El mayor mérito de la última novela de Mario Vargas Llosa, es señalar un camino que es el de la gran literatura que se cimienta en la forja de una identidad nacional plena, aunque debido a su debilidad habitual la circunscribe al ridículo mundo del criollismo que él mismo caracteriza como una suerte de imperio de la huachafería. Esto es de gran interés porque esta novela, pese a ello, no transita, en ningún momento, el camino que solo indica como una forma casi humorística.
Entonces, este aparente divertimento que es Le Dedico Mi Silencio deviene en una de las obras más altamente políticas del Nobel tan vilipendiado como despreciado por la mayor escoria de un país que vive totalmente de cabeza en razón de valorar lo que realmente vale (no se olvide nunca, por ejemplo, que uno de los pocos puntos en los que coinciden los socialistas y los fujimoristas es en el odio perenne contra el gran viejo amanerado, paradójicamente el mas bravo de los últimos escritores peruanos).
La obra en cuestión, es de tono menor y exuda las marcas de la producción casi fabril con que Vargas Llosa ha obrado desde que abandonó la literatura como paradigma de entrega y riesgo personal y formal (la literatura puede matarte en su ejercicio sin que importe tu infortunio o tu gloria, pues solo importa la literatura… véase el caso de Roberto Bolaño y 2666) para mayores detalles.
En este momento, es necesario afirmar que el punto final de Conversación en la Catedral constituyó su abandono de las grandes pretensiones que tenía respecto de la novela y, luego todo lo demás (pese a la existencia de no pocas novelas apreciables) fue solo un modo de supervivencia desprovisto del aroma de muerte y grandeza que tiene la alta literatura, siempre. Sí, sin duda, ese fue el fin de su experiencia literaria total y, sin embargo, aun así, en el curso entero del último medio siglo, ha sido más fuerte y más notable que cualquier otro escritor peruano en ejercicio, incluso más valiente que la tira de odiadores suyos, adoradores, a la vez, seguramente, de gente como Vallejo y Arguedas, el socialismo, el resentimiento social y cualquier cosa que haga ver que hay gente superior a todos ellos en todos los sentidos posibles.
La lectura de Le Dedico Mi Silencio es un deleite para todo aquel que haya aprendido a disfrutar de la perplejidad. Aparece en ella de modo disminuido, pero palpable, una de las secretas intencionalidades que cubren la obra vargasllosiana, la pérdida de sentido o enloquecimiento de un autor obsesionado y atribulado por la tensión de pensar todo el día en la escritura y los horizontes de su propia creación. Sucedió antes con Pedro Camacho y ahora con Toño Azpilcueta y es entendible que Vargas Llosa denigre en sendas figuras ridículas lo que él sabe acerca del riesgo mayor de todo ejercicio literario profundo del que no se han librado colosos como Holderlin, tan inmenso como desdichado.
Como una suerte de galería de espejos, Le Dedico Mi Silencio consta no solo como epitafio sino como un arca de interpretación no solo de la obra entera de Vargas Llosa sino de sus móviles personales y sus deudas como escritor, pues pese a su éxito personal y comercial él sabe perfectamente que ha sido un fracaso en la medida que nunca se atrevió a escribir a fondo excepto en Conversación en la Catedral, que sospecho estuvo a punto de nockearlo y le hizo saber lo que todo escritor genuino sabe y reconoce como su sombra que es la presencia perenne de la muerte sobre cada una de sus palabras, una circunstancia muy difícil de aceptar y tolerar para cualquiera.
Del mismo modo, otra constatación de su fracaso es partir de sus propias impresiones sobre el carácter subversivo y revolucionario que tienen siempre las grandes obras literarias como es el caso de Los Miserables y de las que la gran mayoría de sus obras están desprovistas conjuntamente con Le Dedico Mi Silencio.
Robert E. Howard. consigna en una de sus magnificas sentencias que «los poetas menores cantan cosas mezquinas y vanas, como conviene a un cerebro huero que no sueña con los reyes preatlántidas ni navega por el piélago tenebroso e inexplorado que contiene islas siniestras y corrientes impías, en donde se agazapan secretos oscuros y misteriosos». Con ello da por extinto cualquier esbozo literario que se supedite únicamente a la ordinariez de la vida cotidiana que ha sido, precisamente, el abuso propiciado por Vargas Llosa en la literatura peruana.
En este orden de cosas, piénsese una y mil veces porque no se ha buscado una integración total de la realidad en ninguna muestra narrativa peruana excepto acaso La Violencia Del Tiempo, crudo testimonio de un país vencido que debe levantarse, pero, previamente, debe aceptar esta sucesiva nómina de fracasos.
Hay hallazgos reflexivos importantes en Le Dedico Mi Silencio puesto que Vargas Llosa se detiene, creo que por primera vez, en el duende y en la inspiración, es decir, en todo aquello que en el arte no es el mero conocimiento ni la técnica sino «sabiduría, concentración, maestría extrema, milagro» al aprehender la ejecución guitarrera de Lalo Molfino, honesto acto de aceptación de la realidad superior del genio lo que atenta contra su ética flaubertiana del 99% de disciplina y el 1% de talento. Tanto se deslumbra con la proeza del sabio artista inspirado que lo compara con la más excelsa muestra de vértigo en la tauromaquia de Procuna.
