Crónica

Crónica: La pesadumbre con que ahora te miro

Dos ciudades son el escenario de un periodista que entrelaza diferentes hechos ocurridos en 1996. Con maestría, Sandro Bossio Suárez narra pasajes de la intimidad de la cobertura periodística de la toma de rehenes de la embajada de Japón en Lima. Mientras que en Huancayo se descubrirá la razón del abandono de tres niños que bailan por unas monedas en el frío de la noche.

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Tenía entonces 20 años y trabajaba en un bonito diario de Huancayo, uno a colores, cosa muy novedosa para entonces, y me sentía bastante cómodo pese a que el salario era bastante malo. Ahora que han pasado veinticinco años, por supuesto, saco las cuentas de mi triste estipendio y me percato que, por entonces, todo marchaba bien porque era soltero, no tenía novia y lo poco que ganaba me alcanzaba holgadamente para mis cigarrillos.

Había llegado a trabajar a ese diario, a Primicia, por absoluta casualidad. Hacía años que yo vivía en Lima, donde estaba estudiando periodismo y donde, por una malhadada decisión de Alberto Fujimori, la Universidad de San Marcos había sido cerrada sin fecha de apertura para evitar las profanaciones de Sendero Luminoso, el grupo armado que, cuentan, arrasaban con poblados y secuestraban niños sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo.

Eran épocas aciagas, 1992, y todavía el senderismo (y, desde luego, el emerretismo) cundían en las ciudades con humaredas y largos silencios de muerte que dejaban las gargantas macilentas por la impotencia de no poder hacer nada. Las acciones violentistas habían empezado en las comunidades, sobre todo en Ayacucho y en Huancavelica, pero lentamente fueron acercándose a las ciudades, cerrándolas de a pocos, bombardeándolas por las noches. Recuerdo que yo vivía en la cuadra doce de la Calle Real, en pleno centro de Huancayo, al lado de una gigantesca tienda de automóviles, por cuya estructura de metal y vidrios la paraban detonando con cargas de nitroglicerina. Yo vi muchas veces la muerte en ese espacio: una muchacha, es verdad, que pasaba inocentemente por allí cuando llegó el coche bomba y terminó matándola. Pero pronto las lejanas ciudades andinas, como Huancayo, dejaron de ser el centro de las convenciones senderistas y éstas, vívidas y galopantes, se traspusieron a Lima, la capital, donde incluso un camión con anfo explosionó en un edificio de la bella Miraflores, dejando más de sesenta muertos.

Mal que bien (dicen que un grupo de élite del anterior gobierno había logrado capturar a los cabecillas de Sendero Luminoso y que Alberto Fujimori y sus secuaces los habían reservado para un momento oportuno), se logró la pacificación del país, aunque todavía había toques de queda, quebraduras de electricidad, algunas muertes escondidas bajo la careta del paramilitarismo.

En esas andábamos, yo visitando Huancayo por unas semanas y mi familia dichosa de tenerme otra vez con ella, cuando se me presentó la oportunidad de trabajar en el colorido diario de Huancayo. Y es que, caminando por el Puente Centenario, me crucé de vertiente a vertiente con un antiguo amigo a quien había conocido en Lima: Óscar Rodríguez. Recuerdo que hablamos muy poco, a gritos, y me enteré de la dirección del nuevo diario y obtuve la normativa de presentar mis papeles ese mismo día, cosa que hice con toda puntualidad. Me recibió en su casa Nilo Calero Pérez, nuestro primer director, y me dijo con pena que ya se habían cerrado las inscripciones, pero que iba a hacer todo lo posible pr verlo. A la mañana siguiente, muy temprano, emocionado como debió sentirse, me llamó por teléfono diciéndome que sería todo un honor trabajar conmigo. Y es que yo venía de las canteras de La Crónica, de El Peruano, de Caretas en Lima, y creo que había aprendido algunos trucos en la redacción periodística. Además, el diario era bello, me entusiasmaba trabajar en un medio tan moderno como ese ¡y desde sus inicios!

