo! Ya sabes. Vamos mamá, la tomó del brazo, mira que tu presión… La vieja salió maldiciendo a Dante, Goethe, Rimbaud, Poe, Melville, Navokov, Lowry, Salinger, Hemingway, Bukowski y un largo etcétera que se perdía en el aire mientras se la llevaban a la sala. ¿Pero tengo o no tengo razón, mija? Que sí, mamita. Y antes de desaparecer de su campo de visión, volteó hacia él y lo señaló agitando su dedo índice con rapidez y entrecerrando los ojos y luego mostrándole el puño tembloroso. Los había leído a todos.
II
Durante el almuerzo y ya pasado el incidente del desayuno, contó lo de la invitación a la conferencia de Vargas Llosa, preguntó si su terno estaba limpio, y lo estaba, (ese terno te lo regalé cuando tenías quince años y ahora que tienes veintiuno sigues con el mismo, intervino la abuela, si sigues en ese oficio seguro que con ese terno te van a enterrar), sus zapatos nuevos, también. Todo listo. Sólo era cuestión de esperar. Brindaron a su salud y se retiró a descansar justo cuando la abuela comenzaba a divagar sobre el flaco fumón de Ribeyro (fumador, abuela, fumador, no es lo mismo… y no me contradigan que todos los fumones son flacos y tristes y no le ven lo positivo a la vida, y se creen gallinazos y escriben sobre chancherías, porque hija, yo he visto en mil novecientos cincuenta y ocho cuando ese que le decían la foca vino con su baile diabólico al festival de Ancón y…).
Preparándose para el evento, se encerró en su habitación y separó dos ejemplares de sus libros de cuento, y durante una hora, elaboró una dedicatoria perfecta para el Maestro. A la hora de dedicar su segundo libro comenzaron los problemas: ya no tenía más palabras pues todas habían sido pensadas para el primero. Dio varias vueltas por su habitación (con tres o cuatro pasos bastaba), y arrancó la dedicatoria del primer libro y la copió tal cual en el segundo. Luego cogió un papel especial, marfileño, que había tomado de un catálogo de la papelería Kimberly que administraba un amigo suyo en Garzón, y, sacando su estilógrafo Rotring 0.2 del estuche que siempre cargaba consigo cuando se ganaba la vida como dibujante durante sus estudios de arqueología en San Marcos, escribió: “Estimado Mario, he seguido su trayectoria literaria desde hace muchos años. Soy un joven escritor que con tenacidad y mucho esfuerzo espera seguir sus pasos. Sé que el camino es difícil y que las oportunidades son escasas, pero también sé que lo lograré. Usted es una persona muy influyente en el medio, si leyera mi último libro y le dedicara tan solo unas palabras, estaría más que agradecido. Sería para mí un sueño personal hecho realidad. Espero contar con su valioso apoyo. Sinceramente, Rimatti”. Listo, y aunque estuvo a punto de ponerle pero una palabra suya bastará para editarme, creyó que era demasiado. Quedó perfecto. Colocó el papel sobresaliendo ligeramente tras la página dedicada para que de todas maneras, al abrirlo, tuviera que reparar en el. Se vistió abrochando meticulosamente los botones y anudando correctamente la corbata para que nada estuviera fuera de lugar, porque no hay una segunda oportunidad para una primera impresión, pensaba, y había esperado este momento por varios, varios años. Revisó sus papeles y colocó los billetes en la billetera de cuero que le había regalado la abuela, porque de tanto verla vacía verás que estás en el camino equivocado, y mirándose al espejo ensayó la mejor forma de presentarse. Miró el reloj pulsera, lo abrillantó frotándolo con un kleenex que robó a su hermana y colocó sus libros en una bolsa de papel con asas de soguilla, que compró en la papelera del centro. Faltando dos horas para ver su sueño hecho realidad, salió y tomó un taxi. Atravesar el Campo de Marte con la ventana completamente abierta le gustaba mucho pues era amplio y los jardines estaban siempre bien cuidados. El viento que ingresaba con ese olor a césped húmedo le daba una sensación de libertad. No era como a inicios de los noventa cuando aún permitían que se levantara el Circo de los Hermanos Fuentes Gasca cada veintiocho de julio para celebrar las fiestas patrias, pues, a pesar de lo exótico que resultaba despertarse con los rugidos del tigre o los leones, o escuchar a los elefantes a las seis de la mañana, al levantar las carpas dejaban el lugar oliendo a mierda de cinco continentes, y las ratas crecían como conejos y se paseaban de vereda a vereda con tanta libertad, que uno llegaba a pensar que los invasores eran los humanos. Era también la temporada en que desaparecían los perros callejeros e incluso los que usaban collar con placa de identificación. Todos sabían que se los daban de comer a las fieras del circo, pero nunca se pudo probar nada. En aquel entonces había un perro callejero al que todos llamaban Cholín, era pequeño y producto de una violación perruna pues tenía de pequinés, de rotweiler, salchicha y bóxer, y todos en la cuadra lo alimentaban tres veces al día. Cuando alguien llegaba ebrio, Cholín lo veía desde la esquina y corría a hacerle gracias y lo acompañaba hasta la puerta de su casa. Luego regresaba a su casita de madera que los vecinos le habían habilitado dentro de uno de los jardines que adornaban la calle. Una mañana, luego de que se instalara el circo, Cholín desapareció y se armó una búsqueda vecinal. Las vecinas que iban al mercado caminaban mirando por todos lados, preguntando a los transeúntes o a los vigilantes, como si de un hijo se tratara, pero nunca lo encontraron. Antes que el circo partiera, uno de los hijos del bodeguero que hacía footing todas las mañana para bajar de peso (cosa que nunca logró), vio que uno de los empleados echar la basura sobre la vereda, y al acercarse para reclamarle, vio el collar del Cholín entre los restos de verduras y tickets picados. A la noche los vecinos hubieran sacrificado al estilo azteca a los hermanos Gasca si la policía no llegaba. Nunca más hubo un circo en el Campo de Marte, y con el tiempo y mucho gas venenoso que la municipalidad soltó a través de largas mangueras durante dos días a finales del verano, las ratas también desaparecieron.
