Cultura

Cromatocidios – Ricardo Terrones

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Escribe: Amador Luna

“Cual en este lenguaje que nos azota nos sobresaltamos con la luz,
nuestros nervios son látigos entre las manos del tiempo, y la duda viene (…)”
Tristan Tzara, El hombre aproximativo.

Martes 20-10-2020, 0:31 am hora peninsular.  Un WhatsApp deambula de Chile a Extremadura. El surrealista Aldo Alcota interroga:”¿Conoces a Ricardo Terrones?” y uno no conoce pero sí conoce a Ricardo Terrones (Ricardo Henrry Terrones Mayta. Trujillo, Chepén, Perú 1976).

Una alfombra se agita y se despierta bajo mis pies y me dispongo al tropiezo y a lo onírico. Deshojo sus visiones, que son las mías, y regreso a mi Perú.

“Imagina a Ricardo, convocando y escuchando los colores que puedan surgir al convocar lo sonoro de ese río Jequetepeque, que contiene el laberinto de tantas culturas ancestrales en su pronunciación”, me digo. El viento me ve y me veo caminando a través de su pintura.

Todo resulta sonoro en su obra. Siluetas agitadas agigantan esta sensación. El caparazón de las figuras protege el fruto sensible adentro de ellas, las conforta de las catástrofes pasajeras que se desarrollan afuera. Existe una dislocación de la melancolía, bueno, de lo que debiera ser melancolía y ya no lo es más. Y uno no conoce, pero sí conoce a Ricardo Terrones.

Cuando el tedio implora atención como nunca, en este estado hastiado de consumo visual compulsivo actual, la pintura de Ricardo invita a observar, con calma rigurosa, el descarrilamiento de esos trenes faltos de propuestas porque nadie guía a las locomotoras. Él lo sabe porque se sabe maquinista.

Obra de Ricardo Terrones.

La altura de la cordillera en los horizontes de sus cuadros, la lengua cupisnique en lo delirante de los trazos, las geometrías de ChanChan en la disposición de los elementos… lo zodiacal de una herencia, se reivindica. “La indescriptible belleza de cada instante y cada cosa”, escribe el peruano Jorge Eduardo Eielson, quien tampoco pero también conoce a Ricardo Terrones.

Barajo las treinta y cuatro cartas que el artista ha tenido a bien compartir conmigo. Al comenzar a barajar, mis manos se documentan y quedan en hueco, pensativas: ante la vida la vergüenza no triunfa.  El arrecife celular está revolucionado. Me reconozco ahora, en este instante en que usted lee, en lo mitocondrial del gris presente en su serie de siluetas porosas en B/N. El arte funciona en estos columpios telepáticos, créame. Ricardo sabe, pregúntele a sus cuadros.

En la carta elegida, un perro viringo flota junto a una jauría camaleónica, como una vegetación casual y causal en contradicción. Hay un relato en el rastro que el carbón deja en los huesos bosquejados sobre el bastidor. Hay un relato en el rastro que el carbón deja en lo vulnerable de mi pasión por la pintura. Hay un relato y hay un rastro.

Obra de Ricardo Terrones.

Y mientras enmascaro los ojos con los párpados y me dispongo a nadar en la ambigüedad que esta cicuta, sabrosa y mimosa, un vendaval carcome mi ciudad interior tras el paso de estas tormentas de algodón y de mercurio. La infantería del buen arte deja siempre en lo fértil de mis ruinas una hermosa sensación de mariposas comestibles sobrevolándolas, sobrevolándome.

Y eso que, recuerden, yo no conozco, pero sí conozco, como usted, a Ricardo Terrones.

Amador Luna, Extremadura. 24 de octubre de 2020.

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