Pero hubo otra razón, además, por la que me quedé precisamente en ese medio: me enamoré. Por esos días, precisamente, conocí a la madre de mis hijas, una bella jovencita que tenía la voz de gato y la finura de una infanta. Por esos dos motivos decidí quedarme en Huancayo. Mi labor como reportero fue un verdadero éxito. Escribía los editoriales del diario (cosa que ya lo había hecho antes para otro medio nacional y ya habrá ocasión de referirlo), tenía una columna cultural y hacía noticias nacionales e internacionales en una época en la que no se usaba para nada la Internet, pues sencillamente no existía. Mi método era otro: me levantaba a las cinco de la mañana y, mientras grababa noticias de fuera, seguía adormeciéndome en duermevela. Y en el periódico hacía de mi vida un placer: entraba a las nueve de la mañana, escribía mucho, tomaba notas, almorzaba en casa, regresaba a las cuatro y seguía la tarde y parte de la noche con la edición del diario. A veces, incluso, me quedaba sobre las once escribiendo más crónicas culturales que me fascinaban.

Pasaron los primeros cuatro meses y un día encontré a los periodistas, a todos, en la redacción alrededor de Nilo Calero Pérez, quien oficiaba una novedad:

—La primera etapa de Primicia termina aquí —dijo—. Y aquí mismo empieza la segunda.

Esa noche, en efecto, le agradecieron por dirigir el diario hasta entonces y presentaron al nuevo director del medio: Richard Molinares. Era joven el nuevo director, algo callado, que venía de dirigir otro periódico amarillista de Lima. Al principio no fue muy cordial con nosotros, se mostró un poco remilgado, solitario, dándonos apenas unas breves indicaciones para continuar con nuestra labor. Pero poco a poco fue acercándose a nosotros, prodigándonos amistad, hasta que llegó a ser uno más del montón. Realmente era una buena persona Richard, quien había cambiado toda la estructura del medio, y quien se mostraba ahora sumamente apegado a nosotros. Pues bien, fue precisamente en esas circunstancias que yo, por inercia, conocí las labores de un buen cronista.

Una noche salí de la redacción bastante tarde y, como siempre, volvía caminando por la Calle Real. Compré un chicle en Paseo La Breña (que antes era la estrecha calle Callao, donde compraba primero mis revistas y después mis libros, y que nos llevaba directamente al abstruso cementerio de la ciudad) y continué camino abajo. Eran las once de la noche posiblemente y yo caminaba del todo distraído, masticado las gomillas, hasta que en la calle Lima, en plena avenida principal, encontré a tres niños bastante pequeños. Uno de ellos, él mayor, tendría unos siete años y bailaba sobre el piso con sus zapatitos rotos. La otra era una niña, de unos cinco años, y el último un varoncito de unos cuatro años, aún quizás de menos edad.

—Una propinita, joven —me dijo el mayor, el que bailaba, mirando la corbata que ya desde entonces usaba yo—. Para comprar un pancito.

Me causó conmiseración ver a esos tres niños completamente desamparados, sin calcetines, con los calzados desgarrados, y me acerqué a ellos:

—¿Qué hacen tan tarde, chiquilines? —les dije.

—Estamos trabajando —respondió la niña.

—Pero es muy tarde. ¿Dónde viven?

—Lejos —respondió el mayorcito—. Pero danos una propinita.

Les alcancé lo que tenía, claro, y me fui a casa con el corazón hecho un trinquete. Al día siguiente, otra vez volviendo a casa, los vi de nuevo en la calle, y otra vez compartí unos minutos con ellos invitándoles hamburguesas (y después fueron tamales y papas rellenas y mazamorras), y conversando sobre nimiedades que, en el fondo, querían dilucidar algo.

