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Crónica: La fiebre de la marinera

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Finalizó una nueva edición del Concurso Nacional de la Marinera. Hasta hace un tiempo pocas cosas podrían haberme importado menos, pero todo cambia y claro está que hemos cambiado.

El cielo alto en sus cumbres de nubes, las calles de asfalto hirviente, datos inexactos proporcionados por medios de prensa comprados, sobornados o alquilados, todos son elementos de las mismas flamas que arden en ti o en mí, en cualquiera que guarde para sí al menos un poco de indignación.

Camino y escucho a la gente que pasa, “las calles no las arregla nadie, sólo saben robar, debo esto, pago lo otro, una gelatina, señor, un marcianito, cómpreme unos chicles, lleve frunas”.

Oigo que hay cortes de agua en varias zonas de la ciudad, y pienso que hay mucha gente que ni siquiera cuenta con agua potable y deben caminar kilómetros para comprar los baldes que satisfagan sus necesidades diarias.

Paso por la Muralla, cerca de la APIAT, un paredón de desesperación e ignorancia. Los negocios en sitios muy bien ubicados y, también, en las veredas como si hubiese llegado a un mercado armenio en el borde de la civilización occidental hace 500 años. El C.C. Zona Franca  expuesto como un abismo multicolor.

La ciudad en desorden, lentes ropa, baratijas, fruta en rodajas, peluquerías. El mar lejano, la noche lejana, la justicia social lejana. Me detengo ante un auto que no respeta la luz roja, le digo algunos halagos finos al conductor y sigo caminando.

La gente que trabaja en domingo bajo un sol más digno del infierno que del cielo terrestre no sabe nada de Odebrecht ni le interesa, no le interesa la Feria del Libro ni que les leas un poema, no les interesa la Gestión Pública, pero a todos les interesa la Marinera, en sus ojos vacíos puede verse el coliseo y a las centenas de parejas que danzan, sus clásicos atuendos.

Tomo un taxi hacia la vieja entrada de Mansiche. Bajo en el cruce de la Av. España y el jirón Orbegoso, quiero caminar un rato sobre las huellas del cholazo inmortal que se dice lloraba en estos predios al caer el atardecer.

Toda la gente que cruzo está pendiente de la final del Concurso como si su equipo de futbol favorito jugase alguna final. Cavilo, y observo que todo este espacio ya no es Trujillo, la villa ha crecido mucho y hasta ahora no reconoce a sus nuevos ciudadanos

Veo pasar a gente muy humilde, se nota que no son típicamente trujillanos, en sus ojos hay párrafos de sombras y una tristeza matizada en la violencia que nace de los bordes de una ciudad sin nombre. Esos párrafos ilegibles destruyen el lenguaje, el entendimiento. El mar lejano, la noche cada vez más cercana, la justicia social cada vez más imposible como la cerviz de un ángel caído que con sus alas quebradas intenta abrazarse a sí mismo, solo.

Mareas de gente nacen en Trujillo, en los arenales y en los cerros y me pregunto, que le ofrece Trujillo a toda esta población desposeída que clama por ser parte de esta clasista y, al mismo tiempo, descastada ciudad ; que le ofrece Trujillo a toda esta población desposeída que brota del desierto y que ve en las ampulosos calles del Centro un oasis absurdo  y que quisiera disfrutar de nuestras tradiciones y de todos los privilegios que disfrutamos, hasta sin quererlo, en tanto somos trujillanos.

Lo único que Trujillo les ofrece son marcianos de maracuyá y tamarindo, frunas sin color, unas patitas de pollo a la parrilla de cincuenta céntimos en una vereda de la avenida Mansiche y que contemplen de lejos el estruendo de la marinera que se ha dispuesto para el goce y disfrute de unos pocos desde dentro del Coliseo Gran Chimú, es decir, desde dentro del último símbolo de la buena sociedad trujillana, es decir, desde lo más profundo del hocico de la injusticia y de la ignorancia del otro.

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