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CORTÁZAR: UNA NOCHE BOCA ARRIBA

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“Me cuento historias cuando duermo solo”, es la frase que inicia la penúltima historia de “Queremos tanto a Glenda”, y es para mí la frase con la que Cortázar podría haber detonado ese universo alucinante y envolvente de su escritura. Historias que parecen extraídas de la profundidad de un solo gran sueño, de un enorme jardín donde sabios infantes juegan con nosotros como dioses míticos, interfiriendo a su antojo en el derrotero de nuestra existencia, haciendo del azar (del juego) su arma principal y de la zozobra su gloria. Su prosa es de una arquitectura compleja y el terreno que dibuja con su pluma es un camino accidentado en el que se debe aprender a transitar una y otra vez. Donde la sorpresa nunca pierde su efecto inicial y la intriga pellizca sin importar cuantas veces volvamos a leerla. Pero son precisamente esos vericuetos, sumados a la cualidad onírica de su obra los que marcan la virtud principal en Julio Cortázar: la mística en la concepción de la realidad; una interpretación dual de la relación del hombre con el medio que lo rodea: el individuo como parte de su entorno, y el entorno como parte del individuo, afectados ambos por la casualidad.

Bajo esa condición, todo lo que ocurra con la catástrofe existencial de un personaje ha de ser creíble: la fantasía desciende con un aleteo ligero sobre la carga de realidad que cualquier relato de Cortázar muestra: desde dos personas expulsadas de su casa por seres amenazantes y anónimos, o un hombre que vomita conejitos y es empujado por esa desgracia al suicidio,la alucinación de la culpa a través de las cartas que un tipo recibe de su madre, e incluso, un atolladero en la carretera que parece prolongarse hasta el infinito en distancia y tiempo. Cortázar cuida con celo el elemento principal del género fantástico, que es el lograr que lo inverosímil se inyecte lentamente en el flujo sanguíneo de un texto, camuflado con brochazos de lo que parece ser una conocida realidad que termina alterándose de forma repentina e inevitable. La historia narrada parece nacer por sí misma, como parte de un contexto más grande que se mueve y continúa en total expansión. La historia no es el fin, sino un medio para sumergirse en ese amplio horizonte en el cual las reglas de Cortázar se imponen sin que el lector note su presencia.

Contarse historias al dormir es el punto del fuga en el silencio de una habitación oscura y desierta, es el fin de un cúmulo de ideas sin sentido que van empezando a ocupar una porción de espacio y tiempo, una miríada de papeles escritos en la memoria y regados por el suelo de la circunstancia: un todo que puede leerse de una y distintas formas. Cortázar es, en mente, un niño curioso, expectante; un muchacho ambicioso y cargado de esperanzas, o un joven ilusionado con la posibilidad de un amor perfecto que parece nunca tener fecha de arribo, que parece haber nacido y muerto antes de tiempo. Cortázar podría decirse uno y mil seres al unísono, seres conectados por la causalidad y por la casualidad, seres que encuentran su yo en la profundidad de un lenguaje manejado con maestría, que rompe todos los cánones impuestos a la época y derroca toda lógica y coherencia, que altera la nula vibración de nuestra vida cotidiana. Cortázar escribe del hombre y de su confrontación trágica con el mundo moderno, cargando sus historias con ese humor oscuro con el que el destino -la vida- sabe cortarnos las alas a través de la fatalidad. Habla de uno, y habla de todos nosotros.

El capítulo 134 de “Rayuela” deja sentada la naturaleza creadora de Cortázar: No hay sumas para contar un todo. El todo existe, y cada historia es una resta, una de tantas líneas de un plano de muchas dimensiones donde toda situación puede ser posible, porque ocurre, porque podemos sentirlo a pesar de que las reglas del mundo al que pertenecemos siguen activas. Cortázar hace que la fantasía suceda dentro un realismo salvaje y desesperanzador sin que podamos percibir en qué momento fue alterado.

Hay que tener en cuenta que esa fractura del espacio y el tiempo, ese cuidado de la estética solo podía ocurrir en alguien que nunca las consideró siquiera para su propia vida: Julio Cortázar no sabía de horarios, ni de disciplina, ni del clasismo y selección en la literatura; rehusaba, con determinación, a ser considerado un intelectual y se declaró un sentimental, confesión que podemos atisbar en ciertas historias y, por supuesto, en su obra más reconocida, “Rayuela”. Pero sobre todo, y a decir de cada vez que puedo escuchar su voz o leer alguna entrevista, Cortázar vivió para escribir y para conservar una juventud eterna, y esa intención se ve reflejada en el fondo de cada uno de los textos que podamos leer. Encontramos en ellos una inocencia y candidez sutil que vaga detrás de sus historias fantásticas: el deseo de nunca dejar de reverdecer.

Es esa vitalidad la que echa vientos nobles sobre algunas de sus historias, la música y el color se ponen de manifiesto en para darle fondo a las imágenes de sus textos. El jazz se vuelve parte de la cadencia verbal, la improvisación, el jam y el swing sus referentes para marcar la marcha de sus relatos, y cualquiera con buen tino va a distinguir la presencia del verde como color favorito, desde la creación de sus cronopios, hasta los anillos y velas verdes que decoran las noches bohemias de Oliveira y la Maga.

¿Y la mujer? La mujer en su obra es la pieza principal, la fuente. Una mujer que ha de ser esa mujer que él siempre estuvo buscando. Esa protección a la que se refiere en diversas entrevistas, ese vínculo femenino y materno que trata con cierto sabor a nostalgia, esa Maga que, como otros personajes, también guarda ciertos rasgos felinos y misteriosos; ese amor perfecto e indestructible que Cortázar persiguió durante su vida y que acaso, al toparse por cosas de ese azar que tanto veneró con Carolina Dunlop, pudo encontrar.

Cortázar ha legado, tal vez sin pretenderlo, no solo los grandes libros que a pesar de los años no consiguen siquiera un tufillo de clásico, sino una forma de comprender el mundo más allá de lo que podemos ver a diario. La posibilidad de que nuestra realidad, esa gran costumbre que parece llevarnos del cuello por una vida que apenas nos llena, se cargue de experiencias que antes parecían imposibles. La experiencia de Rayuela, Bestiario, Octaedro o Las Armas secretas nos hace estar atentos a esos pequeños y mágicos detalles de la vida que, tras cada lectura, empiezan a notarse con mayor claridad. La obra de Julio se mantiene vigente y rejuvenece más con el paso de los años. Quizá él haya partido, pero de alguna manera su deseo de mantenerse joven se ha cumplido en nosotros, y se renueva día a día cuando un nuevo lector se sumerge en esas esferas perfectas que son sus relatos; esferas que como planetas giran en torno nuestro, como parte de ese universo fantástico en el que todos somos una y mil experiencias, experiencias que pueden llegar a nosotros, al final de cualquier día cotidiano, como le llegó alguna vez a Cortázar, una noche boca arriba.

 

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