Columnistas

Coronado e ilustre

A través de su pintura, el artista peruano logró lo que muchos han intentado sin éxito: dejar una huella imborrable, no en el lienzo, sino en la percepción misma de aquellos que, al enfrentarse a sus cuadros, se ven reflejados en su inquietante distorsión. Un reflejo incómodo, sí, pero profundamente revelador.

Published

on

Por: Raúl Villavicencio H.

Hace unos días, conocí finalmente al maestro José Coronado Pizarro, el ‘Pancho Fierro contemporáneo’. Nacido en Lima en 1942, es una de esas figuras que, como pocas, ha logrado transitar las fronteras del arte para adentrarse en los recovecos más profundos del alma humana. Su obra, cargada de una violencia emocional contenida y un sentido del color que podría parecer excesivo si no fuera por la precisión con que lo emplea, se inscribe en una tradición del arte peruano que no se conforma con la mera representación, sino que busca ahondar en las entrañas del ser, explorar sus contradicciones y revelar lo que la mirada superficial no alcanza a descubrir.

Su formación en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima lo orientó inicialmente hacia un dominio técnico que luego utilizó con una libertad poco común. No le interesa hacer de la pintura un ejercicio de imitación, sino un acto de revelación. Y, precisamente, es ahí donde reside la fuerza de su arte: no se limita a la superficie de la figura humana, sino que se sumerge en la textura de sus emociones, de sus conflictos internos. En sus cuadros, la figura humana aparece muchas veces distorsionada, atrapada entre lo real y lo simbólico, como si buscara, desesperadamente, escapar de su propia imagen.

La mezcla de la abstracción con la figuración en su obra crea una tensión constante, un juego entre lo que se muestra y lo que se oculta. Y, de alguna manera, ese juego es también el reflejo de la condición misma del hombre peruano, atrapado entre la tradición y la modernidad, entre el mestizaje y la identidad indígena, entre la opresión de su historia y el deseo de emanciparse de ella.

Su paso por la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima dejó una huella indeleble en varias generaciones de artistas, que no solo recibieron su conocimiento técnico, sino que fueron testigos de la pasión con que abordaba cada trazo, cada color, cada gesto.

A través de su pintura, el artista peruano logró lo que muchos han intentado sin éxito: dejar una huella imborrable, no en el lienzo, sino en la percepción misma de aquellos que, al enfrentarse a sus cuadros, se ven reflejados en su inquietante distorsión. Un reflejo incómodo, sí, pero profundamente revelador.

Columna publicada en el Diario Uno.

Comentarios
Click to comment

Trending

Exit mobile version