Libertad bajo Palabra / Percy Vilchez Salvatierra

CUENTO: CAIN

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Después de asearme rápidamente y echarme un poco de perfume, me senté en la estrecha silla que estaba al pie de la cama y me puse a ojear una revista. La habitación se mantenía en silencio mientras que en el corredor empezaban a sentirse los primeros pasos de las enfermeras y doctores relevando al personal que se había quedado de guardia.

Mi padre había cumplido una semana de internamiento. Hacía unos días que el médico había decidido mantenerlo sedado para ahorrarle los dolores de su enfermedad. Sus ojos estaban cerrados con fuerza, dándole a su rostro una expresión compungida y triste. Por momentos, de forma inconsciente, cruzaba las manos sobre su pecho, pero yo me encargaba de separárselas. No quería que resultara una invocación para un final adelantado. No quería que mi padre muriera. Sabía que las cosas serían muy duras tras su partida.

Noté que su respiración se intensificaba. Quise llamar a una enfermera, pero si algo me había quedado en claro con el paso de los días, era que nadie iba a hacer nada más por mi padre; sólo estaban esperando que su tiempo se cumpliera, luego despejarían la habitación para darle espacio a la agonía de alguien más. Lamenté no haber hecho algo mejor con mi vida como para poder pagar una clínica y ayudarlo a irse dignamente de este mundo. Tomé una de sus manos. Tenía la piel áspera y las uñas endurecidas. La vieja cicatriz en la palma de su mano se había amoratado. No quedaba mucho de él sobre esa cama maltrecha y oxidada.

Unos golpes en la puerta me alertaron. Magda estaba parada en el umbral, me preguntó si podía entrar. “Pasa”, le dije.

Traía una bolsa con jugo de naranja, mermelada y unos panecillos.

-No tengo hambre, Magda. Gracias, pero no debiste molestarte.

Magda no me hizo caso y siguió sirviendo la comida como si nada. Dejé la revista de lado y di unos pasos hacía ella para repetir lo que había dicho. Magda levantó la mano con los dedos extendidos:

-Tu hermano va a venir hoy. Lo confirmé con tu familia. Ha pedido un par de días de permiso en el trabajo.

-Está bien –respondí-. Tiene derecho a ver a su padre.

-Tú sabes bien a qué viene –dijo Magda-. No deberías estar aquí para cuando él aparezca.

Miré a mi padre. Agradecí que estuviera sedado. Ya había tenido suficiente en sus últimos años de vida. Era mejor que ya no tuviera conciencia de nada.

-Es mejor resolverlo de una vez por todas –insistí-. Será peor después.

-Allá tú –dijo Magda, encogiéndose de hombros-. Estaré cerca por si vuelven a trenzarse. Esa ha sido la única forma de diálogo que he visto en ustedes desde que empezaron los problemas.

Magda no exageraba, pero yo quería desestimar sus palabras para no preocuparla. La última vez que mi hermano y yo habíamos intentado conversar, las cosas terminaron saliéndose de control. Luego de un tiroteo de agravios y denigraciones, mi hermano, ebrio, terminó por prenderle fuego a mi biblioteca, mientras yo me recuperaba de dos certeros golpes que me habían dejado casi inconsciente y congestionado de sangre. No tuve tiempo de reaccionar. Mi hermano se acercó por detrás y empezó a estrangularme con una llave certera. La muerte me iba envolviendo de a pocos, inyectándose en mi cuerpo como una sustancia oscura y viscosa que empezaba a anular mi voluntad. Intenté sacudirme, girar, gritar, apelar a su razón, pero de los labios de mi hermano brotaba una consigna abominable y resoluta: “Muérete. Muérete, mierda”.

El aire en mis pulmones se agotaba. Recuerdo que lo último que pensé fue en un triste final, no sólo para mi vida: mi hermano terminaría pagando sus culpas en una celda, mi padre se moriría de la pena al enterarse de la tragedia no sin antes gastar hasta el último aliento por encontrar el momento en el que su familia se hizo pedazos. Sin embargo, dos vecinos lograron tumbar la puerta de mi casa alertados por el olor a humo y los gritos previos. Con mucha dificultad consiguieron liberarme y contener la ira de mi hermano. Desperté en el parque frente a mi casa, entre el ruido del camión de bomberos y el abaniqueo incesante de una de mis vecinas. Magda llegó unos minutos después, con las mejillas heladas por tantas lágrimas vertidas. Todos mis libros se habían perdido. Era una colección valiosa, lo último que me quedaba como garantía para una vida medianamente respetable. “Deberías denunciarlo”, me dijo Magda, mientras miraba las contusiones en mi cuello y la sangre coagulada en mi nariz. “Deberías denunciar a esa bestia”.

Cuando los serenos y los bomberos se acercaron para indagar, mentí diciéndoles que el incendio se había originado por un descuido de mi parte. Las caras de desconcierto eran predecibles. Cuando pregunté por mi hermano, nadie supo darme razón. Los dos tipos que lo contuvieron me dijeron que se había escapado.