Se me ocurrió que el tema podía darme para una buena investigación. Por ello, estaba dispuesto a seguir indagando hasta llegar a la verdad sobre el abandono de los niños, pero al día siguiente ocurrió algo que nadie esperaba: el diecisiete de diciembre, en la capital, San Isidro, catorce miembros del grupo revolucionario Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) se metieron a la residencia del Embajador del Japón, Morihisa Aoki, para tomar en rehenes a diplomáticos, oficiales del gobierno, militares de alto rango y empresarios que habían concurrido a una celebración oficial. Los canales de televisión, desde ese momento, sólo se dedicaron a pasar emisiones del acontecimiento, y a la mañana siguiente recuerdo que me esperaba el Jefe de Prensa en la redacción para comisionarme mis labores periodísticas: me enviaban a Lima, de inmediato, para cumplir con las novedades que en ese mismo instante estaban ocurriendo. En efecto, viajé ese mismo momento, en un automóvil que lo tomé en la avenida José Carlos Mariátegui, y llegué a Lima a las cinco de la tarde. De inmediato, sin haber almorzado siquiera, me encerré en una cabina para escribir mi despacho y, después del refrigerio fui a buscar un lugar que me acogiera, desde donde pudiera hacer mis notas. Por supuesto, ya la zona residencial se había llenado, pues, de la noche a la mañana, habían llegado comisiones de periodistas extranjeros que, desde luego, tenían muchísimo más dinero para alquilar los espacios altos (ventanales, balcones, terrazas, azoteas) que los edificios de los costados ya ofrecían a los periodistas.

Desde luego, mi comisión con los niños vagabundos, con esas tres criaturas acogidas por las noches, había quedado varada en Huancayo. Pues bien, estuve cerca de quince días en un minúsculo espacio que logré alquilar en el terrado de un edificio frente a la residencia, y cada hora emitía algunas novedades de lo que acontecía. Era que gran parte de los cautivos fueron liberados con rapidez y se supo que las mujeres prisioneras, todas sin excepción, fueron soltadas la misma noche de la toma. Curioso que incluso la madre del entonces presidente Alberto Fujimori fuera puesta en libertad y por ello se especula hasta ahora que los emerretistas desconocían su personalidad. Los días eran largos, pesados porque las cosas pasaban con lentitud (los cautivos eran movidos perezosamente, los raptores daban discursos en ciertas horas, las autoridades empezaban a planear estrategias de liberación), y nosotros siempre en el cubículo de la fría azotea. Con el apoyo de otros periodistas, logramos conseguir un baño en el edificio, que todos empezamos a usar a cuentagotas, donde nos afeitábamos por turnos, y la amistad entre los hombres de prensa fue creciendo con las horas.

Recuerdo a un gordito de una revista semanal que nunca dormía. Era bastante joven, tendría mi misma edad, y era sumamente esmerado con su trabajo, pues, en una ocasión en que llegaron a la zona unas visitas importantes (el cardenal, Augusto Vargas Alzamora, y el arzobispo de Lima, Juan Luis Cipriani) llevándoles guitarras a los cautivos, salió a cubrir la información prácticamente desnudo, y a mí me dio mucha risa sus torpes movimientos con el pantalón a medio poner y su enorme trasero de Buda al descubierto. Bueno, así estábamos, recibiendo los pocos emolumentos, comiendo lo que teníamos, jugando cartas, traveseando con el dominó y conversando a más no poder. La verdad era que a esas alturas, todas las casas y edificios de la zona habían sido tomados por los periodistas, que cada día seguían llegando sin detenerse del mundo entero. Había enviados especiales (hombres y mujeres) de Argentina, Venezuela, México, Estados Unidos, Francia, Australia, Japón que, como nosotros, empezaron a vivir comprimidos en sus lugares de residencia. Por supuesto, con las horas, con los días, nos empezamos a hacer amigos, aún cuando muchos de ellos no hablaban español. Recuerdo a una bella brasileña, delgada, con el cabello rubio ondulado, que se hizo muy amiga mía y que era desenfadada, completamente dichosa, y se llamaba Rose. Desde luego, aunque a mí me gustaba mucho, no hubo nada entre nosotros, solamente una apacible amistad, porque además me enteré por ella misma que ya tenía novio y estaba por casarse. De todos esos fugaces amigos, desde luego, sólo tengo recuerdos vagos, sombríos, pero hay uno que realmente me impactó, a quien lo evoco hasta ahora con nitidez y quien incluso me motivó a escribir un bonito cuento de aventuras. Tendría unos cuarenta años, era forastero escandinavo, no hablaba nuestro idioma, pero luchaba por enterarse y traducir con un diccionario de papel las situaciones que ocurrían para sus despachos. Más que periodista era un extraordinario fotógrafo, que increíblemente sólo usaba un ojo porque era tuerto (se ponía un hermoso monóculo blanco), y que en noches de ocio me enseñaba el maravilloso arte de su trabajo: cientos de fotografías del mundo entero, adónde había viajado en cumplimiento de su deber, y hermosas tomas de Ban Gladesh, del Sahara, de los estanques sangrientos del Japón, del condado de Yuanyang, de la cueva de los cristales en México, del palacio de algodón en Pumakkale, la isla Socotra del Yemen, de las terrazas de arroz de Yuan Yang y de cientos de lugares más por el mundo entero. Fue una amistad fugaz, pero sincera, que me abrió el alma de un niño de dos metros de estatura y que, con barba y todo, se había estancado en los ocho años. Al regresar a mi ciudad natal, me puse de inmediato a escribir un cuento donde describí descaradamente al hombre (la verdad, no recuerdo su nombre, pero permanece en mi memoria exactamente como era) y donde lo instalo como un individuo aventurero que termina devorado por los nativos de una selva inhóspita. El cuento, una vez terminado, se extravió, pues entonces no teníamos computadoras donde guardar la información, así es que, años después, cuando ya era un escritor reputado, lo volví a escribir y lo publiqué con enorme satisfacción.