Esto recordaba Rimatti mientras el taxi cruzaba la avenida Arequipa y tomaba la Vía Expresa. Centenares de autos rumbo Dios sabe a dónde y él en medio, uno más, rumbo a un sueño. Llegó a un lujoso hotel y buscó la sala de conferencias. El rumor que dominaba el ambiente anunciaba que iba a ser el evento del año. Y él era parte de esa historia. Observó el entorno, parecía un desfile de modas: ropa finísima por aquí, huachaferías de buena marca por allá. Al fondo un grupo de estudiantes discutía acaloradamente. Los coleguitas jóvenes se habían reunido en un aparte, claro, ellos eran especiales, madera de otro árbol. Vio a todos lados. Un mar de gente. Un charco de escritores.
Saludó a sus colegas de oficio, todos habían ido a oír a los que compartirían la mesa con Mario, un pintor, el rector de una universidad y algún representante de algo que no recordaba, ninguno quería verlo a Él, no, él era un escritor malo, malísimo, siempre escribiendo sobre lo mismo, repetitivo, agotado, su mejor obra eran dos libros, tal vez tres pero luego era todo lo mismo, cuesta abajo, Rimatti, además ya no era peruano y había dicho que el pisco le irritaba el estómago. Qué iban a gastar su plata en taxi para venir a verlo, qué ocurrencia, Rimatti, por eso venían en ómnibus, ¿Y ese ejemplar de La Guerra del Fin del Mundo? Presurosos lo ocultaban. No, pero si es para hacerle un par de preguntas, pues, para hacerlo caer, ahhh ya, era para eso. Él no. Él había llevado Conversación en la Catedral para que se lo firmara, porque Iván había conseguido que le autografiara La casa verde, y ellos, muertos de envidia, con los intestinos retorciéndose lentamente, lo miraban celosos porque en el fondo hubieran querido tener ese libro con su nombre, malo, malísimo Vargas Llosa. Un dinosaurio de la literatura, ya no saca nada nuevo. Un producto del marketing. Un dinosaurio muriendo lentamente, extinguiéndose, le dijeron. Él prefirió ir a la cafetería a tomar algo. Se alejó del aquelarre y buscó a los coleguitas de oficio, estaban, qué novedad, sobrevolando en círculos la mesa de bocaditos y los vinos. Conversó con unos amigos y se olvidó por un momento de todo, la novedad del momento era especular sobre qué diría Mario luego de diez años de autoexilio. Cuando el alboroto de la entrada se hizo mayor, se percataron que la hora se acercaba y había que ingresar al auditorio para conseguir una buena ubicación, pero las tarjetas de invitación habían sido bien pensadas y estaban impresas en dos colores diferentes: blancas para el primer nivel, cerca del estrado, amarillas para el segundo nivel, en el palco. Rimatti miró su tarjeta: era blanca.
Escogió el tercer asiento de la cuarta fila, junto a una rubia preciosa que dijo ser representante de la agregaduría cultural italiana. Se presentó y sonrieron. Ella asintió con la cabeza y él vio cómo sus delgados dedos acomodaban un mechón de cabellos que había caído sobre su oreja. ¿Y tú, a qué te dedicas? Yo soy escritor. ¿Cómo te llamas? No, no había oído tu nombre, ¿Cómo se llama tu libro? Ah, sí, sí lo he visto en los periódicos. ¿Para mí? ¿Me lo regalas? ¡Gracias!, cuando seas famoso se lo mostraré a todo el mundo, jijiji. Dedícamelo, please. Buscó en su cartera, sacó una pluma fuente y él firmó, orgulloso, su enésimo libro de autor desconocido. Cuestión de tiempo, pensó, cuestión de tiempo.
Los minutos pasaban y su estómago se retorcía de impaciencia. Sabía que Mario estaba en una de las salas principales, alejado de todos por la enorme seguridad que lo acompañaba, seguro tomando café, conversando con gente que seguramente no había leído todos sus libros, como él. Tan cerca y tan lejos, pensó. Una cosa era leer sus libros, sus opiniones mudas en un papel reciclable, y otra era verlo, oírlo, compartir el mismo ambiente con el éxito. Todos conversaban sobre algo, no importaba qué en realidad. En el segundo nivel los coleguitas jóvenes lo miraban con desprecio, de haberse tratado de un cine de barrio seguro le habrían escupido o lanzado una bolsa con pichi. Él se dedicó a observar la ropa de la rubia preciosa, muy elegante, muy elegante; observó sus piernas largas y el pantalón negro de seda que las cubría moldeando algo que de seguro habría sido delicioso besar, palmo a palmo, sí, deben ser deliciosas sus piernas, pensó, bajó la mirada hasta la parte descubierta, cerca de los tobillos, usaba medias negras caladas y un ligero temblor en el bajo vientre le hizo olvidar por un momento la razón por la cual estaba sentado en esa sala inmensa, llena de personalidades que había visto tantas veces en entrevistas o en fotografías de las páginas sociales. ¿Tomamos un café cuando termine la conferencia? Ella sonrió, ya veremos, hace frío fuera, ¿no? creo que… De pronto lo vio salir y subir al estrado, y todo el mundo perdió el habla por dos segundos para estallar en un océano infernal de aplausos. Allí estaba, de pie, gigante, sonriente. Maradona en letras, Darth Vader, saludando a todos con la mano en alto, también a él, que lo miraba extasiado. El paradigma que bebió a Flaubert, a Faulkner, que los asimiló y los superó. El Maestro. Tomaron asiento en silencio como si comenzara la misa del domingo al mediodía. Muda la multitud de intelectuales mudos y escritores jóvenes que no fueron a oírlo, no, sino a cuestionarlo por malo malísimo, por dinosaurio. Empezó el discurso y él anotaba algunas cosas en su libreta. Cada cierto tiempo reparaba en los gestos de Mario, en el movimiento de las manos, en el énfasis de las palabras correctas, atinadas, el acompañamiento de sus cejas. En la muletilla que usaba, áh? La sonrisa enfática cuando era necesaria, el comentario sutilmente sarcástico, cuando era imprescindible. El impecable terno gris, igual que el suyo, sólo que doscientas veces más caro. El cabello plateado bien peinado, perfecto. El dominio de escena, nada de nervios, ni sudor, ni temblores de voz. Siempre con aplomo, como quien está completamente seguro y convencido de lo que dice y de lo que deben oír los demás. El tiempo