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Crítica teatral: El tiempo se detiene

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Llego temprano y la calle Bellavista luce fantasmal. Una persistente garúa sin invierno vuelve extraña la noche de sábado. La boletería recién abre. Observo hacia dentro y distingo sentada en el pequeño foyer a Lucia Irurita, quien seguramente hace unos últimos arreglos para la función. Esta igual que siempre, esbelta y bella, incansable. Recientemente en una entrevista dijo que había representado más de cien obras en su vida. Tengo como un flashback y delante de mis ojos aparece el teatro Arlequín de la avenida Cuba, donde ella y su compañía representaban a Shakespeare y a Leonidas Yerovi, a Tennessee Williams y a Ascencio Segura. Pero vino la crisis y ella vendió sus chivas y se fue un largo tiempo a México. Cuando volvió diez años después no abandonó la idea de un local propio. Pero hoy Lucía no actuará en el “Teatro de Lucía”. Ella es solamente la dueña de casa, el alma y la señora de este teatro de muñecas construido casi con sus manos. Será su hija Sandra Bernasconi la que saldrá esta noche al escenario.

La marquesina anuncia El tiempo se detiene (Time stands still), pieza contemporánea del norteamericano Donald Marguiles, que se mantuvo un año en Broadway durante el 2010. Además de Sandra también son parte del elenco Javier Valdez, Alfonso Santistevan y Carolina Cano. La dirección es de Roberto Ángeles. Me pongo a contemplar la llovizna y me encuentro con un par de viejos conocidos. La calle está llena de taxis que paran a dejar espectadores. Unos vienen aquí y otros entran al teatro Británico, situado casi al frente. Hay un resurgir de las tablas, pienso y me lo confirma Basilio Soraluz, amigo también teatrero pero que no pertenece al mainstream, digamos, sino a las corrientes experimentales. Debe haber unas quince puestas actualmente en cartelera. Eso es bueno, confirma Harold. La oferta se ha diversificado y la demanda crece. Es bacán tener espectáculos de todo tipo.

Me acomodo en mi butaca. Miro a mi alrededor y las cien localidades ya están totalmente ocupadas. Respiro aliviado. No hay cosa más deprimente que un teatro vacío aunque la obra sea excelsa. Leo el programa: Sandra Bernasconi interpreta a Sarah, una fotógrafa y reportera que convalece tras una explosión en alguna calle iraquí. Un par de semanas de coma inducido y esquirlas por todo el cuerpo son el resultado de estar en el lugar errado y en una guerra equivocada. Su novio James, de la mano de Javier Valdez, es un escritor y periodista sin muchas ambiciones. Él se encarga de trasladarla bastante maltrecha al departamento que alguna vez compartieron en Brooklyn. La cercanía de la muerte los acerca. La recuperación emocional es lenta. La felicidad parece regresar pero el recuerdo de Tarik viene a romper la aparente armonía. Se trata del primer quiebre dramático.

Sarah no puede ocultar su dolor por la muerte del guía que la acompañaba durante la misma explosión que la hirió a ella. “No solo tuve sexo con él, lo quise”, confiesa alterada ante la decepción de James. Una bomba ha caído entre sus vidas.

Algunos problemas de ensamble entre las luces y la música me perturban al principio, pero son cosas nimias y perfectibles. Me atormenta la melodía con letra en inglés, que no ambienta sino fomenta el ruido e impide escuchar algunos parlamentos. Sin embargo, el primer acto corre limpiamente. Clímax y anticlímax se suceden de manera alternada. La obra atrapa al espectador y la ilusión de la escena va in crescendo.

La visita del maduro Richard (Alfonso Santistevan), editor y amigo de ambos, acompañado de su joven novia Mandy (Carolina Cano), desencadenará en James y Sarah la idea de reconsiderar su vida, el trabajo y su relación sentimental. La obra avanza. Emulando a sus amigos James y Sarah se casan pero este matrimonio no anuncia la felicidad. Él no logra superar la infidelidad de su compañera y ella no se acostumbra a dejar la adrenalina de su profesión de fotógrafa de guerra. Todo adquiere el sabor de una mentira piadosa y el sufrimiento se tiñe de ironía.

