Opinión
Criminalizar relaciones con adolescentes de 16 años: ¿protección o control religioso?
La congresista y pastora evangélica Milagros Jáuregui de ‘Renovación Popular’ propone elevar a 16 años la edad mínima para relaciones sexuales consentidas. Así, un joven de 18 años podría ser encarcelado por mantener una relación con su pareja de 16. ¿Protección legal o castigo moral? La religión vuelve a dictar leyes.
La Comisión de la Mujer del Congreso aprobó el dictamen del Proyecto de Ley 8335, impulsado por la bancada ultraconservadora de Renovación Popular, a iniciativa de la congresista y pastora evangélica Milagros Jáuregui de Aguayo. Esta propuesta plantea modificar los artículos 173° y 175° del Código Penal, elevando de 14 a 16 años la edad mínima para mantener relaciones sexuales consentidas. El objetivo declarado es reforzar la protección de adolescentes frente a abusos por parte de adultos.
Actualmente, la legislación peruana no penaliza las relaciones sexuales consentidas entre una persona mayor de edad y una menor de 14 años. Desde la visión de los promotores del proyecto, elevar la edad de consentimiento evitaría situaciones de abuso, coacción o manipulación en contextos marcados por relaciones asimétricas de poder. Sin embargo, el problema radica en cómo y desde qué enfoque se formula esta iniciativa.
En efecto, el Perú vive una profunda crisis de violencia sexual infantil. Según datos oficiales, solo en 2023, los Centros de Emergencia Mujer (CEM) atendieron más de 30,000 denuncias por violencia sexual contra menores, de las cuales más de 20,000 correspondían a niñas y adolescentes. Cada día, 47 menores son víctimas de violación, incluso dentro del entorno familiar, y con consecuencias como embarazos forzados. No cabe duda de que el Estado debe actuar, pero la solución no pasa necesariamente por criminalizar de forma automática a quienes tengan relaciones sexuales con adolescentes de 16 años.
Desde un enfoque sociológico, el debate exige más que moralismo punitivo. Las relaciones sexuales en la adolescencia no son un fenómeno nuevo ni marginal. Es una realidad, y forman parte de procesos de socialización en contextos culturales diversos. En muchas regiones del país —rurales y urbanas— es común que jóvenes entre 16 y 18 años inicien relaciones afectivas y sexuales, incluso con personas mayores de edad. Estas relaciones no siempre implican abuso, y en muchos casos son consensuadas, basadas en vínculos emocionales sostenidos.
El problema de esta propuesta es que parte de una mirada ultraconservadora, con un claro sesgo religioso. No es casual que la pastora Jáuregui, promotora del proyecto, también haya impulsado iniciativas para excluir a los escolares de los contenidos de educación sexual integral, bajo el argumento de «proteger la inocencia». En la práctica, lo que se consigue es limitar el acceso de niños y adolescentes a información crítica que les permitiría identificar, prevenir y denunciar situaciones de abuso.
Además, es importante recordar que el concepto de «madurez sexual» no puede medirse de forma homogénea. La capacidad progresiva de los adolescentes para tomar decisiones sobre su vida afectiva y sexual está reconocida en tratados internacionales de derechos humanos, como la Convención sobre los Derechos del Niño. Elevar de forma rígida la edad de consentimiento sin considerar la cercanía etaria entre las partes, ni la existencia de abuso explícito podría dar lugar a situaciones injustas y arbitrarias.
Por ejemplo, si un joven de 19 años mantiene una relación consensuada con su pareja de 16, ¿debería ir a prisión por seducción? ¿Qué pasaría si la familia de la adolescente —motivada por prejuicios religiosos o morales— decide denunciarlo sin que exista coacción? En estos casos, el proyecto abriría la puerta a una criminalización selectiva, utilizada como castigo moral y control familiar.
La discusión también invisibiliza otras formas de violencia sexual más graves y frecuentes, como las cometidas por adultos con poder —padres, padrastros, profesores, autoridades religiosas— que siguen sin ser perseguidos por el sistema judicial. Desviar la atención hacia relaciones consensuadas entre jóvenes, realmente nos distrae del verdadero núcleo del problema: la impunidad estructural y la falta de educación sexual integral que no brinda el Estado.
En ese sentido, una legislación razonada y justa debería distinguir entre abuso y consentimiento. Se necesita una norma que sancione con firmeza a quienes ejercen violencia, manipulación o dominación, pero que no penalice relaciones entre pares o contextos donde existe consentimiento informado, sin presiones ni asimetrías extremas. De lo contrario, se corre el riesgo de reemplazar una política de protección por una política de control moral y represión simbólica.
La sexualidad adolescente no puede seguir siendo tratada como un tabú. Es un fenómeno real, profundamente influido por factores culturales, educativos y sociales. Por ello, criminalizar de forma generalizada las relaciones con adolescentes de 16 años resulta excesivo y contraproducente.
Esta iniciativa, impulsada desde una lógica religiosa y ultraconservadora, no responde a un enfoque de derechos, sino a una visión ideológica que busca imponer normas morales particulares al conjunto de la sociedad. Lo que se necesita no es más castigo, sino más educación, más prevención, más escucha y menos dogma. Proteger a los adolescentes no debe implicar silenciarlos ni infantilizarlos, sino reconocerlos como sujetos de derechos capaces de decidir, con apoyo, información y acompañamiento. Solo así avanzaremos hacia una sociedad verdaderamente protectora.