pasaba y él lo estudiaba mentalmente, intentaba adivinar alguna frase que fuera a pronunciar y lo consiguió en más de cinco ocasiones: se sentía satisfecho de ello. Había dedicado gran parte de su juventud a leerlo y estudiarlo. Vargas Llosa habló sobre el estado de la literatura actual, su visión crítica de un mundo invadido por las nuevas tecnologías y dominado por la globalización. Improvisó un par de ejemplos sobre narrativa breve y las nuevas tendencias literarias, contó lo que significaba ser escritor, recordó sus inicios cuando en San Marcos era ayudante de Porras Barrenechea, el impacto que le provocó saber que su padre estaba vivo, la emoción que le causó la decisión de ser escritor ya para siempre. Leyó un fragmento inédito de su última novela, y él apuntaba, feroz, implacable, absolutamente todo lo que podía apuntar. Maldijo la hora en que rechazó el aprender taquigrafía (“eso les sirve sólo a las secretarias”) y ahora pagaba las consecuencias. Pero no importaba, anotaba lo verdaderamente imprescindible, con garabatos que luego tardó semanas en descifrar, pero estaba feliz. A cada broma la audiencia estallaba en aplausos interminables, las señoras mayores lo miraban como si estuviera cantando Julio Iglesias, y él, que para entonces había terminado de llenar su pequeña libreta con apuntes y palabras clave, disfrutaba de ver la escena total, como un gran director de cine ve el encuadre de una escena perfecta. Mario hizo uso (correcta y puntualmente) de las dos horas programadas para la conferencia y terminó deseando que vuelvan los tiempos aquellos en que los editores apoyaban, de una forma u otra, a los escritores.
Vino la rueda de preguntas y Rimatti levantaba la mano cada vez que la encargada del micrófono ofrecía la oportunidad de preguntar. Pero nada. No hubo ninguna pregunta, todos eran elogios. Gracias por aquí, orgullosos por allá, increíble más allá, sorprendente por acá… Él miraba desde el podio a todos los que levantaban la mano y hubo de poner un tope pues el que menos quería hablar. Al final, luego de una escaramuza bastante extraña, le tocó el turno a uno de los jóvenes colegas. Rimatti lo miró y pensó: a ver pues, tumba al dinosaurio-malo-malísimo.
Al momento de hacer la pregunta el enorme salón quedó en silencio. Rimatti imaginó a David contra Goliat, pero confiaba en que esta vez Goliat lo haría puré de mierda con cinco sílabas perfectamente hilvanadas. El coleguita tartamudeó, miró a todos los asistentes y el sudor invadió su rostro, se confundió entonces y preguntó lo primero que se le vino a la mente. Rimatti bajó el rostro para ocultar la vergüenza ajena. Mario sonrió desde su ubicación dominante y sólo dijo: “Cuando yo fui joven, también era imprudente. Y esa vehemencia me llevó a donde estoy ahora, áh? espero que usted tenga la misma fortuna”. Listo. Aniquilado. Ahora dedícate a escribir horóscopos, pensó Rimatti, sonriendo. Luego Mario se puso de pie y se despidió del público. Todos aplaudieron y el de la pregunta se disolvió en un charco de vergüenza para luego chorrearse por entre las patas de las butacas finas finísimas.
Rimatti se puso de pie justo cuando Mario se despedía, y buscó el momento propicio para lanzarse al estrado y alcanzarle sus libros de cuentos. La rubia preciosa también se puso de pie y mejor si no lo hubiera hecho, pues medía más de dos metros y fácilmente le habría dicho si hubiera estado molesta: me llegas al pincho, porque allí, en caso de tener pipí, le llegaba Rimatti en talla, que ahora la miraba demasiado confundido, pero aún hubiera deseado besar sus piernas. Ella le sonrió y se excusó diciéndole que siempre era igual, que era demasiado alta y ji ji ji, te asusté ¿verdad?, y Rimatti no, que no importa la talla sino lo que llevas dentro, y no se refería al corazón precisamente, pero qué importaba, pensó, siempre me pasa lo mismo, y ahora me siento jodido y radiante y viceversa, pero Mario, ¡Mario! Recordó, y despidiéndose de la rubia preciosa se lanzó a la multitud para entregar el fruto de sus noches de creación al Maestro. Fue bastante difícil. Entre el mar de periodistas que burlaron la seguridad de enclenques acomodadores de invitados, y la cantidad de personas que se agolparon para pedirle una firma o darle la mano, tuvo que repartir al menos diez codazos y un par de puñetes para acercarse a la mesa. Cuando llegó, él ya se retiraba con una comitiva que lo acompañaría hasta el Mercedes Benz negro que lo trajo desde la Cancillería, donde lo habían distinguido con una nueva condecoración. Retrocedió sobre sus pasos y vio que la entrada principal estaba descubierta. Caminó tranquilo hacia la puerta y rodeó el estacionamiento donde se hallaba el auto. Un chofer, también negro, le pidió que se alejara porque el personal de seguridad tenía órdenes de “dispersar” el área del automóvil. Soy escritor también, amigo, le dijo, y sólo quiero entregarle mis libros, se los mostró, hazme un favor y déjame que se los dé. No le voy a quitar ni dos minutos. Nada de autógrafos, dijo el chofer. Lo prometo, choche. Allí viene. ¡Morales, que enciendan los autos, ya viene el Doctor! Seis motores rugieron al instante. Coordinadamente. Era perfecta la coordinación, pensó, hasta en la vida real la literatura se imponía con la cadencia y el ritmo. Fantástico. Y allá venía Mario, el ídolo, el paradigma, el dinosaurio. Doctor, dijo el chofer, este joven… ¿Sí? Dijo Mario, mirándolo sonriente, Don Mario, dijo él… mi nombre es Rimatti, soy escritor ¡¿Escritor?! ¡Caramba qué gusto! A ver, hijo, dime en qué puedo ayudarte. Él no lo podía creer, estaba allí, junto al tres veces negado Premio Nobel de Literatura del planeta Tierra. Y mejor si no se lo daban nunca. Él merecía otro premio. Uno mayor. Bueno… mire, he publicado dos libros de cuentos y… me gustaría que usted los leyera, y le entregó sus dos libros. Mario los revisó con curiosidad, mientras los periodistas, agolpados tras la barda de seguridad, le preguntaban a gritos si se postularía de nuevo como Presidente del Perú.