El edificio de los periodistas, donde pululaban reporteros de todas las cortes, se convirtió pronto en un pequeño mundo. Las mujeres pobres limeñas se enteraron de que ahí, durante al menos una buena temporada, vivirían los periodistas del mundo, así es que decidieron moverse con agilidad y una buena mañana encontramos a una señora gorda ofreciendo (qué digo ofreciendo, vendiendo, liquidando) su ponche de habas y sus panes con palta. Y después de que ella se fue, vimos entrar a otras señoritas ofreciendo dulces, mermelada, biscochos, turrones, churros, y después de nuevo a la gordita (y a otras más) entregando ahora los almuerzos, y así sucesivamente hasta que entraba la noche y con ella llegaba también la manducatoria nocturna. A la semana de estar subsistiendo en ese espacio teníamos hasta una vendedora de diarios y revistas (y era vendedora, no vendedor, increíblemente) que todos los días nos llevaba las noticias que, increíblemente, nosotros mismos producíamos.

Pero no sólo ellas se acercaron a la azotea, sino, desde luego, también las meretrices. Llegó la más aventurada una noche, a eso de las nueve, cuando ya todos empezábamos a estimular el sueño conversando sentados contra los muretes y fumando lo más que podíamos (en esa época todavía había una alta incidencia de fumadores en el Perú, lo cual disminuyó tremendamente a partir del nuevo milenio, al menos en el país). Muy cortés, sin miedo, se acercó a los periodistas que estaban pegados al escalón, unos bellos centroamericanos, y empezó a conversar con ellos. Los muchachos, tres en total, agarraron camote con la chica y muy acomedidos hasta le convidaron una gaseosa y, por supuesto, cigarrillos. No pasó nada esa noche hasta que al día siguiente volvió la misma muchacha, pero llevando a una amiga con ella. Estaban mucho mejor vestidas (creo que con blueyens y casacas y zapatos de gala) y olían a una barata pero extravagante fragancia. Los muchachos se contentaron con verlas y, poco después, de dos en dos, bajaron con las chicas por las escaleras. Fue la prueba de fuego. Desde esa noche, muchas mujeres con pantalones apretados y blusas escotadas subían al edificio y marchaban con los periodistas (había unos, como los portugueses, los alemanes, los vietnamitas que no demoraban nada) para regresar un poco después. Según me enteré, algunos iban a un hotel cercano, pero como era costoso, las chicas habían arrendado un departamento donde los hombres de prensa recalaban en secreto. Yo, con las hormonas a cien, también quise en algún momento seguirlas, refocilarme con ellas, pero me contenía el romántico recuerdo de mi novia pequeñita, bellísima, y además el incontrolable pavor que le tenía a los tumultos, sobre todo a los escándalos.