Se dice que Flaubert era poético y tendía a cierta desmesura que su obra publicada no muestra de ninguna forma salvo en ciertos tramos de Salambó y La Tentación de San Antonio. Con Vargas Llosa pasa algo similar, pero solo si se intercambia lo poético por lo huachafo y lo ciertamente desmesurado por el disparate puro.
Los apuntes de Azpilcueta no solo son superfluos sino que, además, son delirantes y desprovistos de agudeza y grandeza, nos llevarían incluso a la indulgencia sino fuera por la voluntad escarnecedora aunque ligera del propio Vargas Llosa, a quien uno adivina retozando sobre su propia maldad al dar cuenta de un tipo tan equivocado como débil, aunque para mayor pasmo suyo ni siquiera haya sospechado que podría identificarse con él, puesto que en su soltura se ve mucho de lo que Vargas Llosa podría hacer utilizado en su exploración literaria sino hubiera sido siempre un contenido formalista.
En resumidas cuentas, el sustrato de esta novela radica en el extravío de un hombre que pierde el juicio por adentrarse en sus obsesiones literarias sin límite alguno como Pedro Camacho o Holderlin.
Acaso el propio autor de la novela ha pasado por lo mismo con las reversas del caso y sin entregarse a fondo dado el riesgo inminente al que siempre ha temido.
Querer vivir de la literatura escribiendo puras minucias es no tener ningún aprecio por ella. Vivir de ella y no entregarte absolutamente a ella es más triste que el ejercicio de la prostitución.
La obra de Vargas Llosa casi sin excepción ha estado cifrada en una traición a la literatura que muy pocos han observado como se merece, pues siempre ha parecido amarla y la ama seguramente, pero le teme mucho más y por ello ha preferido usufructuar el holograma o el espejismo que erigió como su sustituto para llevar una vida más o menos normal, pese a cierta vena disruptiva que lo llevó a protagonizar encendidos gestos vitales como, cifra y suma de su gran ambición y ego, haber tentado la presidencia de la república peruana acaso creyéndose que era un padre de la patria solo para encontrar en el rostro de sus conciudadanos un abierto desdén y desprecio creciente, año tras año, desde aquellas fechas y hasta estos días.
Hay elementos de interés en cada capítulo por el modo con que Vargas Llosa traviste sus propias impresiones a través de la voz de Toño Azpilcueta. Buena cuenta de ello se aprecia en la mancuerna que consigna las ideas de la utopía y la revolución; también, en la contraposición dada entre el Indigenismo y el Hispanismo, ambos modos de la huachafería peruana en su vertiente historicista; ni se diga de la comparación entre el Inti Raymi y la Procesión de Octubre y así, sucesivamente, todas las demás oposiciones que contienen los apuntes de Azpilcueta – Vargas Llosa.
Lo curioso, en esta circunstancia, es que las mejores páginas de la obra vargasllosiana, en general, inciden en la huachafería de la que ha huido solo de modo consciente, pero nunca del todo, a tal punto que puede indicarse una identidad esencial entre Pedro Camacho, Toño Azpilcueta y Mario Vargas Llosa con la única diferencia de que este último no se entregó a su pasión como si hicieron los otros dos malogrados personajes de la ficción.
Por todo lo expuesto, considero que Le Dedico Mi Silencio es el testimonio de un fracaso en todos los órdenes puesto que aun en su mayor novela, Conversación en la Catedral, solo ofreció al público una especie de mutilación de la existencia humana totalmente desprovista de heroísmo o de cualquier otra cosa que pudiera servir a todos como una referencia de exaltación espiritual y de entereza frente a cualquier crisis como suele hacer toda gran muestra literaria cuyo paradigma es siempre la Comedia que empieza en el Infierno y culmina en la Gloria del Paraíso como asimismo ambicionó Pound y cualquier otro autor genuinamente denominado universal aun como, en el caso del ‘miglior fabbro’ haya sido, también, el testimonio de otro tipo de fracaso aunque muy distinto y en el que sí se jugó el autor el todo por el todo…. «I have tried to write Paradise// Do not move/ Let the wind speak/ that is paradise. // Let the Gods forgive what I have made/ Let those I love try to forgive/ what I have made».
Todo esto es lo que no debe ser olvidado respecto de este testimonio de un gran autor que nunca pudo ofrecer la novela de las novelas pese a haber sido un teórico de la novela total desde el primer momento, pues solo se resignó, luego de la apuesta que constituyó Conversación en la Catedral, a escribir trabajos menores en los que no estuvo nunca en riesgo nada y en los que tras una incipiente exhibición de destreza formal se anquilosó en la evasión de cualquier modo de genuina trascendencia.
Al final, todo en Le Dedico Mi Silencio es crítica y testimonio de una derrota múltiple, la de Lalo Molfino y Toño Azpilcueta quien no pudo dar forma a su utopía, pero, también, la del propio Vargas Llosa y la del Perú entero. Esto tampoco deberá ser olvidado.