Mira, yo estoy saliendo de viaje a Londres en unos días, ¿ah? prometo que los voy a leer apenas tenga algo de tiempo, tengo una agenda bastante recargada, como comprenderás, pero será un placer leer tu trabajo. Gracias por obsequiármelos, ah? Sigue escribiendo, que no basta con talento, ah? También hay que tener suerte y trabajar mucho. Gracias a usted, Don Mario, Llámame Mario, hombre, somos colegas –sonrió paternal— pero ya tengo que irme porque hay una recepción y no debo llegar tarde. Muchas gracias por los libros. Bueno… Mario, le estiró la mano y él la estrechó con fuerza, sonriente, muchas gracias nuevamente, ojalá un día podamos conversar. Ojalá dijo él mientras el auto retrocedía, despidiéndose del público y periodistas con la mano en alto. Él lo miró con admiración, con respeto. Ya lo conocí, ya le di la mano, ahora sólo quiero escribir, pensó mientras sus músculos se relajaban y el cuerpo le comenzaba a temblar. El auto pasó a centímetros de él y sobreparó: ¿No quisieras ir a la cena? ¡A la cena! Habrán otros intelectuales, conocerás más gente, hijo, sube al auto. ¡¿Qué?! ¿Era verdad? ¿Mario Vargas Llosa lo estaba invitando a la cena que se iba a hacer en su honor? ¿A él, un joven escritor desconocido que ya estaba respirando con dificultad sólo por saber que EL escritor iba a leer SUS cuentos? Sube, que se hace tarde, dijo Mario.
Desconcertado, nervioso, invadido por la alegría, pensó en una respuesta literaria para entablar amistad a nivel, claro, ésa es la voz. Recordó a una velocidad de sinapsis todas las frases que se sabía de memoria, recordó que Mario admiraba a Melville, pensó en Moby Dick e impostó la voz del capitán Ajab, dio un paso hacia la puerta del auto, estiró la mano para abrir el seguro, y dijo, bien literario: “preferiría no hacerlo”. Bueno, dijo Vargas Llosa, Bartleby, ah? Otra vez será, adiós. Y el auto desapareció seguido de una comitiva que parecía presidencial. ¿Qué? ¿Bartleby? Y se cogió la cabeza. “¿Preferiría no hacerlo?” ¡Nooooo…! ¡Esa no era la frase! ¡Nooooo…!
Maldijo a Melville toda la noche mientras bebía una cerveza tras otra y otra y otra y otra, hasta que no pudo más y a todo el que se le cruzaba en el camino le decía: hoy conocí a Vargas Llosa, y ellos sonreían, ¡éste está loco! y se alejaban y más tarde, hoy conversé con Vargas Llosa y me invitó a su cena, y ellos que ya, Rimatti, ya no tomes, y él ¿qué, no me creen? Y todas, pero sí, Rimatti, oye, murmuraban sus amigas recién llegadas a la mesa de ese bar, ¿quién lo lleva a su casa, que así como está no llega a medio polvo? y Rimatti, perdido entre la niebla de sus imágenes interiores, salud y salud y hasta verte Jesús mío y que me sirvan otra copa pero que parezca florero y qué importa mañana la condena si estuvo un rato el corazón contento; hasta que se vio solo de soledad y salió a la calle dando tumbos y se detuvo a recostarse en el poste de la esquina y vio a un grupo de muchachos que corrían hacia él con una cartera en la mano y un celular que se sorteaban de vereda a vereda mientras una chica los perseguía gritando ¡ladrones! ¡ladrones! y lo tomaron de los brazos mientras uno le buscaba en los bolsillos, y él les gritaba yo soy amigo de Vargas Llosa, yo soy amigo de Vargas Llosa, no saben con quién se meten, yo soy amigo de Vargas llosa, hasta que uno le dijo: ¡ah! ¿Te crees influyente, conchetumadre? Y entre todos lo agarraron a patadas, dejándolo tendido en la pista.
III
Cuando despertó estaba en su cama. Unos amigos lo encontraron en la calle al salir de una discoteca y lo llevaron a casa. Estaba sin zapatos y le habían robado los anteojos. Abrió los ojos y sintió el sabor amargo del licor en la boca. Las arcadas lo invadieron y corrió al baño a vomitar hasta que le dolió la garganta. Tomó agua del grifo y sintió que su estómago se refrescaba. Se vio al espejo y observó su rostro descompuesto. Salió apoyándose en las paredes, entró al dormitorio, corrió la cortina y la luz entró. Abrió la ventana y el viento fresco limpió el aire cargado. Se tocó los bolsillos y estaban rotos, recordó escenas fragmentadas, los golpes, el momento en que le arrancharon los anteojos y buscó los de repuesto en su velador. Se los puso y entró nuevamente a la cama. Apoyó su cabeza sobre la almohada, se cubrió con la frazada y suspiró. Paseó la vista por su pared y sus ojos se posaron en la foto de Darth Vader sonriendo, el dinosaurio, le dijeron, el tiranosaurio, pensó. Sólo es cuestión de tiempo, ya hablaría de él, seguro en el programa del domingo o en alguna entrevista de los periódicos.