-Sírveme un poco de jugo –le pedí a Magda, mientras miraba el corredor del hospital a la espera de la visita médica. Magda tomó dos vasos descartables de la pila que estaba en una mesita pegada a la pared y sirvió el jugo.

-Vámonos de aquí, por favor. Tu padre no se merece esto –insistió Magda.

Por un momento pensé en hacerle caso, pero no me parecía justo vivir presa del miedo a pesar de aquella última experiencia. Yo no era de los tipos que gustaban de huir de los problemas. No era un cobarde. Mi hermano podía venir y quedarse el tiempo que le diera la gana, y yo había resuelto quedarme en esa habitación, sin inmutarme y sin decir palabra alguna.

Un practicante de medicina entró acompañado de una enfermera. Yo había aprendido a reconocer a los practicantes por esa combinación de juventud y miedo en sus rostros. No era fácil lidiar con el dolor ajeno las primeras veces, y ese conflicto se revelaba en las caras de esos muchachos. La enfermera era una tipa obesa, con rostro de hastío y ansias de una vida mejor lejos de tanto olor a desinfectante y muerte, a pesar de saber que pasaría el resto de su vida metida en ese hospital. Saludaron apenas con un discreto movimiento de cabeza. Magda me alcanzó el vaso de jugo y se sentó a tomar el suyo. El practicante tomó la historia de mi padre, colgada al pie de la cama. Pasó las hojas con desinterés, dejándome la impresión de que apenas si leía una palabra. Luego se acercó, me dijo que todo estaba bien y que iban a mantenerlo así por un tiempo más. Esa fue la palabra, “un tiempo más”. La enfermera preparó una nueva dosis y se la inyectó a mi padre. El practicante salió apresurado de la habitación.

Cuando la enfermera se marchó, Magda vino a mí y me dio un abrazo. Acariciaba mi mejilla y besaba con paciencia mi hombro. “Ni siquiera cuento con un lugar donde poder velarlo”, le dije. Me soltó de inmediato. Su mente no había considerado siquiera la posibilidad de escuchar algo parecido.

-Tú sabes que no podrá reponerse de esto –insistí, no sin sentirme mucho más culpable.

-Voy por un café –dijo Magda, por toda respuesta. Sus ojos enlagunados parecían ser más sinceros conmigo.

La claridad de la mañana se filtró por las persianas. Decidí abrirlas para que mi padre recibiera un poco de luz. Desde el piso en el que estábamos se veían las grandes avenidas, los edificios del centro financiero, la gente, minúscula, transitando por la calle, cada una con un rumbo diferente, con una historia diferente. La vida era un acto individual al fin y al cabo, y todos empujaban el carro de su existencia siendo ajenos a los problemas de los demás. No era solamente nacer solo y morir solo. La vida en si misma era una soledad asolapada, que revelaba su peor rostro en los momentos más crueles.

Desde esa altura también podía divisar el velatorio del hospital. No me pareció mala idea usarlo. Eran pocos los amigos que habían visitado a mi padre desde que enfermó de gravedad. Ese pequeño espacio sería suficiente para todos ellos. No habría lugar para que la indiferencia mostrara su cara.

Claramente pude sentir que el espacio de la habitación disminuía. Supuse que Magda había conseguido su café y un poco más de paciencia para tolerar la frialdad de mis palabras, pero al voltear encontré a mi hermano a cierta distancia. Tenía las manos cruzadas delante de él, a la altura de la ingle. Pensé en alguna manera de saludarlo, pero el tiempo fue pasando y al final sólo quedó ese encuentro mudo. Me senté y cogí la revista, la abrí, tapando toda la visión que tenía de mi hermano y me quedé así, sin leerla, esperando que alguien entrara para paliar la incomodidad que empezaba a asentarse. Escuché un par de pasos de mi hermano en dirección a la cama de mi padre.

-¿Crees que se pondrá bien? –me preguntó. Su voz había perdido la hosquedad de otras ocasiones, y se le notaba más bien quebrada. Bajé la revista y lo hallé con los ojos enrojecidos.

-Lo mantienen así para evitarle el dolor. El daño en su organismo es severo. El médico dice que hay que esperar, pero si me lo preguntas, no creo que salga de esta.

Mi hermano pasó una mano sobre la frente de mi padre, acarició su cabello.

-¿Cómo sigue tu cuello? –me preguntó. Le dije que estaba mejor, que las contusiones habían desaparecido por completo y que ya podía moverme sin dificultad. Mi hermano asintió con su cabeza, levemente.

– En cuanto tenga algo de dinero prometo empezar a pagarte la biblioteca –añadió.

Yo sabía que era imposible que juntara dinero para pagarme y que, de hacerlo,habría libros cuyas primeras ediciones no encontraría jamás.

-Déjalo –respondí-. Ya habrá oportunidad de resolver eso.