Me cercioro de que no cabe un alfiler en la sala cuando comienza el intermedio. Intuyo que Marguiles es tributario del realismo teatral norteamericano fundado por O’Neill, y continuado por Tennessee Williams (en su dimensión más lírica) y por Arthur Miller, el deLa muerte de un viajante. Pero desde entonces mucha agua ha pasado bajo el rio Hudson. La punzante crítica social ha sido rebajada y la civilización del espectáculo exige algunas concesiones comerciales. El teatro actual tiene que competir con los medios masivos y las corporaciones multinacionales: no demasiado simbolismo ni hondura filosófica. Cierta liviandad es lo más conveniente.

Es curioso. La guerra de Irak, que es el telón de fondo de la obra, es un tema que se escamotea y más bien el conflicto se desplaza hacia la anécdota individual de los protagonistas. El drama de la muerte queda opacado por el dilema moral de seguir tomando fotos en medio de tanta tragedia. Ella pierde a Tarik pero no cuestiona la guerra. Más bien defiende la moral del mostrar, del exhibir, así sea sangre o destrucción. ¿Es licito para el reportero no salvar al moribundo en pos de la mejor instantánea? ¿Justifica la profesión el placer del fotograma exacto y la composición perfecta? Después del click, el tiempo se detiene y la frase le da título a la pieza.

No sé cómo será la deontología del corresponsal de guerra, pero creo que cada foto tiene un precio. El precio de la exclusividad y la primicia, el precio de la sangre. El precio de la muerte en vivo y en directo. No sé por qué reflexiono sobre estos asuntos cuando me voy a tomar un trago después de la función. Sandra ha logrado movilizar algunas fibras…

La Bernasconi carga sobre sus espaldas y sobre su rostro todo el peso de la representación. El escenario vibra con ella. A lo largo de hora y media hace un despliegue de recursos histriónicos que deja a la platea consternada. Qué ojos. Cada frase que dispara es una flecha de luz que da en el blanco. Los parlamentos cobran la textura de la realidad. Las vísceras se le salen por los poros. Siento que en el teatro la verdad es un asunto de convencimiento que comienza por el actor.

El realismo norteamericano también fue muy importante porque aportó nuevas técnicas interpretativas. Pienso en Lee Strasberg, el hombre que revolucionó la actuación en el teatro (y en el cine) a finales de los años cuarenta. El “método” del Actors Studio inspirado en el sistema de Konstantin Stanislavski, se volvió fundamental para el trabajo del actor. El severo entrenamiento que enseñaba a bucear en las dolorosas vivencias personales seguramente está en el bagaje actoral de Sandra. Aunque sé que ella tiene una formación heterodoxa y hasta ecléctica. No hay manera. Ella deja un pedazo del alma y su memoria afectiva regada sobre el escenario.

Sandra Bernasconi tiene pasta de trágica, aunque ella dice que prefiere la comedia. Posee carácter y temple de artista. Me la imagino de mala, una lady Macbeth en una adaptación pos-moderna y pos-dramática. De raza le viene al galgo. Nada es imposible si hay gente como su madre que levanta teatros de la nada.

La puesta de Ángeles es pulcra, aunque un poco convencional, demasiado determinada por un libreto de acero. Javier está a la altura de Sandra pero su papel es dejarle al cancha libre a la protagonista. Me gusta Santistevan como Richard. Tiene cierto cinismo entre los dientes que aporta al personaje. Carolina Cano debe hacerse la disforzada, pero exagera un tanto. Por un momento siento que el segundo acto se alarga demasiado, pero cabe la posibilidad de que sea una falsa percepción ante lo raudo de la acción inicial. Tal vez la escena del bebito de Richard y Mandy es un poco gratuita.

Pronto se descubre que el desenlace solo puede ser la separación de la pareja y la despedida, el vacío y la soledad. No, no hay mucha sorpresa en el final pero Sarah y James logran que la intensidad dramática llegue a su apogeo. El dolor de la pérdida nos alcanza a todos. El público abandona la sala un poco cabizbajo. Pero es una tristeza envuelta en contentura. La catarsis que le dicen.

Ha acabado la función y aún bullen muchas ideas en mi cabeza. Me iré a un bar a tomarme un ron y seguir pensando, me digo. Distingo otra vez a Lucia Irurita en el vestíbulo. Me acerco y la saludo. Ojalá me reconozca, pienso. Allá por los ochentas solía conversar con ella y con Dalmacia Samohod en el Haití de Miraflores. Eran unas bibliotecas ambulantes sobre el teatro nacional. Me despido y Lucía me da un beso. Sigue hermosa. El tiempo se ha detenido también en su mirada.

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