Pasaron dos semanas y ningún entrevistador le preguntaba sobre literatura peruana, todos querían saber si sería candidato nuevamente o qué opinaba sobre el gobierno de turno o qué diferencias encontraba entre vivir en Inglaterra y vivir en Lima. Como si hubiera diferencias. No. Seguro ellos también querían vivir en Londres para escribir como él, pensaba, pero era demasiado tarde, sentado frente al televisor, sabía que les llevaba una gran ventaja. Ellos no tenían un análisis tan profundo de la obra de Mario pues leían de todo y a todos, como él, sólo que sus cerebros estaban influenciados por el falso glamour que da el conocer la realidad peruana, esa realidad mediocre, gris, pegajosa y amodorrada, de culo de vedette-prostituta, de maquilladores homosexuales amantes del más negro y delincuente de los futbolistas locales, de ministros ladrones y coqueros, de candidatas lesbianas y sórdidas, de pintores panfletarios que se autodenominaban pilares de la cultura, de embajadas ciegas ante la violación de una monja en Chile o de un empresario quemado con gasolina, encerrado en una cárcel de Bolivia. Pero no, él ya había publicado dos libros y se iba por el tercero, con talento, poco a poco, con trabajo y esfuerzo, hasta que Mario, sí, Mario, el dinosaurio malo malísimo, el que lo había invitado a la cena en su honor, hablara de él o comentara alguno de sus libros, o tan solo mencionara su nombre, porque así funcionan las cosas del marketing en el Perú, Rimatti, un escritor reconocido dice tu nombre, tan sólo lo dice, y listo, ya estás dentro, ya la gente te conoce y toma interés en ti, ya te invitan a la tele para que opines sobre coyunturas, ya vienen los viajes al extranjero como invitado a encuentros literarios internacionales, ya los demás te admiran, ya eres alguien, ya te buscan para sacar una segunda edición de tu último libro publicado con tu plata, comentaba con su familia a la hora del almuerzo, de tu libro publicado con la venta del televisor que te regaló la abuela por tu cumpleaños, con los dólares que te prestaste de aquí y de allá, con las miles de cuadras que caminaste para ahorrar hasta el pasaje en bus, con la plata que obtuviste al vender tu computadora 486, antiquísima pero vital, el corazón donde bombeabas las palabras para crear historias estupendas. La crítica volvería sus ojos hacia él, pensaba, y punto, saldría su foto en algún magazín semanal o en el suplemento dominguero de algún diario que medio país leería porque era el único que traía setenta páginas de avisos clasificados ofreciendo trabajo en Lima-Londres, claro, porque no había ninguna diferencia entre Lima-Londres, total, igual neblina, igual al Olivar de San Isidro, a la Laguna de Las Casuarinas, al calor de La Molina, a la lluvia picante del centro histórico, al mirador del Cerro San Cristóbal (con su gigantesca cruz derrotada por la realidad), claro, al Golf; porque no van a las periferias, no, ellos no, los que entrevistaban al enorme dinosaurio malo malísimo también deseaban vivir en Londres, como sus colegas de oficio, sí, eso era, o París. Preguntas por aquí, por allá, nada literarias, nada trascendentes. Pasaban los días, las semanas y él pegado al televisor, burros de mierda, qué desperdicio de entrevista, por eso somos el único país del mundo que lee medio libro al año en promedio, sí, por eso era, por los talkshows que veía puntual a la hora del almuerzo para escribir historias, Rimatti, ahí está el material, la vida misma, la realidad de un país que grita por un cambio, para armar a sus personajes, por eso no leen, pensaba, por tanto noticiero rojo, por tanto periódico amarillista dirigido por dementes pithecoides que preferían el poto con siliconas de una cabaretera y la masturbación de un bancario usurero, al último avance en la lucha contra el cáncer o al último artista reconocido como tal por mérito propio; que preferían mostrar las peleas entre cumbiamberas de dudosa reputación a los reclamos por ayuda luego de alguna inundación; o a la más importante de las exposiciones internacionales que había caído, por casualidad o ignorancia, en el país de los Incas; tan burros ellos, pensaba, que no sabían que el oro del Tahuantinsuyo se lo habían llevado los españoles y los presidentes y que esa riqueza millonaria ahora pertenecía a la Comunidad Económica Europea, eso, que así le habían enseñado en sus clases de San Marcos, donde también estudió Mario; inducción subliminal, recuerden, el método perfecto, pensaba, bien burros ellos, ¿quién iría a ver la exposición? cuatro gatos con alguna traza de burro, tal vez las orejas o las patas o el rabo, porque en el Perú nunca se es gato o perro o pericote puro, siempre se es uno de ellos pero con algo de burro, sí, claro, eso es, y dirían frente a La maja desnuda, qué bonito cuadro, esa flaca se parece a ti, mi amor, cuando estás calatita, ¿mmm?, ji ji ji, diría ella, ruborizada, pero no me digas eso que no estoy tan gorda, ji ji ji, no, mi amor, si lo digo por tus ojos tan grandes, sí, claro. Y saldrían de la mano a comer anticuchos o chanfainita en el local más barato del Centro o en alguna carretilla del Jirón Belén. Pero él seguía sentado frente al televisor, divagando, comiéndose los sesos, recortando cada apunte periodístico sobre su ídolo. Hasta que un domingo cualquiera, cuando casi había perdido toda esperanza y mientras estaba sentado en la taza de loza blanca, impecable, con los pantalones abajo, eliminando sus desechos sin tensar los músculos, luego de haberse limpiado cuidadosamente los dientes y cortado los pelos de la nariz, porque eso también era subliminal, pensaba, vivir como los personajes de sus libros, los de Mario, claro, porque a él le faltaba recorrer más camino, pero ya lo haría, — cuestión de tiempo —le hicieron a éste la gran pregunta: la del millón de ejemplares. Vargas Llosa hablaría ese domingo sobre literatura peruana actual, y casi se hunde en el retrete cuando vio la hora: faltaban cinco minutos. Salió volando del baño y encendió el televisor para alcanzar a ver el final de la presentación del programa. Cuando el presentador anunció al invitado, Rimatti sintió un escalofrío y una risita nerviosa se dibujó en su rostro. Y fue peor cuando llegó la hora de la mención de nombres y títulos de libros y su columna temblaba como cuerda de guitarrón, y Mario mencionó a los colegas más jóvenes, ¡Escucha, mamá!, a los mismos que lo llamaban dinosaurio malo malísimo, escritor repetitivo, nada nuevo, Rimatti, un viejo caduco, y él, no, que estos huevones están cagando fuera del guáter. Pero ahora esa suciedad le caía a él, en la cara, en el pecho, en el alma, en el corazón.
