En la “Crítica de la facultad de juzgar” , Emmanuel Kant escribe un tratado sobre la estética, analizando los conceptos de lo bello y lo sublime, definiendo al primero, como la observación de un objeto de la naturaleza, que produce un placer desinteresado y universalmente compartido, pero con respecto a lo segundo, podemos leer el concepto de sublime, relacionándolo al objeto de la naturaleza y, por ende, a la obra artística, como: “…aquello cuyo solo pensamiento da prueba de una facultad del ánimo que excede toda medida de los sentidos” (Pág. 182). Esto quiere decir que al momento de observar un objeto sublime, los sentidos no llegan a captar lo que el objeto transmite al espectador, lo mismo sucede con la obra de arte, que se puede desprender en varias formas de representación. Es así que la literatura forma parte de la obra de arte en general, que está relacionada con el objeto de la naturaleza sublime; siendo la novela un género literario tardío, se puede desprender de ella una lectura subliminal, siempre y cuando “violente” los sentidos del lector. Y esto es lo que sucede con la lectura preclara y acuciosa de la novela “Los hijos del orden” de Luis Urteaga Cabrera (1940).
Aquí se puede leer con mucho placer, intriga, odio, venganza y tristeza, las diferentes historias que concatenan la novela, además de los distintos lugares donde se desarrollan los escalofriantes acciones, como el correccional de menores Maranga, los callejones de Mendocita, el parque Universitario, la avenida Colmena, el mercado Minorista y el Mayorista, el centro de Lima, La Victoria, Lince, Surquillo, Barranco y finalmente una de las islas del Callao; también son muchos los personajes que pintan de cuerpo entero, las innumerables características que surgen dentro del ser humano al momento de configurarse como tal, tenemos a Ernesto, Julián alias “Cholón”, el “Manoeseda”, “Carasa”, el “Canilla”, el “Chivato”, el “Aceitoso”, el “Lipo”, el “Calato”, el “Demonio”, el “Piojera”, el “Lenguado”, el “Pigua”, el “Chamo”, el “Guto”, el “Chiricuto”, el “Drácula”, el “Príncipe”, el “Tiburón”, el “Chita”, el “Zorro”, el “Chagua”, el “Cachiche”, el “Camarada”, el “Chingue”, el “Quebrado”, el “loco Juan”, el “Pescao”, el “Cartabrava”, el “Carecuy”, el “Ñaco”, el “degollador”, el “Bestia”, el “Papi”, el “Conejito”, el “Tajo”, el “Catuto”, el “Oso”, el “Cabezón”, la “Bruja”, el “Negro”, el “Bebe”, el “Culoto”, el “Ojitos”, el “Chingolo” y el “Potocalato”, siendo cada uno de ellos, dueños de su propia historia. A medida que se va leyendo la novela, se siente como el narrador va tejiendo un relato tras otro, con técnicas ya conocidas, como el flash-back, los monólogos interiores, los soliloquios y las cajas chinas, impulsando “grotescamente” los sentidos del lector, para que se introduzca en el complejo abanico de datos, que encierran momentos cruciales de la narración novelesca.
Como dije al principio, lo sublime intensifica los sentidos, a tal grado que escapa de la percepción de los mismos; por algo, el filósofo Alemán divide lo sublime en dos tipos: lo sublime matemático y lo subime dinámico, diferenciándose en que, el primer tipo de objetos sublimes, se presenta cuando el acto de aprehensión de lo sensible, puede ser seguido por el acto de comprensión de la imaginación, mientras que el segundo tipo de objetos sublimes, se manifiestan cuando nos encontramos frente a ciertas potencias que rebasan infinitamente nuestra propias fuerza; es a este último tipo de objetos sublimes, a la cual pertenece, la novela “Los hijos del orden”, aquí nos sentimos humillados, nos hacemos conscientes de nuestra propia impotencia al momento de leer las largas páginas de la novela, a la vez que un placer nos recorre el cuerpo precedido de un “desagrado narrativo”, este tipo de novelas nos enfrenta, nos golpea, nos hace sentir inferiores como raza humana, pero también hace de nosotros, lectores resistentes capaces de afrontar lo que seguirá en cada uno de los capítulos leídos, en palabras de Julio Cortázar nos vuelven “lectores machos”, sabiendo que todo lo narrado es ficción, no podemos estar absueltos a lo que se retrata en la novela, es demasiado interés por la resistencia de los sentidos, sin embargo al concluir la lectura nos sentimos libres, pues como bien finaliza Kant en su tratado, “la libertad es la razón”, esa razón que nos permite seguir leyendo cada día más, novelas de este corte, “malditas” pero placenteras a la vez, es decir subliminales.
Es por ello que urge leer este tipo de novelas sublimes, que a través de los años, son olvidadas por los lectores y la «preponderante seudocrítica» de nuestro medio literario, no por demás esta novela, allá por el año de 1969, ganaba el premio Internacional de Novela establecido por la Editorial Sudamericana y el semanario Primera Plana, siendo jurados Juan Carlos Onetti y Severo Sarduy, que de hecho estamos seguros, no eran “lectores hembras”.
[1] Para el citado de este libro, se ha utilizado la traducción del filósofo, historiador y literato Chileno Pablo Oyarzún (1950). Emmanuel Kant, Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana C.A., 2006.