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Cuento: «Diferencia de edad», por Giovanna Gutierrez Narrea

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“Creo que estoy en medio de una pesadilla. Quisiera despertar contigo a mi lado, no con la extraña en la que te has convertido y que me está diciendo toda esta sarta de improperios”.

No sé en qué momento me dejó de querer. En estos últimos años de matrimonio siempre ha estado esquiva, aburrida, nada le parece bien; todo le molesta de mí (hasta mi presencia). Siempre la justifiqué, pensando que sería el estrés por trabajar en la universidad, donde había logrado su nombramiento como docente aun antes de nuestra boda. Paralelo a ello, estudiaba en San Marcos una maestría en Literatura Latinoamericana. Después vino el embarazo, nuestra hija y la depresión posparto. Luego vendría el doctorado en Ciencias de la Educación, en la misma institución donde ella y yo trabajábamos. Siempre la apoyé en todo. Incluso consentí que Xiomara deje a Zoe con una niñera mientras avanzaba en su carrera profesional y laboral. Total, yo ya había pasado por todo eso. Mi economía estaba asegurada como rector de la universidad y como líder político.

Claro está, que yo le llevaba ventaja en el aspecto académico, económico y cultural:   veinticinco años de tiempo extra y experiencia, los que no  importaron cuando era estudiante del décimo ciclo de la especialidad de Literatura, y yo el vicerrector académico y padrino de su promoción; cuando fue la primera en graduarse con honores, la primera en obtener el título profesional, o cuando vi su cara de felicidad al llevarle  a casa el cuadro de méritos, el cual aseguraba su plaza y estabilidad económica, a partir de ese día. Entonces, sí, era su amor, su orgullo, su vicelover (hipocorístico común en ella); por eso me lo agradeció de forma muy especial en la suite del Hotel Sheraton, capricho concedido por la alegría de haber obtenido el puntaje máximo en la facultad, a nivel de postulantes a las dos plazas publicadas de concurso nacional, en su especialidad. Fue ella quien sentenció un día: “El amor se acaba, nuestra relación está desgastada, se ha vuelto monótona, y si no cambias de actitud no esperes que esto continúe”. Finalmente, tiempo después me dijo que no podía seguir esforzándose y que quería irse a vivir con Zoe al departamento de estreno que había adquirido durante nuestros años de relación y que, para mi tranquilidad, iba a conseguir una muchacha de entrada y salida para que me cocine y tenga ordenada la casa. Y se fue, a pesar de mis ruegos y lágrimas. A pesar de mi insistencia en que el amor y la pasión no eran importantes a estas alturas del matrimonio, cuando hay una niña de por medio. A pesar de los ejemplos que le di de otras parejas que ya no se amaban pero que habían decidido seguir juntas como padres, amigos o compañeros de hogar. Pero para ella era importante el amor. Estaba convencida de que yo tampoco la quería, porque siempre estaba metido en mis reuniones del partido, que duraban hasta altas horas de la noche, pues la universidad estaba en un momento caótico políticamente a nivel de docentes y estudiantes; a ello le sumó sus reclamos por la preferencia de mis lecturas de filosofía, donde toda la sabiduría de Kant, Nietzsche, Foucault, Lacan, Badiou, Calvino se redujeron a libritos de porquería, porque su ignorancia y su cólera así lo determinaron. Me aseguró que era lo mejor para los tres, sobre todo para Zoe, que no creciera en un ambiente agrio y hostil. Era necesario el distanciamiento, decía ella.

Durante el tiempo que duró la separación intenté sobreponerme, en mis reuniones, leyendo, escribiendo, preparando mis clases; pero olvidarla me resultó imposible. Todas las mujeres me parecían poca cosa cuando las comparaba con ella. Cada vez que la veía, con el pretexto de ver a Zoe (una vez por semana), o de darle el dinero para sus gastos (lo hacía un día diferente del acordado para ver a mi hija). Sabía que no se iba a molestar, porque se trataba de dinero (que por cierto fue bastante generoso pese a que ella enseñaba en otra universidad particular). A veces, me iba de viaje, por cuestiones académicas y aprovechaba para llevarles un regalo a la niña y a ella, pero su indiferencia hacía que yo me sintiera más atraído; tenía ganas de besarla y de hacerle el amor.

Casi todas las noches soñaba el  mismo sueño: después de una larga separación nos abrazábamos, ya reconciliados y amantes otra vez. Yo había estado a punto de morir en un accidente automovilístico y despertaba en el hospital con un beso suyo en mis labios, diciéndome que todo iba estar bien y que Zoe y ella me esperaban en casa. Entonces me despertaba y comprendía que había soñado. Al día siguiente cambiaba de sueño, donde ella era la enferma y yo la cuidaba en el departamento, pero siempre con el mismo final, abrazándonos y besándola. Otra noche evitaba pensar en enfermedades y accidentes para solo recordar sus besos, sus caricias, el olor de su cuerpo, impregnado de un aroma profundo, seductor, fuerte y cálido como ella: toda la frescura de una mujer joven.

A pesar de que los meses pasaban, mi deseo por ella no disminuía. Pero nunca más me atreví  a decírselo. Sabía que ante sus ojos me había convertido en un hombre viejo y aburrido para su gusto. Y a ella ya no le gustaban los hombres así. Durante ese tiempo no le pregunté nada de su vida privada, pero siempre me enteraba (trabajando en la misma universidad y frecuentando los mismos amigos). “Está de buen ver”, me dijo un amigo que la había encontrado por el Óvalo Santa Anita. Yo solo sonreí; sabía que estaba yendo al gimnasio y había renovado todo su clóset, incluso el look que tenía la había rejuvenecido más de lo que ya era. También supe que estaba saliendo con un exenamorado de su época de estudiante, de las reuniones constantes que hacía en su departamento. Cada vez que la veía una vez por semana se alejaba más mi sueño de volver con ella. Y el poco orgullo que me quedaba hacía más distante la reconciliación. No tenía caso, para qué insistir si ella se veía tan tranquila, tan feliz, gozando de su independencia, de su libertad, mientras yo me veía cada vez más acabado. La única personita que me mantenía vivo era Zoe (curiosamente su nombre significaba vida).

En uno de mis viajes a Chanchamayo, volví a ver, después de muchos años a un viejo compañero de promoción, acompañado de una mujer joven y bonita; me la presentó como su señora (tercer compromiso, por cierto), tan felices y enamorados (como una vez lo fui yo). Sentí entonces algo que rara vez había sentido, envidia, y me dije que de nada me valían treinta y cinco o cuarenta años de lecturas y escrituras, y la reclusión en una oficina de la Alta Dirección sino tenía la placidez que ese pobre mediocre, macilento y guachafo ostentaba ante los ojos de cualquier sujeto como yo (eso era simplemente yo, tras cruzar la puerta de la universidad, un pobre sujeto sin cargo, sin gloria, sin mujer. De cierta manera se podía aplicar en mí la teoría de Lacan sobre el sujeto, cuando decía que: era un operador vacío entre significantes; y para Althusser un lugar vacío en la estructura que interpela al individuo a ocuparlo. Total, por donde lo vea en ambas teorías yo estaba vacío).

De retorno a Lima, di vueltas por la casa sin saber qué hacer, cómo escaparme de ese dolor que me ahogaba; entonces, entré  a la habitación que un día fue de los dos. Me recosté en la cama y me puse a leer.

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