Esperó con ansiedad apenas comenzó la repartición de bendiciones. Alcanzó a poner la cinta de VHS para grabar el momento histórico sin importarle borrar Calles Peligrosas, ya la compraría luego, qué más da, pero su nombre no llegaba; pensó que seguro estaba en orden alfabético, porque su libro era mejor que el de los demás, claro, él hacía literatura y no anecdotarios, pero nada, Mario hizo una pausa, comentó los libros de los colegas, incluso se detuvo en algunos cuentos que le parecieron interesantes, arriesgados, ambiciosos, dijo la primera sílaba de su nombre, áh?, este muchacho, interesantísimo, Ri… ¿Y esta literatura joven está al tono con las nuevas tendencias literarias? Preguntó el entrevistador; y Mario, el gran Mario, se olvidó de su nombre para siempre, porque al día siguiente partiría a Europa y, claro, algo similar tienen, pero la literatura joven peruana tiende a ser más social, sólo que enfocada en los problemas de la clase media, y los hijitos de papá que compraban drogas como quien compra condones, porque también tiran, áh?, claro, en el mustang rojo del viejo o la cherokee de la vieja, porque si no se estresan, salvo uno o dos jóvenes que tienen un enfoque distinto, ¡Allí viene, mamá! ¡Ya lo va a decir!, y se mordía hasta las cutículas y los ojos le brillaban y sintió sus pies adormecerse y pensó ¡por fin, Dios mío!, que el primero se llama Mengano, áh?, y el segundo Ri… ¿Pero no cree usted que eso se deba a la globalización que nos integra cada día más? Interrumpió el presentador, y ¡No! ¡Imbécil! gritó Rimatti jalándose los pelos y luego las orejas, y tuvo que venir su madre con una taza de manzanilla, mi´jito que es sólo un libro, yo siempre los voy a comprar, tu abuela igual, pero Rimatti, no, no, no, que eso no puede estarle pasando, y el tiempo corría y Vargas Llosa se olvidó de su nombre y se despachó en elogios sobre la obra de Mengano, con M mayúscula porque ahora ya era alguien, sí, Maldito, con M de Mierda, lo habías seguido junto con los demás aquella noche hasta la cena en su honor, y a lo montonero le entregaron sus libros con dedicatorias y secretos papelitos marmolados, sólo que no dijimos “preferiría no hacerlo”, huevón, como le dirían después, mientras bebía y bebía licor barato porque necesitaba juntar hasta el último centavo para su siguiente publicación y porque ya estaba convencido de que a él el alcohol no le afectaba los sentidos, por aquello de que por el contrario, sus reflejos son mucho más claros y tiene más control; y bueno, ha estado con nosotros el gran Escritor Mario Vargas Llosa para hablarnos del panorama actual de la literatura en el Perú. Ojo, hay que tener en cuenta a estos escritores jóvenes que se proponen cambiar el rumbo de las letras sudamericanas al más puro estilo del boom, ja ja, sólo que con un enfoque distinto, de acuerdo a su época; si no han leído sus obras, queridos televidentes, pues están a tiempo y desde este espacio los invitamos a descubrir a estos intelectuales jóvenes, muchas gracias, Mario, por habernos concedido esta entrevista y esperamos que este encuentro se repita en otra oportunidad; Muchas gracias a ustedes por la invitación, áh?, no pierdan de vista a este grupo de muchachos entusiastas y talentosos, que pueden darnos muchas sorpresas de aquí a un tiempo, ¿áh?, muchas gracias, y buenas noches.
Gracias a ti, Mario, (volteando a la cámara) con nosotros nuevamente después de los comerciales…
…Y allí fue, Rimatti, el momento en que se jodió el Perú ¿Verdad?…
Sentado frente al televisor, con la abuela hablándole en cámara lenta mientras su madre se alejaba a velocidad luz en sus retinas llevándose la taza con manzanilla que no cumplió con calmarlo sino con desordenar aún más sus ideas, Rimatti sintió que el corazón se le había desprendido y ahora caía, dentro de su cuerpo hueco, dando tumbos hasta detenerse como una moneda que se lanza para escoger cara o sello.. Yo sabía que te iba a traicionar, dijo la abuela, lo mismo nos hizo en las elecciones de mil novecientos noventa, hijo, lo mismo nos hizo, Mamama… no me jodas, pero ella ya había comenzado a hablar y no pensaba detener su catarsis personal y él la miraba mover la boca de arriba abajo, muda, derecha izquierda, muda, y en sus oídos sólo retumbaban los nombres de los colegas jóvenes que decían que Mario era malo malísimo y que ahora corrían a contestar el teléfono que no dejaba de sonar porque ya eran importantes, ya la gente se interesaba en leerlos y buscaban sus libros en las librerías y los llamaban de la radio y la tele y las páginas culturales los citaban para saber sus opiniones sobre el panorama actual de la cultura o las necesidades de implementar políticas culturales en el Ministerio de Educación y hablaban de ellos en los cafés universitarios y se apuraban en escribir y publicar cualquier cosa, para aprovechar la cresta de la ola, Rimatti, ¿y qué te parece este texto?, ¿sí?, no importa si no lo entiendes, esa es la idea y va a salir en una antología sudamericana, no, no vi tu nombre en la lista, ¿ah, sí? Ya te dije que no importa, además puedo decir que es un cuento experimental, total, ahora somos artistas y podemos expresar lo que realmente queremos y la gente dirá que qué talentosos somos, jeje, chau, brother, suerte con tu nuevo libro, que el mío ya lo piratearon. Y Rimatti los crucificaba de cabeza, clavándoles los tendones en cruces de madera corriente, creando un camino infinito de agonizantes perpetuos, con gallinazos que les arrancaban el hígado y las córneas, dejándoles un velo de