En fin, cosas horrorosas ocurrieron en ese tiempo, por ejemplo saber que el entonces arzobispo Juan Luis Cipriani había llevado en realidad guitarras con micrófonos para saber los movimientos de los facinerosos. Yo abandoné la azotea a los trece días y continué con mis pesquisas ya desde Huancayo, conectado a una canal de cable y a la radioemisora más noticiosa por entonces. En los siguientes ciento diez días me enteré, claro está, de los hechos suscitados en la casa de Morihita Aoki. También supe, por terceras lenguas, que tras la retención de los rehenes, se conformó el Comando Chavín de Huántar, cuya identidad se guardó hasta el último día, y donde setentaiuno de los setentaidós rehenes fueron liberados en una incursión armada que dejó un rehén muerto y todos los subversivos difuntos, controversia generada por la supuesta ejecución extrajudicial de los fanáticos. Nunca más vimos a Vargas Alzamora (que, es más, poco después enfermó hasta la muerte) y el llanto inconsolable de Cipriani por la muerte de los emerretistas, tiempo después, conmovió a casi todo el Perú, pero no a mí porque ya tenía la impronta del verdadero Cipriani en la mente.

La otra noticia interesante (y, valgan verdades, para mí la mejor) fue que pronto volví a reencontrarme con los niños que mucho se habían metido en mis huesos. Fue una noche de viernes (yo tenía los viernes como míos, podía quedarme hasta el cierre de la edición y, comiendo algo en los restaurantes noctámbulos, volver de madrugada a casa, porque el sábado descansaba y podía dormir hasta tarde) en que los volví a ver. En cuanto notaron mi presencia, como siempre, corrieron hacia mí, pues ya me conocían, y sentí una gran emoción cuando la niñita se abrazó de mí. Sentí una viva conmoción, claro, y también los abracé, y les di monedas a los tres, y les dije que seguiríamos siendo amigos. Les pregunté por su papá, cómo era que ese señor los dejaba hasta tan tarde en noches lluviosas, y la respuesta de la niña me dejó marcado para siempre:

—Mi papá murió hace tres meses.

—¿Y tu madre? ¿Acaso no tienen una madre que vea por ustedes?

La misma niña me contestó:

—Mi mamita está enferma —y dejó de sonreír—. Nosotros tenemos que trabajar para que se cure.

Una rabia sin límites corrió por mis venas, enceguecido por esa cruda narración, y de inmediato mi cerebro se ensoberbeció: el padre alcohólico había muerto por un mal del hígado y su madre, también alcohólica, enviaba a sus hijitos a pedir limosna en la nocturnidad de las calles. Por supuesto, iría sin que se enteraran los niños a darle una reprimenda a la madre, a decirle cómo era posible que los tuviera en esa situación siendo tan pequeños, y por absoluta misericordia esa noche compré medio pollo a la brasa (tampoco tenía para más) y se lo entregué a los niños para que los tres comieran de él.

—Vuelvo el lunes —les dije.

Y el lunes estuve en su calle a las diez de la noche dispuesto a caminar con ellos hasta su casa. Recuerdo que había llovido, que las calles estaban todas encharcadas, y los esperé hasta que terminaron de bailar con sus zapatitos harapientos y, finalmente, me dijeron que fuéramos.

—Vivimos en Azapampa —me indicaron.

Y con esas palabras empezamos la larga, larguísima caminata por la Calle Real, por esa avenida principesca, y los cuatro nos hundimos poco a poco en las oscuridades australes de la hora. Cómo olvidar que los niños iban delante de mí, jugueteando como todo niño, saltando sobre los guijarros, mojándose los zapatos y los pies, y cómo olvidar que la niña iba a mi lado, cogida de mi pantalón, cuidando de no mojarse.