Me acerqué al pie de la cama y puse ambas manos sobre el frío barandal. Los pies de mi padre estaban ahí, cubiertos por una manta deshilvanada. Mi hermano carraspeó, pareció buscar las palabras correctas dentro de sus posibilidades:

-Oye, creo que lo mejor es que no nos volvamos a ver.

En el pasadizo se podía oír que perifoneaban el nombre de un doctor con insistencia.

-Estoy de acuerdo –le dije.

-No quiero decir que piense como tú respecto a mi papá.

-No estoy diciendo eso. Es posible que mejore. Uno nunca sabe.

-A eso me refiero –dijo mi hermano, mientras cruzaba a mi lado rumbo a la mesita para servirse un poco de jugo. Me miró como pidiendo permiso. Extendí mi mano con cortesía.

Mi hermano bebió su jugo en silencio. Mientras lo hacía, miraba a mi padre con el semblante apesadumbrado y pasaba los tragos con dureza, como si hubiera mezclado el jugo con un desagradable licor. Yo lo observaba sin decir nada. No era más que un dibujo borroso del muchacho con el cuál compartí tantos buenos momentos. Dejó el vaso vacío sobre la mesa.

-¿Qué piensas hacer con la casa? –dijo, sin más.

-Pensé que había un rayo de optimismo en ti –le dije.

-Me corresponde la mitad –insistió.

-Sin duda –respondí-, descontando el valor de la biblioteca y ciertas reparaciones urgentes.

Mi hermano endureció el rostro, apretó los puños y se plantó frente a mí. Me miraba hacia abajo, desdeñoso, escrutando mi rostro.

-Lo de tus estúpidos libros lo podemos resolver luego–dijo-. Necesito el dinero.

Di unos pasos hacia el umbral, cruzando por su lado, tratando de mantener el aplomo mientras salía de la habitación. Sentí una extraña mezcla de rabia y lástima por él y aun así no pude contenerme:

-Entonces ya sabes cómo resolverlo, Caín.

Sentí la embestida. Mis pasos descontrolados me llevaron hasta la puerta. El cuerpo de Magda contuvo mi caída. Derramé los vasos de café que ella traía en ambas manos. La oí gritar, mientras mi hermano me levantaba del suelo y empujaba contra la pared. Esquivé un par de golpes y retrocedí hasta chocar con una vitrina, cuyos vidrios se deshicieron sobre mí. Logré evadirlo un par de veces más hasta que consiguió sujetarme y empezó a morderme una oreja. Magda se abalanzó sobre él mientras descargaba palabras feroces, ordenándole que me soltara. Sentí un hilillo de sangre caliente descendiendo por mi cuello. Empecé a mover mi rodilla en dirección a su ingle hasta que finalmente me soltó. Cuatro enfermeros aparecieron y se interpusieron entre nosotros. Otros más llegaron para sujetarnos. Nos llevaron al hall de espera.

Ya en hall, Magda apretaba un pañuelo teñido de rojo en mi oreja; su rostro desesperado me hizoconsiderar la gravedad del daño. La gente pasaba y nos miraba con espanto. Mi hermano estaba del otro lado del corredor, caminando de un lado para otro, mientras dos enfermeros lo cercaban para evitar que volviera a atacarme. La indignación se esparcía de boca en boca y era cuestión de minutos nuestro traslado a la comisaria. Nuestras miradas se cruzaban a ratos, eran como ráfagas de furia que surcaban el trecho que nos distanciaba. Magda lo había advertido, pero a fin de cuentas yo era tan necio y culpable como mi hermano; y, quién sabe, tal vez queríademostrarle que podía pelear de igual a igual, que no temía cruzarme con él, que ya no era más el menor, el relegado. Magda acariciaba mis cabellos, meneaba suavemente su cabeza de lado a lado. Mi prima apareció en el fondo del corredor con un ramo de rosas, pero detuvo el paso, contrariada por la escena.

No hubo tiempo más culpas. Una enfermera pasó corriendo hacia la recepción del pisoy empezó a llamar con urgencia al personal médico, dirigiéndolos a una habitación cuyo número me era de sobra conocido. Varios hombres y mujeres vestidos de blanco empezaron a correr hacía la habitación donde estaba mi padre. Entraban y salían con los rostros preocupados; tropezaban entre ellos. Reconocí al practicante que había revisado a mi padre, empujando un monitor cardíaco, con el rostro desesperado; la enfermera obesa apareció con un desfibrilador. Me puse de pie y empecé a caminar hacia la habitación mientras mi hermano hacía lo mismo desde su lado. Conforme me acercaba pude notar que el paso de los doctores y enfermeras empezaba a desacelerarse, que los rostros dejaban de estar urgidos y empezaban a abatirse. Volví a encontrarme con la mirada furiosa de mi hermano poco antes de entrar a la habitación, pero ya no temí: Nunca más volveríamos a vernos.

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