sangre en la mirada, Mamama, eso sueño todas las noches, está bien, hijo, le decía la abuela cuando llegaba borracho maldiciendo a Vargas Llosa por no decir su nombre, por traidor, esos sueños son normales, ¿Pero no te pareces a Kirk Douglas en tu sueño, no? ¿Quién es Kirk Douglas, Mamama? Ah! Un actor guapísimo, hijo, un hombre de verdad, con cara de hombre, no como los mariconcitos de hoy, con cuerpos de gimnasio y carita de mujer, que se afeitan hasta el trasero porque creen que un hombre de verdad debe ser como un pollo hervido ¿Pero… de qué hablas, Mamama? Anda toma tus pastillas que te va a acelerar el Alzehimer, ¡¿Qué has dicho muchachoemierda?! Pero Rimatti ya estaba encerrado en su cuarto, dando vueltas y vueltas, pensando y pensando, tramando su desahogo, preguntándose qué maldito enredo del destino había sucedido aquella tarde, soñando despierto que el tiempo retrocedía y oía su nombre por enésima vez mientras revisaba la cinta de VHS, porque de seguro lo susurró, pero no m´ijito, que sólo dijo la primera sílaba, y él, claro, seguro habían arreglado también con el entrevistador, pues otra explicación no había, hombre, que aún te queda Bryce, ¡Bryce!, o Bayli, ¡Bayli! y Rimatti, ándate a la eme y tiraba la puerta para caminar como alma en pena, como un zombi, sólo que pensando y pensando y llegaba la noche y al quedarse dormido la abuela entraba en punta de pies a su habitación y acercándose a su oreja le susurraba: Mátalo… mátalo… mátalo… y antes que despertara sobresaltado, la vieja huía a reírse al baño y Rimatti encendía la luz y respiraba agitado, qué pesadilla, pensaba, Dios mío, susurraba mientras veía los pósters y fotos pegados en las paredes; un collage interesantísimo, le habían dicho una vez, mensajes subliminales, respondió, tengo el mapa de España pegado a los pies de la cama, así cuando me levanto sé que tengo que ir para allá algún día, la Meca, ¿no?, así dicen, y a mi izquierda el mapa de Francia, ¡ah! ¿Rimbaud?, y Rimatti empezaba con autores en orden alfabético, de memoria, terminando en un largo etcétera, incluyendo la visita a Cesáj Valeyó (que así se dice Vallejo en francés), y Jim Morrison, ahhhhh, le decían, y él les explicaba sobre un plano del cementerio enviado por una amiga, quienes estaban en tal o cual tumba y ellos ohhhhhhh…; pero ahora sus noches eran de miedo, oscuras cavernas de terror a las que ingresaba al cerrar los ojos, y veía una luz al final del túnel y entonces se acercaba pero sólo para confirmar que una Gorgona loca se le acercaba, piedra en mano, ojo en otra, gritándole: ¡áh, Ri…, mátalo… mátalo… 1990, áh, mátalo, Ri…, me arde la barriga, Mengano, Yo soy… tu padre… áh? aggggghhhh!!! Y Rimatti, muerto de miedo y con el pulso descontrolado, se fue de vacaciones forzadas a la playa, junto a un frasco de Xanax 0.5, a pensar, al menos por un tiempo, en cosas importantes como el mar, respirar aire fresco, no ver más paisaje urbano ni saber de noticias ni televisión, eso es, le dijeron, y él, abandonaré la literatura, haré otras cosas, pescar, buen ejercicio, respirar aire puro, Rimatti, que eso es bueno, viajar, para las depresiones y liberar tensiones, mirar el cielo, caminar sobre la arena, pasear.
Y un buen día agarró sus cosas y se fue a las playas del sur.
Alquiló una casa modesta en Punta Negra y se instaló cómodamente pues no tenía muchas pretensiones para los días siguientes salvo descansar, dormir, oír música y pasear. Se despertaba tarde, dormía profundamente y cada vez más, pero le llamó la atención que desde la primera noche las pesadillas no volvieron. Desde la orilla llegaba el rumor de las olas y el sonido que produce la reventazón contra las rocas. Es la paz del mar, pensó, en casa todo estaba como en un remolino y yo al centro, como barco de papel. Por las tardes caminaba, respirando la brisa y la inmensidad de la playa. Se sentaba durante horas sobre la arena y jugaba a filtrarla entre los dedos, maravillado por las formas que, al caer, formaba. Comía pescado y bebía un poco en la unánime noche. ¿Borges? Tal vez no necesitaba escribir, pero sí leer. Aquella noche caminó hacia la casa, abrió su maletín y separó los libros de otros autores de los originales y piratas de Vargas Llosa, llevó a estos últimos a la orilla y los quemó, danzando como un guerrero alrededor de la hoguera, girando y girando mientras la botella de vino se vaciaba en su garganta, feliz.
Al ver las cenizas se sintió mejor. Como si un enorme, enorme peso, hubiera caído de sus hombros y lo hubiera liberado de una prisión a la que se había acostumbrado tanto como el ave aquella del cuento de Wilde. Sólo entonces comprendió que no hay derrota más cruel que el creer que ha vencido. Esa noche, luego de una ducha reparadora, durmió como hacía tiempo no lo hacía. Soñó que caminaba por una playa enorme y el viento tibio mecía su cuerpo como en una hamaca. Una gaviota descendía trayéndole un sobre con su nombre impreso en letras de oro, y veía miles de personas comprando sus libros, mientras por los altoparlantes anunciaban que el premio Nobel se lo entregaría personalmente Kafka; luego se vio tomando unos rones con Pedro Juan en Varadero, después se fue encogiendo como en el cuento de Carpentier, y se reconoció entonces de ocho años, cuando todo era felicidad y no había mayor delicia que vivir para ser feliz.
Al despertar oyó a las gaviotas en la orilla, olvidó su extraño sueño y desayunó. Lavó los platos, limpió la casa, habían pasado cuarenta días con sus noches lejos del mundo pirata, lejos del mundo real.