Llegamos a una zona oscura de Azapampa, al lado del colegio Túpac Amaru, donde ahora todo es una fiesta gastronómica, y entramos por un descampado lleno de herbaje húmedo. Caminamos varias cuadras todavía, a la una de la madrugada, y de pronto nos detuvimos ante una covachita que se caía de lo pobre que era: tenía plástico como puerta, y cenizas en la entrada, y boquerones en el tejado, y un silencio inmenso cubriéndolo todo, hasta más allá de los eucaliptos. El niño mayor abrió el cortinaje y entró:

—¡Mamá! —dijo—. Hemos venido con un señor que quiere conocerte.

Y el otro niño, y la niñita que no se deprendía de mí, me jalaron hacia adelante, hacia ese espacio que dividía el equilibrio de la devastación, la vida de la muerte, porque todo lo que yo había pensado de la madre era completamente incorrecto: la madre estaba allí, es verdad, iluminada por una vela, tendida en cama y dando sus últimos suspiros. Me miró y no puedo (ni podré) olvidar esa mirada llena de afecto, llena de agradecimiento, y ese abrazo tan estrecho con el que rodeó a sus hijos. No podía hablar, desde luego, y sólo se arrebujó en la manta al ver la pastilla (un miserable ibuprofeno) que el hijo mayor había llevado consigo. La niña terminó de acercarle el líquido que había en una taza para que tomara la gragea.

—Esto le hace bien —me dijo el niño grande—. Debo comprarle uno todos los días.

Mientras la mujer (la chica, en realidad, porque no pasaría de los veinticinco años), se medicaba con la gragea, yo salí de la covacha y fui a buscar a alguien que realmente pudiera decirme lo que estaba ocurriendo en ese espacio. Había pocas casas y, sin embargo, pese a la hora, yo toqué, yo llamé, yo vociferé, hasta que algunos vecinos salieron y cuando les dije que era periodista, pues empezaron a contarme lo que en realidad ocurría con esa madre: proveniente de una comunidad de la selva central, la muchacha había llegado a la ciudad de la mano de su marido, un mal hombre bastante mayor que ella (que, decían, la había comprado con un puñado de dinero) y pérfido, bebedor, que no trabajaba y que la obligaba a ella a buscárselas vendiendo lo que fuera en las calles del distrito. Pero el hombre, para el bien de los niños, murió por un problema hepático, como yo pensé, y ella lo atendió hasta el último de sus días, pero pocos sabían que también estaba enferma.

 —Tiene cáncer terminal —me dijeron los vecinos.

Me contaron que habían ido a emergencia, a las postas, incluso a los hospitales para que recogieran a la muchacha, pero ninguno de los establecimientos quiso darse por enterado. Y los hijos, los pequeños niños, salían todos los días a pedir limosna para comprar comida y, desde luego, la pastilla mágica de mamá. También recuerdo que las tres criaturas, habiéndose acercado a mí, me tenían abrazado mientras yo conversaba con los vecinos.

Regresé a mi casa también caminando y no pude dormir en toda la noche. Al día siguiente, sirviéndome de mi condición de editor del periódico, fui en busca del director de la Beneficencia Pública de Huancayo (un médico muy noble cuyo nombre no recuerdo), quien hizo todos los esfuerzos posibles para que esa mujer bien muriera al menos en una cama de hospital en pocas semanas.

Me causó emoción saber que había podido haber logrado eso, y sumamente orgulloso, con la crónica publicada, asistí al entierro de la buena muchacha. Lo que no sabía, era que las tres criaturas serían separadas para llevarlas a vivir a unos orfanatos.

Y es lo último que recuerdo de eso, desprender de mis lágrimas la imagen de los tres niños sollozando desesperadamente, porque no querían que los separaran. Pero la legislación es así y así tuvieron que perderse en los albores de mi memoria que ahora los recuerda con infinito desconsuelo. Deben tener veinticinco años ya, y deben haberse vuelto a ver, o quizás no lo hayan hecho, pero el recuerdo de esos días obscuros, de esa caminata por sobre los lodazales, de esa noche de absoluto desconsuelo, estará viviendo todavía en ellos y quizás no puedan desprenderse nunca de ese largo lastre que queda en los largos y torcidos caminos del mundo.

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