IV
No había cambiado mucho el mundo mientras estuvo lejos. Abandonó algunas actividades de poca importancia y volvió a leer. Disfrutó la geometría demente de Arlt, la perversa musicalidad de Moro, la alegría adormecida de Eguren; tal vez Rimatti era igual de anormal que ellos o, lo que sería peor: un Rimbaud moderado, un Walser vengativo o un Melville feliz. Entre los libros de la abuela descubrió un ejemplar autografiado de Monterroso y se sumergió en la fórmula simple y correcta de sus cuentos cortos. Volvió a escribir. Días después, una llamada telefónica lo convirtió en el enemigo público número uno de las facultades de literatura del Perú: Señor Rimatti, quisiéramos conocer su opinión sobre la obra de Mario Vargas Llosa, estamos preparando un artículo de colección sobre influencias y deudas literarias de los nuevos escritores, esperamos contar con su opinión. ¿Pondrán mi respuesta literalmente? Si usted lo desea, sí. Bueno, dijo, eso deseo. Díganos. Bien –Rimatti recordó la playa, las cruces… la Gorgona loca— Vargas Llosa merece el desprecio total y unánime de mi generación por haber perpetrado el más grande y vil de los actos que un escritor pueda cometer: anular el proceso artístico de la creación para embarcarse en la narración de hechos que cualquier sociólogo, con mejor suerte, podría relatar. Vargas Llosa no merece ni mi respeto ni mucho menos mi admiración. Por lo demás, me parece que hizo bien al nacionalizarse español, por ello sus opiniones sobre el Perú me tienen sin cuidado, ¿ah?, literariamente, no le debo nada. En todo caso… Disculpe, señor Rimatti, pero sus libros muestran una marcada influencia vargasllosiana. Es más, la crítica considera que usted es el único que ha logrado igualársele en el desarrollo de un estilo tan depurado y preciso a la hora de narrar hechos y describir la compleja personalidad de sus personajes… Disculpe, señorita, pero le repito, nada le debo literariamente a ese señor, ¿áh? en todo caso, la semejanza a la que alude debe ser una lamentable coincidencia… ¿Está seguro que desea que publiquemos su opinión? Tan seguro como la respuesta que le acabo de dar, señorita. Bueno… señor Rimatti… gracias por su tiempo… No tiene por qué, adiós.
Tres semanas después, al entrar al bar de siempre, nadie lo quiso atender. Se acercó al administrador y se quejó de que no lo atendieran, que era la cuarta vez que pedía una cerveza helada. No hay, le respondieron secamente. ¿Cómo que no hay? Para ti no hay más cerveza aquí. Desorientado, Rimatti observó el entorno buscando una respuesta, vio una foto de Mario sonriente bebiendo en ese bar, la ruma de periódicos al lado de la caja registradora, dinosaurio de mierda, susurró; la mano del administrador le señaló la salida. Unos muchachos de Bellas Artes (anteojos de carey, cabello crecido y desordenado, barba rala, yanques con calcetines blancos, ropa kitsh) se disputaban un suplemento dominical y lo señalaban. Entendió la figura y salió del segundo ambiente rumbo a la puerta, se detuvo y mirando a todos les gritó agitando los brazos ¡Váyanse a la mierda! El portero lo sujetó fuertemente, Rimatti se sacudió ¡Suéltame! no pasa nada –miró a todos— ya me voy…
El portero corrió el cerrojo y abrió la reja. Un revólver asomaba en su cintura. Tranquilo, Rimatti, pero esta vez se te pasó la mano… el jefe no quiere verte más por acá, ha leído lo que has dicho en tooodos los periódicos, y ya sabes cómo es la gente… se les pasará en unos días. Pero yo sigo siendo tu amigo, eh? A ver cuándo nos tomamos un par de cervecitas… Rimatti sonrió, cuando quieras, Renán, cuando quieras. Le hizo adiós con la mano y detuvo un taxi rumbo a otro bar. Antes de abordarlo sintió un golpe en la espalda, volvió la mirada y alcanzó a ver miles de puntos brillantes, estrellas, oscuridad. Y luego solo el silencio…
V
Entró a casa trastabillando, sangraba por la nariz, tenía la ropa desgarrada y se sentía mortalmente herido en su orgullo. ¡Mediocre! Le habían gritado, ¡a él! ¡Que había obtenido la II Mención Honrosa del XXII Premio Liebsfraümilch de Novela Breve, escrita íntegramente en alemán!; ¡que había renunciado en secreto a la vanidad literaria de la mitomanía y que, además, no daba entrevistas fácilmente! Ahora su nombre aparecía en páginas culturales que lo acusaban de ser un resentido sin talento, y él, tendido en su cama, observaba las paredes en su real dimensión. Sus pósters, mapas, fotos y afiches, ya no valían lo que antes. Metió la mano bajo su cama y la movió cuidadosamente en círculos hasta que halló lo que buscaba: una botella de whisky. La bebió de cinco largos tragos; no quedaba mucho, pero estos le bastaron para coger el libro de Monterroso y arrancarle las hojas con rabia, con odio, haciendo pelotas deformes que arrojaba al cesto de basura. Se desvistió y miró de nuevo las paredes. Reparó en la foto del dinosaurio. Lo vio sonriente. Cachoso. Apagó la luz. De la noche llegaba la horrible música de los grillos y el rumor de uno que otro auto extraviado en la madrugada. Se sintió pesado y cerró los ojos. Maldito dinosaurio, susurró.
Por la mañana, la abuela —enterada de todo por la prensa, la televisión y las llamadas telefónicas que torturaban su tranquilidad día y noche— le preparaba un café en la cocina, maldiciendo a los egipcios por los jeroglíficos y a Cervantes por el castellano. Imaginaba, con cada giro de cuchara, algún plan siniestro que reivindicaría la maldición divina de Babel. Se acercó a la habitación de su nieto-héroe y decidió vengarlo. Si él se atrevió, ¿Por qué ella no? Se oyó entonces en todo el universo, el ruido que produce un sueño al rasgarse con violencia. Él se retorció entre las frazadas.
Cuando despertó, el dinosaurio ya no estaba allí.